La Historiadora
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Durante a?os, Paul fue incapaz de contarle a su hija la verdad sobre la obsesi?n que ha guiado su vida. Ahora, entre papeles, ella descubre una historia que comenz? con la extra?a desaparici?n del mentor de Paul, el profesor Rossi. Tras las huellas de su querido maestro, Paul recorri? antiguas bibliotecas en Estambul, monasterios en ruinas en Rumania, remotas aldeas en Bulgaria… Cuanto m?s se acercaba a Rossi, m?s se aproximaba tambi?n a un misterio que habia aterrorizado incluso a poderosos sultanes otomanos, y que a?n hace temblar a los campesinos de Europa del Este. Un misterio que ha dejado un rastro sangriento en manuscritos, viejos libros y canciones susurradas al o?do.
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Tu madre que te quiere,
Helen
71
Cuando vimos el icono con el que cargaba Baba Yanka, no sé quién fue el primero que lanzó una exclamación, Helen o yo, pero los dos disimulamos la reacción al instante. Ranov estaba apoyado en un árbol a menos de tres metros de distancia, y observé aliviado que estaba contemplando el valle, aburrido y desdeñoso, ocupado con su cigarrillo, y al parecer no había reparado en el icono. Pocos segundos después, Baba Yanka se había dado la vuelta para salir del fuego en compañía de la otra mujer, y ambas se acercaron al sacerdote.
Devolvieron los iconos a los dos muchachos, que los cubrieron al instante. Yo no dejaba de vigilar a Ranov. El sacerdote estaba bendiciendo a las dos mujeres, y se alejaron con el hermano Ivan, que les dio a beber agua. Baba Yanka nos dirigió una mirada de orgullo cuando pasó, ruborizada, sonriente, y nos guiñó el ojo. Helen y yo le dedicamos una inclinación, admirados. Examiné sus pies. No parecían haber sufrido el menor daño, igual que los de la otra mujer. Sólo en sus caras se notaba el calor del fuego, como una quemadura solar.
– El dragón -murmuró Helen mientras las mirábamos.
– Sí -dije-. Hemos de averiguar dónde guardan ese icono y qué antigüedad tiene.
Vamos. El cura nos prometió una visita a la iglesia.
– ¿Y Ranov?
Helen no miró a su alrededor.
– Tendremos que rezar para que decida abstenerse de seguirnos -dije-. Creo que no vio el icono.
El sacerdote estaba volviendo a la iglesia, y la gente había empezado a dispersarse. Le seguimos con parsimonia, y le encontramos colocando el icono de Sveti Petko en su podio.
No vimos los otros dos iconos. Le di las gracias y alabé en inglés la belleza de la ceremonia. Agité las manos y señalé al exterior. Pareció complacido. Después hice un ademán que abarcó la iglesia y enarqué las cejas.
– ¿Podemos dar una vuelta?
– ¿Una vuelta?
Frunció el ceño un segundo, y volvió a sonreír. Esperen. Sólo necesitaba cambiarse.
Cuando volvió con su atuendo negro habitual, nos enseñó todos los nichos, señalando ikoni y Hristos, y otras cosas que comprendimos más o menos. Por lo visto, sabía mucho de aquel lugar y de su historia, pero desgraciadamente no pudimos entenderle. Por fin, le pregunté dónde estaban los demás iconos, y señaló la cavidad que yo había advertido antes en una capilla lateral. Al parecer, los habían devuelto a la cripta, donde los guardaban.
Buscó su linterna y nos guió hacia abajo.
Los peldaños de piedra eran empinados, y la corriente fría que nos llegó desde abajo consiguió que la iglesia pareciera provista de calefacción. Agarré la mano de Helen mientras seguíamos la linterna del sacerdote, la cual iluminaba las piedras antiguas que nos rodeaban. La pequeña cámara no estaba del todo a oscuras. Las velas de dos lampadarios ardían junto al altar, y al cabo de un momento vimos que no se trataba de un altar, sino de un trabajado relicario de latón, cubierto en parte por damasco rojo bordado. Sobre él descansaban los dos iconos en sus marcos plateados, la Virgen y (avancé un paso) el dragón y el caballero.
– Sveti Petko -dijo el cura risueño, y tocó el cofre.
Señalé la Virgen, y nos dijo algo relacionado con el Bachkovski manastir, aunque no entendimos nada más. Después señalé el otro icono, y el sacerdote sonrió.
– Sveti Georgi -dijo, e indicó el caballero. Señaló el dragón-. Drakula.
– Debe de significar dragón -me advirtió Helen.
Asentí.
– ¿Cómo podemos preguntarle de qué siglo cree que son?
– ¿Star? ¿Staro? -probó Helen.
El sacerdote negó con la cabeza para mostrar su acuerdo.
– Mnogo star -dijo con solemnidad. Le miramos. Alcé la mano y conté dedos. ¿Tres?
¿Cuatro? ¿Cinco? El hombre sonrió. Cinco. Cinco dedos: unos quinientos años.
– Cree que es del siglo quince -dijo Helen-. Dios, ¿cómo vamos a preguntarle de dónde son?
Señalé el icono, abarqué la cripta con un ademán, indiqué la iglesia de encima. Cuando me entendió, hizo el gesto universal de ignorancia: se encogió de hombros y enarcó las cejas.
No lo sabía. Al parecer, intentaba decirnos que el icono llevaba en Sveti Petko cientos de años. No sabía nada más.
Se volvió por fin, sonriente, y nos preparamos para seguirle a él y a su linterna escaleras arriba. Habríamos dejado el lugar definitivamente, sin la menor esperanza, sí el estrecho tacón del zapato de Helen no se hubiera trabado entre dos piedras. Lanzó una exclamación de irritación (yo sabía que no tenía otro par de zapatos) y me agaché al instante para ayudarla. Casi habíamos perdido de vista al sacerdote, pero las velas que ardían junto al relicario me proporcionaron luz suficiente para ver lo que estaba grabado en la vertical del último escalón, al lado del pie de Helen. Era un pequeño dragón, tosco pero inconfundible, tan inconfundible como el dibujo de mi libro. Me puse de rodillas sobre las piedras y lo
seguí con una mano. Lo conocía tan bien como si lo hubiera grabado yo mismo. Helen se acuclilló a mi lado, olvidando el zapato.
– Dios mío -dijo-. ¿Qué es este lugar?
– Sveti Georgi -dije poco a poco-. Ha de ser Sveti Georgi.
Me miró a la tenue luz, y el pelo le cayó sobre los ojos.
– Pero la iglesia es del siglo dieciocho -protestó. Entonces su rostro se iluminó-. ¿Crees que…?
– Montones de iglesia tienen cimientos mucho más antiguos, ¿verdad? Sabemos que ésta fue reconstruida después de que los turcos quemaran la primera. Tal vez era la iglesia de un monasterio, un monasterio olvidado hace mucho tiempo -susurré agitado-. Pudo ser reconstruida décadas o siglos más tarde, y rebautizada con el nombre del mártir que recordaban.
Helen se volvió horrorizada y miró el relicario de latón detrás de nosotros.
– ¿Crees también…?
– No lo sé -dije poco a poco-. Me parece improbable que hayan confundido unas reliquias con otras, pero ¿cuándo crees que abrieron por última vez esa caja?
– No parece lo bastante grande -dijo, pero pareció incapaz de seguir hablando.
– No lo es -admití-, pero hemos de intentarlo. Al menos yo. Quiero que te mantengas al margen de esto, Helen.
Me dirigió una mirada inquisitiva, perpleja por la idea de que se me hubiera pasado por la cabeza prescindir de su ayuda.
– Es muy grave forzar la puerta de una iglesia y profanar la tumba de un santo.
– Lo sé -dije-, pero ¿y si no es la tumba de un santo?
Había dos nombres que ninguno de los dos habríamos podido pronunciar en aquel lugar frío y oscuro, con sus luces parpadeantes, el olor a cera y tierra. Uno de esos nombres era Rossi.
– ¿Ahora mismo? Ranov debe de estar buscándonos -dijo Helen.
Cuando salimos de la iglesia, las sombras de los árboles se estaban alargando y nuestro guía nos estaba buscando con expresión impaciente. El hermano Ivan estaba a su lado, pero reparé en que casi no se hablaban.
– ¿Ha hecho una buena siesta? -preguntó Helen cortésmente.
– Ya es hora de volver a Bachkovo. -La voz de Ranov era brusca de nuevo. Me pregunté si se sentía decepcionado por el hecho de que, en apariencia, no habíamos encontrado nada en aquel lugar-. Nos iremos a Sofía por la mañana. Me aguardan algunos asuntos. Confío en que estén satisfechos de su investigación.
– Casi -dije-. Me gustaría ver a Baba Yanka por última vez para agradecerle su ayuda.
– Muy bien.
Ranov parecía irritado, pero nos guió de vuelta al pueblo. El hermano Ivan caminaba en silencio detrás de nosotros. La calle estaba tranquila bajo la luz dorada del anochecer, por todas partes se olía a guisos. Vi a un anciano que iba a la bomba de agua principal y llenaba un cubo. Al final de la callejuela de Baba Yanka vimos un pequeño rebaño de cabras y ovejas. Oímos sus voces plañideras y vimos que se apelotonaban entre las casas, hasta que un muchacho las obligó a doblar una esquina.
Baba Yanka se alegró mucho de vernos. La felicitamos por su maravillosa interpretación y por el baile. El hermano Ivan la bendijo con un gesto silencioso.
– ¿Cómo es que no se quema? -preguntó Helen.
– Ah, es gracias al poder de Dios -contestó la mujer-. Más tarde no me acuerdo de cómo pasó. A veces siento los pies calientes después, pero nunca me quemo. Es el día más hermoso del año para mí, aunque no me acuerdo mucho de él. Durante meses estoy tan serena como un lago.
Sacó una botella sin etiquetar de la alacena y nos sirvió vasos de un líquido marrón claro.
Dentro de la botella flotaban largas hierbas. Ranov explicó que eran para darle sabor. El hermano Ivan declinó la invitación, pero Ranov aceptó un vaso. Al cabo de unos cuantos sorbos, empezó a interrogar al hermano Ivan con una voz tan cordial como las ortigas. No tardaron en enzarzarse en una discusión que no entendí, aunque capté con frecuencia la palabra politicheski.
Después de estar sentados un rato, interrumpí la conversación un momento para pedir a Ranov que preguntara a Baba Yanka si podía utilizar su cuarto de baño. El hombre emitió una risita desagradable. Había recuperado su antiguo humor, pensé.
– Temo que no es muy cómodo -dijo.
Baba Yanka también rió, y señaló la puerta de atrás. Helen dijo que me acompañaría y esperaría su turno. El retrete del patio posterior de Baba Yanka estaba aún más destartalado que la casa, pero era lo bastante ancho para ocultar nuestra huida entre los árboles y colmenas, hasta salir por la cancela posterior. No se veía a nadie, pero al llegar a la carretera nos internamos entre los arbustos y ascendimos por la colina. Por suerte, no había nadie en los alrededores de la iglesia, envuelta ya en profundas sombras. El anillo de fuego refulgía bajo los árboles.
No nos molestamos en probar la puerta de delante, porque podían vernos desde la carretera.
Nos encaminamos a toda prisa hacia la parte de atrás. Había una ventana baja, cubierta en el interior por cortinas púrpura.
– Por aquí entraremos en el santuario -dijo Helen. El armazón de madera sólo estaba cerrado con pestillo, pero no con llave, de modo que lo abrirnos astillando un poco el marco y nos colamos entre las cortinas. Después lo cerramos todo a nuestras espaldas. Dentro, vi que Helen tenía razón. Estábamos detrás del iconostasio-. Aquí no se permite la entrada a las mujeres -dijo en voz baja, pero estaba mirando a su alrededor con la curiosidad de una colegiala mientras hablaba.
La estancia que había detrás del iconostasio albergaba un alto altar cubierto de telas y velas.
