La Tabla De Flandes
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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos despu?s, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un exc?ntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.
La investigaci?n les conducir? a trav?s de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego ir?n abriendo las puertas de un misterio que acabar? por envolver a todos sus protagonistas.
La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, m?sica, literatura, historia, l?gica matem?tica- que Arturo P?rez- Reverte encaja con diab?lica destreza.
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– No aceptarán. Está muy por debajo de su beneficio habitual.
Menchu se echó a reír con el borde de su copa entre los dientes. Sería eso o nada. Sotheby’s o Christie’s estaban a la vuelta de la esquina, y lanzarían aullidos de placer ante la perspectiva de hacerse con el Van Huys. Iba a ser lo tomas o lo dejas.
– ¿Y el dueño? Tal vez tu viejecito tenga algo que decir. Imagínate que decide tratar directamente con Claymore. O con otros.
Menchu hizo una mueca astuta.
– No puede. Me firmó un papelito -señaló su falda corta, que descubría generosamente las piernas enfundadas en medias oscuras-. Además vengo en uniforme de campaña, como ves. Mi don Manuel entrará por el aro, o me meto a monja -cruzó y descruzó las piernas en honor de la clientela masculina del hotel, como si pretendiese comprobar el efecto, antes de fijar su atención en la copa de cóctel, satisfecha-. En cuanto a ti…
– Yo quiero el uno y medio de tu siete y medio.
Menchu puso el grito en el cielo. Eso era mucho dinero, dijo escandalizada. Tres o cuatro veces más de lo acordado por la restauración. Julia la dejó protestar mientras sacaba del bolso un paquete de Chesterfield y encendía un cigarrillo.
– No me has entendido -aclaró mientras expulsaba el humo-. Los honorarios por mi trabajo se le deducirán directamente a tu don Manuel del precio que se consiga en la subasta… El otro porcentaje es adicional: de tu beneficio. Si el cuadro se vende en cien millones, siete y medio serán para Claymore, seis para ti, y uno y medio para mí.
– Hay que ver -Menchu movía la cabeza, incrédula-. Y parecías tan modosa tú, con tus pincelitos y barnices. Tan inofensiva.
– Ya ves. Dios dijo hermanos, pero no primos.
– Me horrorizas, lo juro. He cobijado un áspid en mi seno izquierdo, como Aida. ¿O fue Cleopatra?… No sabía que se te daba tan bien eso de los porcentajes.
– Ponte en mi lugar. A fin de cuentas, el asunto lo he descubierto yo -agitó los dedos ante la nariz de su amiga-. Con estas manitas.
– Te aprovechas de que tengo el corazón blando, pequeño ofidio.
– Lo que tienes es la cara muy dura.
Suspiró Menchu, melodramática. Era quitarle el pan de la boca a su Max, pero podía llegarse a un acuerdo. La amistad era la amistad, entre otras cosas. En ese momento miró hacia la puerta del bar y puso cara de intriga. Por cierto. Hablando del ruin de Roma.
– ¿Max?
– No seas desagradable. Max no es ruin, es un cielo -hizo un movimiento con los ojos, invitándola a observar con disimulo-. Acaba de entrar Paco Montegrifo, de Claymore. Y nos ha visto.
Montegrifo era director de la sucursal de Claymore en Madrid. Alto y atractivo, en torno a la cuarentena, vestía con la estricta elegancia de un príncipe italiano. Su raya de pelo era tan correcta como sus corbatas, y al sonreír mostraba una amplia hilera de dientes, demasiado perfectos para ser auténticos.
– Buenos días, señoras. Que feliz casualidad.
Permaneció en pie mientras Menchu hacía las presentaciones.
– He visto algunos de sus trabajos -le dijo a Julia, cuando supo que era ella quien se ocupaba del Van Huys-. Sólo tengo una palabra: perfectos.
– Gracias.
– Por favor. No cabe duda de que La partida de ajedrez estará a la misma altura -mostró de nuevo la blanca fila de dientes en una sonrisa profesional-. Tenemos grandes esperanzas puestas en esa tabla.
– Nosotras también -dijo Menchu-. Más de lo que se imagina.
Montegrifo debió de percibir algún tono especial en el comentario, pues sus ojos castaños se pusieron alerta. Nada tonto, pensó Julia en el acto, mientras el subastador hacía un gesto en dirección a una silla libre. Lo aguardaban unas personas, dijo; pero podían esperar un par de minutos.
– ¿Me permiten?
Hizo una seña negativa al camarero que se acercaba y tomó asiento frente a Menchu. Su cordialidad permanecía intacta, pero ahora podía percibirse en ella cierta cauta expectación, como si se esforzara en captar una nota lejana y discordante.
– ¿Hay algún problema? -preguntó con calma.
La galerista negó con la cabeza. Ningún problema, en principio. Nada de qué inquietarse. Pero Montegrifo no parecía inquieto; sólo cortésmente interesado.
– Tal vez -concluyó Menchu tras un titubeo- debamos replantear las condiciones del acuerdo.
Siguió un silencio embarazoso. Montegrifo la miraba como podía mirar, en mitad de una puja, a un cliente incapaz de mantener la compostura.
– Señora mía, Claymore es una casa muy seria.
– No me cabe duda -respondió Menchu con aplomo-. Pero una investigación realizada sobre el Van Huys revela datos importantes que revalorizan la pintura.
– Nuestros tasadores no encontraron nada de eso.
– La investigación ha sido posterior al peritaje de sus tasadores. Los hallazgos… -aquí Menchu pareció otra vez dudar un instante, lo que no pasó desapercibido- no están a la vista.
Montegrifo se volvió hacia Julia con aire reflexivo. Sus ojos estaban fríos como el hielo.
– ¿Qué ha encontrado usted? -preguntó suavemente, como un confesor que invitara a descargar la conciencia.
Julia miraba a Menchu, indecisa.
– No creo que yo…
– No estamos autorizadas -intervino Menchu, a la defensiva-. Al menos hoy. Antes tenemos que recibir instrucciones de mi cliente.
Montegrifo movió despacio la cabeza. Después, con pausado gesto de hombre de mundo, se puso lentamente en pie.
– Me hago cargo. Discúlpenme.
Pareció a punto de añadir algo, pero se limitó a mirar a Julia con curiosidad. No tenía aspecto preocupado. Sólo al despedirse manifestó su esperanza -lo hizo sin apartar los ojos de la joven, aunque sus palabras estuvieran dirigidas a Menchu- de que el hallazgo, o lo que fuera, no alterase el compromiso establecido. Después, tras ofrecer sus respetos, se alejó entre las mesas, yendo a sentarse al otro extremo de la sala, a la mesa ocupada por una pareja de aspecto extranjero.
Menchu miraba su copa con aire contrito.
– He metido la pata.
– ¿Por qué? Tarde o temprano tiene que enterarse.
– Ya lo sé. Pero tú no conoces a Paco Montegrifo -bebió un sorbo de cóctel mientras miraba al subastador a través de la copa-. Ahí donde lo ves, con sus modales y su buena planta, si conociera a don Manuel iría corriendo a enterarse de lo que ocurre, para dejarnos fuera.
– ¿Tú crees?
Menchu soltó una risita sarcástica. El currículum de Paco Montegrifo no encerraba secretos para ella:
– Tiene labia y tiene clase, carece de escrúpulos y es capaz de oler un negocio a cuarenta kilómetros -chasqueó la lengua con admiración-. También dicen que exporta ilegalmente obras de arte, y que es un artista sobornando párrocos rurales.
– Aún así, causa buena impresión.
– De eso vive. De causar buena impresión.
– Lo que no entiendo, con esos antecedentes, es por qué no has ido a otro subastador…
La galerista se encogió de hombros. Que conociera su vida y milagros no tenía nada que ver. La gestión en Claymore era impecable.
– ¿Te has acostado con él?
– ¿Con Montegrifo? -soltó una carcajada-. No, hija. Está lejos de ser mi tipo.
– Yo lo encuentro atractivo.
– Es que estás en la edad, guapita. Yo prefiero los canallas sin pulir, como Max, que siempre parecen a punto de darle a una un par de bofetadas… Son mejores en la cama y, a la larga, salen mucho más baratos.
– Ustedes, por supuesto, son demasiado jóvenes.
Bebían café en torno a una mesita de laca china, junto a un mirador lleno de plantas verdes y frondosas. En un viejo gramófono sonaba la Ofrenda musical de Bach. A veces don Manuel Belmonte se interrumpía como si ciertos compases atrajeran de pronto su atención, y tras escuchar un poco tamborileaba con los dedos un ligero acompañamiento sobre el brazo niquelado de su silla de ruedas. Tenía la frente y el dorso de las manos moteados por las manchas pardas que imprime la vejez. En las muñecas y en el cuello se le anudaban gruesas venas azuladas.