Cuenta hasta diez
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Tras ser abandonados por su madre, un chico y su hermano peque?o terminan en la red estatal de hogares de acogida. Sin embargo, quienes a partir de entonces ten?an que cuidar de ellos los dejan a su suerte. Y a?os despu?s…
Reed Solliday tiene m?s de quince a?os de experiencia en el cuerpo de bomberos de Chicago, luchando contra los incendios y, sobre todo, investigando su origen. Pero nunca hab?a presenciado nada parecido al reciente estallido de fuegos provocados por alguien fr?o, meticuloso y cada vez m?s violento. Cuando en la ?ltima casa incendiada aparece el cad?ver de una mujer asesinada, Reed se ve obligado a colaborar con la polic?a. Y la detective de homicidios Mia Mitchell es una mujer impetuosa, m?s acostumbrada a dar ?rdenes que a recibirlas, y se niega a aceptar que los motivos habituales puedan ser la causa de un odio tan calculado. Algo m?s se esconde detr?s de todo ello…
Una intriga absorbente por una de las autoras con mayor ?xito de ventas en Estados Unidos, Gran Breta?a y Alemania.
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– ¿Mejor que ser policía?
– Yo nunca fui una policía para él. Yo era solo una… chica. -Lo escupió como si fuera el peor de los epítetos-. Buena para casarse. Y si él tenía gratis buenos asientos para el hockey, mucho mejor.
Reed alargó la mano por encima de ella y cogió la vieja cadena con las placas de identificación de la mesilla de noche donde las había dejado antes. Le parecía extraño que las llevara pues Mia nunca había estado en el ejército. Las sostuvo a la luz. Mitchell, Robert B.
– Son suyas. ¿Por qué las llevas si lo odiabas?
Mia frunció el ceño.
– Tu madre… ¿Sabía alguien que era una mujer maltratada o ponía buena cara para disimular?
La necesidad de saberlo lo asaltó de repente y lo dejó helado.
– Mia, ¿tu padre te…?
Mia apartó la mirada y luego volvió a dirigirla hacia él, ensombrecida y llena de culpa.
– No. -Pero Reed no la creyó y se le revolvió el estómago ante las imágenes que su mente creaba-. No -repitió ella, con algo más de fuerza-. En general solo me pegaba, cuando se emborrachaba.
Su primer impulso fue apartarse, ante el temor de que ella se quebrase, pero no lo hizo. Sabía que no podía. Se tragó la bilis que ardía en su garganta, porque pensó que ella lo necesitaba, la besó en la sien y dejó los labios allí un buen rato.
– No tienes que contarme más, Mia. Está bien.
Pero ella prosiguió; ahora Reed tenía los ojos fijos en las placas que aún sostenía en la mano.
– Cuando era niña, solía pensar que si era lo bastante rápida, lo bastante lista, lo bastante buena… él dejaría de beber. Sería para nosotras el padre que fingía ser para el resto del mundo. Yo era la atleta estrella del instituto. Pensé que así me querría. Cuando me di cuenta de que no iba a cambiar, los deportes se convirtieron en mi billete de salida.
– Fuiste a la universidad con una beca de fútbol -recordó-. Te libraste.
– Sí, pero Kelsey aún estaba en casa, volviéndose cada vez más salvaje. -Mia frunció los labios y él se preguntó qué era lo que se estaba guardando para sí-. Era su modo de castigar a Bobby. No podía conseguir que lo dejara, pero podía avergonzarlo hasta el límite, y cuando a Kelsey se le mete una cosa en la cabeza, no hay quien se la quite.
«Un rasgo de familia», pensó Reed.
– Se metió en líos.
– ¡Oh, sí! Se juntó con un adicto a las drogas llamado Stone. Intenté detenerla, pero ella… no quería saber nada de mí. Cuando tenía diecisiete años ya estaba enganchada. A los diecinueve, estaba en la cárcel. Durante los tres primeros años que estuvo dentro, ni siquiera me veía. Luego sí y… -Dejó que la idea se desarrollara y después tragó saliva con dificultad-. Es todo lo que me queda. Si Marc no consigue que la trasladen…
– ¿Te ha mentido alguna vez Marc Spinnelli?
– No. Confío en él más que en ningún hombre que haya conocido jamás. Salvo quizá en Abe. -Mia tomó aliento y lo soltó-: Y supongo que en ti. Te he contado cosas que no debería haberte contado.
Algo cambió dentro de él.
– No lo contaré. Te lo prometo.
– Te creo. Creo que esta noche me ha puesto más nerviosa de lo que me gustaría admitir. En realidad odio que me disparen. -Le quitó las placas de la mano a Reed-. Pero no he respondido a tu pregunta. El día que me dieron mi placa, mi padre me llevó con sus colegas policías a su bar. Entonces yo era uno de ellos. Formaba parte de… algo. ¿Entiendes lo que eso significa?
Reed asintió. Ser parte de algo muy unido y que te presta apoyo cuando has estado solo tanto tiempo… A él le pasaba con los Solliday, luego con el cuerpo de bomberos. Más tarde con Christine.
– Era como ser una familia, por fin.
– Sí. Además, Bobby estaba en su elemento, presumiendo. Fue un buen día, dijo él. Y delante de todo el mundo me dio sus placas. Dijo que lo habían mantenido a salvo en Vietnam y esperaba que me mantuvieran a salvo en la policía. ¿Qué le iba a hacer yo? Había crecido con la mayoría de aquellos tipos, pero ninguno de ellos supo nunca lo que ocurría en nuestra casa.
– O prefirieron no saberlo -murmuró Reed y Mia se encogió de hombros.
– ¿Quién sabe? Fuera como fuese, me las puse, con la intención de devolvérselas, pero antes de llegar a casa tuve un accidente. Mi coche fue siniestro total y yo salí andando sin un arañazo. Pensé que tal vez las placas me dieran suerte después de todo. Y con el paso de los años, he tenido suerte en más ocasiones de las que puedo contar.
Reed la besó en el hombro donde se había formado una cicatriz.
– Murphy me contó lo de la otra vez. Cuando le dispararon a tu compañero. Dijo que casi te pierden.
– Entonces también tuve suerte. La bala me dio justo aquí. -Se tocó el abdomen-. Y salió sin tocar ningún órgano importante. Fue entonces cuando descubrí que me faltaba un riñón. Había nacido solo con uno, así que la bala no podía darme en ningún sitio. La bala me atravesó y yo estaba tan fresca. -Apartó la mirada-. Y Ray murió. Después de eso tuve que añadir la placa de alerta médica por lo del riñón. Estuve a punto de quitarme las placas algunas veces, pero al final no lo hice. Supongo que las llevo por superstición.
Mia colocó la que llevaba grabada la alerta médica detrás de las de su padre. Reed se preguntó si ella sabía que hacía eso.
– O tal vez una parte de ti necesita complacer a tu padre -dijo Reed y los ojos de Mia se volvieron inexpresivos. Se puso con cuidado la cadena alrededor del cuello.
– Pareces Dana. Y tal vez tengas razón. Lo cual, teniente Solliday, es el verdadero motivo por el que no quiero ataduras. Estoy demasiado jodida para colgarme de ellas. -Mia rodó en la cama y se sentó en el borde sola; Reed sintió que se le partía el corazón.
– Lo siento, Mia.
– ¿En serio? -preguntó con voz dura.
– Esta vez sí. En serio. Yo… -El teléfono móvil de Mia empezó a sonar-. Maldita sea.
La detective cogió el teléfono de la mesilla de noche.
– Es Spinnelli. -Con los ojos fijos en los de Reed, lo abrió-. Mitchell. -Mia escuchaba y mientras lo hacía se quedaba sin aire en los pulmones-. Yo lo tranquilizaré. Estaremos allí en menos de veinte minutos. -Cerró con violencia el teléfono-. Vístete.
Él ya lo estaba.
– ¿Otro más?
– Sí. Joe y Donna Dougherty están muertos.
Reed cerró los ojos y las manos se le detuvieron en la hebilla del cinturón.
– ¿Qué?
– Sí. Parece ser que se habían trasladado del Beacon Inn. -Se puso la blusa por la cabeza con ojos centelleantes-. Parece ser que ellos eran el blanco definitivo, después de todo.
Viernes, 1 de diciembre, 3:50 horas
Él no había regresado a casa. El niño estaba en la cama, acurrucado hecho una bola, escuchando los amortiguados sonidos del llanto que procedía del recibidor en el piso de abajo. No era la primera vez que su madre lloraba en la cama. Y sabía que no sería la última. A menos que hiciera algo.
No había regresado a casa, pero su cara estaba en las noticias. Lo había visto él mismo. Así que su madre también había tenido que verlo. Por eso lloraba toda la noche. «Tenemos que contárselo, mamá», había dicho, pero ella lo había cogido con los ojos desorbitados y asustados. «No puedes. No digas una palabra. Él se enteraría».
Le miró la garganta, la parte superior de la marca sobresalía por debajo del vestido. El corte era lo bastante largo y profundo como para dejar una cicatriz. Él le había hecho aquello a su madre, la primera noche. Y amenazaba con hacer algo peor si lo contaban. Su madre estaba demasiado asustada para hablar.
Se acurrucó hecho una bola más apretada, temblando. «Yo también».
Viernes, 1 de diciembre, 3:55 horas
La parte delantera de la casa estaba intacta. Dos bomberos salían de la parte trasera, tirando de la manguera. El olor del fuego aún impregnaba el aire. Mia se abrió paso ante el camión de bomberos donde dos policías de uniforme hablaban con el técnico forense. Era Michaels, el tipo que se había ocupado del cadáver del doctor Thompson hacía menos de veinticuatro horas. Detrás de él había dos camillas vacías, cada una con una bolsa negra plegada.