La Telarana China
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Inspectora Liu, ?necesito recordarle que China tiene costumbres y rituales para tratar a sus hu?spedes? Use su shigu, su experiencia de la vida.
Todos los extranjeros, tanto si se trata de desconocidos o de demonios como este visitante, son potencialmente peligrosos. No demuestre ira ni irritaci?n. Sea humilde, prudente y cort?s.
El viceministro apoy? la mano sobre el hombro de la inspectora.
H?gale creer que existe un v?nculo entre usted y ?l. As? hemos tratado a los extranjeros durante siglos. As? tratar? usted a este extranjero mientras sea nuestro hu?sped.”`
En un lago helado de Pek?n aparece el cad?ver del hijo del embajador norteamericano. La dif?cil y ardua investigaci?n es asignada a la inspectora Liu Hulan. A miles de kil?metros, un ayudante de la fiscal?a de Los ?ngeles encuentra en un barco de inmigrantes ilegales el cad?ver de un Pr?ncipe Rojo, el hijo de uno de los hombres m?s influyentes de China…
Una impactante novela de intriga que recrea el conflicto que se produce entre dos pa?ses diametralmente opuestos cuando sus gobiernos se ven obligados a colaborar en pie de igualdad.
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Se detuvo al tiempo que revivía sus recuerdos.
– El pasado no tiene nada que ver con esto, Hulan.
– Pero tiene todo que ver con nosotros. Por eso quieres saberlo, en realidad, ¿no es cierto? -Soltó un hondo suspiro y luego dijo-: Recuerdo la noche que la Guardia Roja vino a este barrio por primera vez. Yo tenía diez años, aún era demasiado joven para ingresar en ella. Hicieron salir a todos los vecinos a la calle y eligieron a la señora Zhang y a su marido para censurarlos. Yo no sabía gran cosa del señor Zhang, salvo que en Año Nuevo solía darme dinero de la buena suerte y algún caramelo, y que solía tomar el té con mi padre en el jardín bajo el azufaifo. Pero la Guardia Roja sabía un montón! Sabían que el señor Zhang era un intelectual, uno de los peores en la «hedionda novena categoría» de personas. Todos permanecimos allí como borregos, mientras la Guardia Roja saqueaba la casa de los Zhang. Hicieron una pila con todos sus libros y les prendieron fuego. Sacaron los rollos de los ancestros de la familia y los arrojaron a la hoguera.
Hulan se paso la mano por los ojos como si quisiera borrar aquellas imágenes.
– No dejaban de gritar que Zhang era un monstruo, una vaca, una serpiente rastrera. Pronto también los vecinos le gritaban. La gente pensaba: si no les sigo el juego, la Guardia Roja vendrá a mi casa mañana por la noche. Alguien grito:.Zhang no es nunca generoso con nosotros. Siempre se vanagloria de su buena fortuna.» Nuestro vecino de al lado exclamo: «Lee demasiados libros, pero ya no lo hará más!» Su mujer fue la siguiente: «iTe condenamos a ti y a tu mujer para siempre!» Aun puedo ver la luz naranja de las llamas reflejada en los rostros de mis vecinos. Recuerdo los grandes ceños de la Guardia Roja. ¿Como explicártelo? Tenían el semblante contraído por la alegría. También recuerdo a la señora Zhang. Nosotros, sus vecinos, la traicionamos.
Hulan se acercó a la ventana y contemplo el jardín.
– No sé quién dio el primer golpe, pero pronto los guardias rojos empezaron a pegar al viejo Zhang. Aun lo veo, tirado en el suelo, mientras golpeaban su cuerpo inerte con palos y estacas. Puedo oír las exclamaciones de aliento de nuestros vecinos que los animaban a «aplastar su cabeza de perro». Y la expresión de la cara de la señora Zhang cuando comprendió que su marido había muerto. Me la llevaré a la tumba.
– Pero tú no tenías nada que ver con todo aquello -dijo David, luchando por contener la ira-. Solo eras una niña.
– No -repuso ella, volviéndose para mirarle-. Yo chillaba con los demás. -Volvió a apartar la vista-. Déjame contarte lo que ocurrió en la escuela. Ya oíste lo que dijeron los demás. Llamé cochino asno al maestro Zho. Dije tantas cosas que el maestro Zho se echo a llorar. imagínatelo, un hombre como él, culto, llorando por culpa de una niña de diez años! Pero no me contenté con eso. No paré hasta que el maestro Zho se fue a casa y no volvió nunca más.
David se acercó a su lado.
– Durante todo ese tiempo -dijo ella- nuestra familia estuvo protegida.
– ¿Por qué? -La historia empezaba a acaparar su atención.
– Porque mi padre ocupaba un alto cargo en el gobierno, trabajaba en el Ministerio de Cultura y seguía perteneciendo al circulo intimo de Mao.
David contemplo el jardín junto a Hulan.
– En 1970, cuando yo tenía doce años, mis padres me permitieron por fin ir al campo -prosiguió Hulan-. No puedo expresar como lo deseaba. Quería contribuir a reformar la sociedad, a eliminar la diferencia entre el campo y las ciudades. Quería «aprender de los campesinos». Solo tenía doce años. No comprendía lo que estaba haciendo, pero me dejé llevar por la corriente.
Cuando David y Hulan vivían juntos, el había esperado con ahínco el momento en que ella por fin se abriera ante el. Ahora dijo en voz baja:
– No tienes que decir nada más, Hulan.
Ella irguió la cabeza y lo miró.
– Querías la verdad y yo la estoy contando. Terminé en la Granja de la Tierra Roja. La idea era convertir la tierra yerma en una fértil granja. Todos nos levantábamos antes del amanecer. Arábamos, plantábamos semillas de soja y regábamos cada surco. Cuando llegaba la época de la cosecha, día tras día doblábamos el espinazo y empujábamos las guadañas. Aprendí a tejer cestos, a castrar lechones, a desplumar y destripar patos, a transportar agua a tres kilómetros, a cocinar para cien personas a la vez. Todos comíamos las mismas pésimas raciones: gachas de arroz con verduras en conserva para desayunar, arroz con unas verduras llenas de hebras para comer, arroz y más verduras para cenar, quizá una batata si había suerte.
– Debias de añorar tu casa.
– Todos aprendimos a fingir que no echábamos de menos a nuestras familias, ni los cines, las fiestas para altos funcionarios, la ropa limpia, el agua caliente, ni tampoco a nuestros maestros.
Se acercó a la estufa y la abrió.
– Yo no me contentaba con trabajar doce, catorce y dieciséis horas por dia -prosiguió, echando unos trozos de carbón al fuego-. Quería ser un modelo, como mi tocaya. Así que, por la noche, en lugar de descansar o leer mi Pequeño libro rojo, ayudaba a planear reuniones de lucha. La lucha de clases, incluso en la Granja de la Tierra Roja, era inevitable. Oh, atacábamos a la gente por todo tipo de cosas: llevar una cinta Blanca en el pelo en lugar de una roja, tener una madre o padre o tía tercera que hubiera ido a América en una ocasión, mostrarse reticente en las críticas a los demás, roncar e impedir que durmieran los compañeros de cuarto, tener relaciones sexuales… ah, eso era lo peor! Y te puedo asegurar que fuí inquebrantable en mis críticas. Jamás pasé nada por alto.
– Luego Zai fue a buscarte -dijo David, recordando lo que había contado Nixon.
– Si -asintió ella-. Un día, dos años más tarde, vino a buscarme. Entonces no era el jefe de sección Zai. No, trabajaba en el Ministerio de Cultura con mi padre. Nadie lo diría al verlo ahora, pero en aquella época el tío Zai era muy poderoso, muy fuerte. Mi padre trabajaba a sus ordenes.
Hulan volvió a guardar silencio y se acercó de nuevo a David. Este había comprendido ya que Hulan teniía que acabar su historia, y todo lo que el podía hacer era animarla.
– ¿Cómo cambiaron las cosas?
– En aquellos tiempos no importaba cuánto dinero ni guanxi tuvieras. Cuando te llegaba la hora, venían a por ti. Las masas tenían la responsabilidad de sacar a la luz los malos ejemplos. El presidente Mao confiaba en personas como yo para arrancar las malas hierbas de los campos. Todo esto me lo explicó el tío Zai cuando íbamos en el coche de camino a la estación, y luego cogimos un tren que tardó dos días en llevarnos a Pekín. Cuando llegué a casa, estaba preparada para lo que tenía que hacer.
– ¿Y cuánto tiempo habías estado fuera?
– Dos años. Tenía catorce años y era primavera. -Sus ojos vagaron por el jardín desolado cuando dijo-: En un par de meses, Pekín sería un estallido de color. Los cerezos desbordarían de flores rosadas. En los parques crecían narcisos amarillos. Allá donde abarcaba la vista, solo se veía verde, verde y más verde.
– Pero yo no me daba cuenta de nada. Estaba cegada por el deber y la fortaleza de espíritu.
– ¿Qué ocurrió?
– Tío Zai me trajo hasta aquí. Los vecinos nos esperaban. En aquel momento no me detuve a considerar como sabían que íbamos a llegar. Solo pensé: Ah, están aquí para ayudar en la reunión de lucha. Dos de nuestros vecinos sacaron a mi padre de casa y lo llevaron hasta el centro de un gran círculo. Yo no corrí hacia el, no le besé ni lo abracé. ¿Recuerdas a Spencer Lee en el tribunal, con los ojos fijos en el suelo? Así estaba mi padre, y cada vez que intentaba alzar la cabeza para mirarme, uno de los guardias le golpeaba en la nuca con un palo. La sangre le corría por el cuello, empapando su camisa.
Se ajustó el kimono en torno al cuerpo y empezó a llorar al contar como Zai, el jefe de su padre, había tomado el mando para dirigir la palabra a los vecinos.