La Telara?a China
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Inspectora Liu, ?necesito recordarle que China tiene costumbres y rituales para tratar a sus hu?spedes? Use su shigu, su experiencia de la vida.
Todos los extranjeros, tanto si se trata de desconocidos o de demonios como este visitante, son potencialmente peligrosos. No demuestre ira ni irritaci?n. Sea humilde, prudente y cort?s.
El viceministro apoy? la mano sobre el hombro de la inspectora.
H?gale creer que existe un v?nculo entre usted y ?l. As? hemos tratado a los extranjeros durante siglos. As? tratar? usted a este extranjero mientras sea nuestro hu?sped.”`
En un lago helado de Pek?n aparece el cad?ver del hijo del embajador norteamericano. La dif?cil y ardua investigaci?n es asignada a la inspectora Liu Hulan. A miles de kil?metros, un ayudante de la fiscal?a de Los ?ngeles encuentra en un barco de inmigrantes ilegales el cad?ver de un Pr?ncipe Rojo, el hijo de uno de los hombres m?s influyentes de China…
Una impactante novela de intriga que recrea el conflicto que se produce entre dos pa?ses diametralmente opuestos cuando sus gobiernos se ven obligados a colaborar en pie de igualdad.
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14
4 de febrero, aeropuerto internacional de Los Ángeles
A la mañana siguiente, una hora antes de la prevista para la llegada del vuelo de la United procedente de Pekín vía Tokio, todo el grupo, menos Noel Gardner, que dirigía la vigilancia de Zhao, se reunió con Melba Mitchell en el mostrador de aduanas de la planta de salida de pasajeros de la Terminal Bradley del aeropuerto internacional de Los Angeles. Melba, una mujer negra de mediana edad, era el enlace de aduanas.
Mientras caminaban por la terminal, Melba les resumió el papel de la aduana en el aeropuerto.
– Nos encargamos de hacer cumplir seiscientas leyes de sesenta organismos gubernamentales diferentes. Eso significa que buscamos de todo: gemas, narcóticos, dinero, pornografía infantil, chips de ordenador. Yo diría que un setenta y cinco, quizá hasta un ochenta y cinco por ciento de la gente que pasa por aquí es honrada. Pero el resto, sea o no a sabiendas, intenta introducir artículos ilegalmente.
Se hallaban en el ascensor de camino a la planta inferior, cuando David preguntó:
– ¿Cómo saben lo que han de buscar? ¿Tienen el perfil del contrabandista típico?
Melga abrió una puerta en la que se leía SEGURIDAD.
– Si lo que quiere saber es si registramos el equipaje de cualquier persona de origen mejicano, la respuesta es no. -Frunció el entrecejo-. No registramos a la gente por motivos étnicos, de sexo o de edad.
– Entonces, ¿qué es lo que buscan?
– Déjeme que se lo muestre -dijo Melba. Se hallaban en la zona de aduanas. La enlace apartó un par de barreras de cinta y el grupo se dirigió a una de las cintas transportadoras donde los viajeros aguardaban para recoger el equipaje de un vuelo procedente de París. Como decía, no tenemos un perfil específico, porque sabemos que intentan pasar desapercibidos entre los demás. De modo que nos fijamos en el lugar de origen. ¿Salió alguien de Bogotá y cambió de avión en Guadalajara? Tenemos en cuenta la época del año, sobre todo en el caso de los narcóticos. Obviamente, estamos más alerta en los períodos posteriores a la época de cosecha de la marihuana y la adormidera del opio. Nos fijamos en las tendencias en otros aeropuertos de todo el mundo. Bolsos. Productos farmacéuticos. Diamantes. Y siempre buscamos productos fabricados en países con embargo comercial. En otras palabras, buscamos cualquier cosa fabricada en Irán, Vietnam, Camboya.
– ¿Se limitan a hacer registros al azar?
– Qué va -dijo Melba Mitchell, echándose a reír. Señaló a un hombre y una mujer que llevaban uniforme y radioteléfonos-. Esos dos inspectores esperan con los pasajeros. Buscan a personas que parezcan nerviosas, que suden demasiado, que acaben de llegar en un avión de Air France como hoy con un juego nuevo de maletas Louis Vuitton, o que lleven ropa inadecuada.
– ¿Como qué?
– Como un abrigo en un vuelo desde cabo San Lucas. -Melba contempló a los pasajeros en silencio durante unos instantes-. También buscamos personas que no parezcan viajeros internacionales. Me refiero a gente pobre. A menudo cogemos a personas que ganan unos doscientos dólares al año y les han pedido que transporten algo a cambio de setecientos. Pero lo que ven ahora es sólo una parte. También tenemos agentes de paisano que aparentan esperar su equipaje. Se mezclan con los demás, observan lo que les rodea y suelen encontrar cosas antes de que el pasajero llegue si quiera a la zona de inspección.
– Les llegan aquí muchos inmigrantes chinos con pasaportes falsos? -preguntó David, cambiando de tema.
– Eso compete al Servicio de Inmigración, pero estamos juntos y buena parte del trabajo se realiza de forma conjunta. -Melba miró con nerviosismo a la delegación china.
– Sabemos que en el aeropuerto Kennedy de Nueva York se detiene a muchos chinos -dijo Hulan para tranquilizar a Melba.
– También aquí arrestamos a algunos hace unos cuantos años. Pero es una tendencia más. Los inmigrantes, mejor dicho, los indeseables que los dirigen, se dieron cuenta de que en Los Angeles no funcionaría. Pero le diré que nos estamos preparando para una llegada masiva a finales de año. Ya sabe, por la gente que querrá salir de Hong Kong.
– ¿Cómo los atraparán? -preguntó Peter con aire sombrío.
– Inmigración dispone de un gran sistema informático -explicó Melba-. Con él llevan el control de nombres, fechas de entradas y salidas, cantidad de dinero con la que viaja la gente y cuánto tiempo permanecerán aquí.
– Tenemos las fechas de entrada y salida de Guang y Cao -dijo Hulan-. ¿Podría comprobar si hay otras personas que sigan el mismo patrón en las mismas fechas?
– Esa información estaría protegida por la ley de libertad de información -dijo Melba.
– Acaso no trabaja usted con el Departamento de Justicia y el FBI? -preguntó David.
– Sí -contestó ella-. Pero…
– Le preocupan nuestros visitantes -constató David-. Déjeme asegurarle que se hallan aquí por un asunto que afecta a nuestros dos países y que son nuestros invitados.
Al ver que la enlace seguía mostrándose reticente, Jack Campbell añadió:
– Yo respondo por ellos, y si no quiere aceptar mi palabra, le daré un par de números a los que puede llamar para confirmarlo.
Melba desechó realizar esas llamadas y los llevó a la zona de inmigración que se hallaba al fondo. Se detuvo ante una de las cabinas en la que un agente del Servicio de Inmigración estaba a punto de tomarse un descanso. Melba explicó la situación e iniciaron la búsqueda inmediatamente. El agente introdujo las fechas en el ordenador y aguardó con los demás a que apareciera la información en la pantalla.
– ¡Miren eso! -David apoyó el dedo en la pantalla donde aparecía el nombre de William Watson entre Wang y Wong-. ¿Es posible que sea nuestro Billy Watson? ¿Tiene más información sobre él?
El agente tecleó el nombre y la pantalla pasó a reflejar los datos disponibles sobre William Watson, 21; nacido en Butte, Montana; domicilio en Pekín, China.
– ¿Cuántas veces ha ido y vuelto de China? -preguntó Hulan con la misma excitación en la voz que David. Contaron juntos. Billy Watson había realizado el vuelo transpacífico una vez al mes durante los dieciocho meses anteriores a su muerte.
– ¿Podemos volver a la pantalla anterior?
El agente pulsó un par de teclas y apareció la pantalla anterior. La lista enumeraba catorce nombres, incluyendo los de Watson, Guang y Cao. De ellos, algunos sólo habían realizado el viaje una vez, otros hasta diez veces. Ninguno de ellos se había quedado en Los Angeles, suponiendo que ése fuera su destino final, más de setenta y dos horas. No se había retenido a ninguno de ellos para ser interrogado al pasar por el control de inmigración ni por la aduana.
– El vuelo que esperaban ya ha llegado -anunció Melba-. Los pasajeros llegarán dentro de unos cinco minutos.
– ¿Hay algún modo de resaltar estos nombres y hacer saber a los demás de inmigración que estamos buscando a esos individuos?
– Desde luego. Lo pasaré a todos los ordenadores ahora mismo. En cuanto un agente teclee el nombre del pasaporte, aparecerán estos datos.
– Hágalo. ¡Y gracias!
– Quieren que arrestemos a alguien? -preguntó Melba.
– ¿Qué le parece? -preguntó David a Hulan, mirándola.
– Ni siquiera sabemos si alguna de esas personas llegará hoy en ese vuelo. Si aparece alguna de ellas o varias, vigilémoslas.
Veamos qué hacen.
– Y nada demuestra que pueda ser alguien de esa lista -intervino Jack-. Parece como si ellos, quienesquiera que sean, confiaran en la variedad, en los rostros nuevos.
– Alertaré a nuestros agentes de paisano -dijo Melba-, pero quizá quieran ustedes también mezclarse con los pasajeros.
Los cinco minutos habían transcurrido y los pasajeros de primera clase y de clase turista se apelotonaban ya para ser los primeros en la fila del control de pasaportes. David, Hulan, Jack y Peter se alejaron hacia el centro de la sala. Intentando pasar desapercibido, Peter se alejó con la intención de averiguar por qué cinta transportadora llegarían los equipajes del vuelo de Pekín.
Poco a poco los viajeros pasaron el control de pasaportes y entraron en la zona de equipajes. Los pasajeros de primera clase parecían increíblemente frescos tras una noche completa de sueño. El resto parecía no haber dormido en un año. Melba se acercó para susurrar que Hu Qichen, una de las personas que aparecía tres veces en la lista, había llegado en aquel vuelo. Se lo señaló discretamente a David y luego se lo notificó a los demás. David se mantuvo a una distancia prudencial de Hu Qichen, que vestía traje gris de poliéster y chaleco azul marino de punto. Tenía el rostro redondo y una negra mata de pelo. Al igual que la mayoría de los demás viajeros, Hu Qichen llevaba una bolsa de mano, un abrigo y una bolsa de plástico con regalos.
David escudriñó la multitud buscando a Hulan. La divisó al otro lado de la cinta transportadora cerca de un chino que sujetaba dos bolsas de plástico entre los pies. Hulan pasó junto a él, volvió, se inclinó y le dijo algo.
De repente los acontecimientos se precipitaron. El chino miró rápidamente a uno y otro lado. Al ver que uno de los agentes uniformados daba unos cuantos pasos hacia él, se marchó de repente, tropezando casi con sus propias bolsas, y se lanzó por entre los demás pasajeros.
– ¡Deténganlo! -gritó Hulan.
Algunos pasajeros se agacharon instintivamente, otros despejaron el camino. David vio que dos agentes aferraban a Hu Qichen. El otro chino corría de vuelta hacia el control de pasaportes. David echó a correr tras él.
El chino derribó a una mujer que vestía un traje pantalón amarillo y se hallaba junto a una de las cabinas de inmigración. David saltó por encima de la mujer tendida en el suelo y gritó:
– ¡Consigan ayuda, por lo que más quieran! -Pero todos parecían demasiado aturdidos para moverse.
El fugitivo corrió por un pasillo y subió un tramo de escaleras. Cuando parecía que David iba a darle alcance, llegó a una doble puerta, la abrió de un empujón y desapareció. David la traspasó a su vez y de repente se encontró en una pista del aeropuerto bajo el vientre de un 747. El ruido de los motores era ensordecedor.
Se detuvo un momento para orientarse, buscando desesperadamente al fugitivo o a los guardias de seguridad. Vio un camión de combustible alejándose y varios mozos arrojando maletas una cinta transportadora que conducía al gigantesco avión. Tapándose los oídos con las manos, David dio unos cuantos pasos. Uno de los mozos lo vio y empezó a dar gritos, pero David no oyó una sola palabra. Se dirigió apresuradamente hacia unas puertas que había más allá del avión. El chino corría junto a la pista, de un ala a otra de la terminal. David echó a correr. Por fin alcanzó al hombre y, al ponerle las manos encima, ambos perdieron el equilibrio y cayeron. Por un momento, permanecieron inmóviles, jadeando, intentando recobrar el aliento. Luego el hombre empezó a debatirse. David no había golpeado jamás a nadie y no quería empezar, de modo que intentó sujetarle los brazos.