Corazon Congelado
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«Durante mi infancia mis aspiraciones eran sencillas: quer?a ser una princesa intergal?ctica.»
La cazarrecompensas Stephanie Plum tiene una misi?n bastante simple: todo lo que tiene que hacer es llevar a los tribunales a un viejecito sordo, casi ciego y con problemas de pr?stata, acusado de contrabando de cigarrillos. ?Es culpa suya si se le escurre continuamente de entre las manos?
Las cosas se complicar?n todav?a m?s despu?s de que dos de sus amigos desaparezcan misteriosamente tras ser atacados por una jubilada enloquecida y de que su perfecta hermana Valerie le pida consejos sobre c?mo hacerse lesbiana.
Quiz? la vida de Stephanie ser?a m?s f?cil ?y menos divertida? si no estuviera tratando de huir de su propia boda, si su abuela no se empe?ara en acompa?arla en una Harley Davidson y, por supuesto, si el incre?blemente sexy Ranger no le ofreciera su ayuda a cambio de una perfecta noche de pasi?n…
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Abrí la puerta, encendí la luz y bajé el primer escalón.
Ella estaba algunos pasos detrás de mí.
– No tan deprisa -dijo-. Voy a bajar contigo.
Bajamos las escaleras juntas, despacito, con cuidado de no tropezarnos. Recorrí el sótano y me hice con una sierra eléctrica que tenía DeChooch en el banco de trabajo. Las mujeres quieren tener niños. Los hombres quieren tener herramientas eléctricas.
– Vamos arriba -dijo ella, nerviosa por estar en el sótano y deseando salir de allí.
Volví a subir las escaleras lentamente, arrastrando los pies, sintiéndola intranquila detrás de mí. Notaba la pistola contra mi espalda. Estaba demasiado cerca. Quería salir del sótano a toda costa. Llegué a lo más alto de la escalera y me di la vuelta, atizándola con la sierra en medio del pecho.
Lanzó una pequeña exclamación, soltó un disparo a lo loco y cayó rodando por las escaleras. No me quedé para ver las consecuencias. Salí por la puerta, la cerré por fuera y salí corriendo de la casa. Crucé corriendo la puerta principal que tan descuidadamente había dejado abierta cuando seguí a DeChooch al interior de la casa.
Llamé con los puños a la puerta de Angela Marguchi, gritándole que me abriera. La puerta se abrió y casi arrollo a Angela con mi prisa por entrar.
– Cierre la puerta -dije-. Cierre todas las puertas y tráigame la escopeta de su madre.
Luego corrí hacia el teléfono y marqué el 911.
La policía llegó antes de que hubiera recuperado el control suficiente para regresar a la casa. No tenía sentido entrar en la casa mientras las manos me temblaban tanto que no podía sujetar un arma.
Dos polis de uniforme entraron en la mitad de DeChooch y unos minutos más tarde les dieron a los enfermeros de la ambulancia la señal de «todo en orden» para que entraran. Sophia seguía en el sótano. Se había fracturado una cadera y probablemente tenía algunas costillas rotas. Lo de las costillas rotas me pareció escalofriantemente sarcástico.
Seguí al equipo de urgencias y me quedé helada cuando llegamos a la cocina. DeChooch no estaba en el suelo.
El primero de los de uniforme era Billy Kwiatkovsky.
– ¿Dónde está DeChooch? -le pregunté-. Le dejé en el suelo, junto a la mesa.
– Cuando entramos la cocina estaba vacía -dijo él.
Ambos miramos el reguero de sangre que llevaba hasta la puerta de atrás. Kwiatkovsky encendió su linterna y se adentró en el jardín. Regresó unos instantes después.
– Es difícil seguir el rastro de la sangre entre la hierba y de noche, pero hay un poco de sangre en el callejón, cerca del garaje. A mí me parece que tenía un coche y que se ha ido en él.
Increíble. Increíble, joder. Aquel hombre era como una cucaracha… encendías la luz y desaparecía.
Hice mi declaración y me largué. Estaba preocupada por la abuela. Quería asegurarme de que estaba en casa y a buen recaudo. Y quería sentarme en la cocina de mi madre. Y más que nada, quería una magdalena.
Cuando llegué a casa de mis padres todas las luces estaban encendidas. Todo el mundo estaba en el salón viendo las noticias. Y si conocía a mi familia, todos esperaban a Valerie.
La abuela saltó del sofá al verme entrar.
– ¿le has atrapado? ¿Has atrapado a DeChooch?
Negue con la cabeza.
– Se escapó -no me apetecía dar una explicación detallada.
– Es duro de roer -dijo la abuela, hundiéndose de nuevo en el sofá.
Me fui a la cocina a por una magdalena. Oí abrirse la puerta principal y volver a cerrarse, y Valerie entró en la cocina y se derrumbó en una silla. Llevaba el pelo pegado con fijador a los lados y algo levantado por delante. Transformista lesbiana rubia imita a Elvis.
Puse el plato de magdalenas delante de ella y me senté.
– Bueno, ¿qué tal tu cita?
– Un desastre. No es mi tipo.
– ¿Cuál es tu tipo?
– Al parecer, las mujeres no -le quitó el papel a una magdalena de chocolate-. Janeane me besó y no sentí nada. Luego me volvió a besar, esta vez de forma más… apasionada.
– ¿Cómo de apasionada?
Valerie se puso colorada.
– ¡Con lengua!
– ¿Y?
– Raro. Fue muy raro.
– ¿O sea que no eres lesbiana?
– Eso diría yo.
– Oye, lo has intentado. Quien no arriesga no gana -dije.
– Pensé que podía ser un gusto adquirido. Como los espárragos. ¿te acuerdas que de pequeña los odiaba? Y ahora me encantan los espárragos.
– Puede que necesites insistir más. Tardaste veinte años en que te gustaran los espárragos.
Valerie lo pensó mientras se comía la magdalena.
La abuela entró en la cocina.
– ¿Qué pasa aquí? ¿Qué me estoy perdiendo?
– Estamos comiendo magdalenas -dije.
La abuela cogió una magdalena y se sentó.
– ¿Has montado ya en la moto de Stephanie? -le preguntó a Valerie-. Yo he montado esta noche y me ha hecho titilar mis partes.
Valerie casi se atraganta con la magdalena.
– A lo mejor te conviene dejar de ser lesbiana y comprarte una Harley -le dije yo.
Entonces entró mi madre. Miró la bandeja de magdalenas y suspiró.
– Se suponía que eran para las niñas.
– Nosotras somos niñas -dijo la abuela.
Mi madre se sentó y pilló una magdalena. Eligió una de las de vainilla con anises de colorines. Todas nos quedamos mirándola alucinadas. Mi madre casi nunca comía una magdalena entera con anises. Siempre comía las sobras y las estropeadas. Comía las galletas rotas y las tortitas quemadas por los lados.
– Increíble -le dije-, te estás comiendo una magdalena entera.
– Me la merezco -dijo mi madre.
– Seguro que has estado viendo a Oprah otra vez -le dijo la abuela-. Siempre te lo noto cuando ves a Oprah.
Mi madre jugueteó con el papel.
– Y hay otra cosa…
Todas dejamos de comer y observamos a mi madre.
– Voy a volver a estudiar -dijo-. Me he presentado a la Universidad Estatal de Trenton y acabo de recibir la noticia de que me han aceptado. Voy a ir a tiempo parcial. Tienen clases nocturnas.
Solté un suspiro de alivio. Temía que fuera a comunicarnos que se iba a hacer un piercing en la lengua o un tatuaje. O quizás que se iba de casa para enrolarse en un circo.
– Es genial -dije-. ¿Qué vas a estudiar?
– De momento es general -dijo mi madre-. Pero algún día me gustaría ser enfermera. Siempre he pensado que sería una buena enfermera.
Eran casi las doce cuando volví al apartamento. El subidón de adrenalina se me había pasado y lo había reemplazado el agotamiento. Estaba llena de magdalenas y leche, y estaba lista para meterme en la cama y dormir una semana. Subí en el ascensor y cuando las puertas se abrieron en mi piso y salí de él me quedé de una pieza, sin creer lo que veía. Al final del pasillo, frente a mi puerta, estaba sentado Eddie DeChooch.
Llevaba una toalla sujeta a la cabeza con un cinturón, con la hebilla firmemente instalada en la sien. Levantó la mirada cuando me dirigí a él, pero no se levantó, ni sonrió, ni me disparó, ni me dijo hola. Se quedó sentado, mirándome.
– Debes de tener un dolor de cabeza increíble.
– No me vendría mal una aspirina.
– ¿Por qué no has entrado? Todos los demás lo hacen.
– No tengo herramientas. Hacen falta herramientas para eso.
Le ayudé a levantarse y a entrar en el apartamento. Le senté en el cómodo sillón de la sala y le acerqué la botella de licor casero que la abuela había escondido en el armario una noche que se quedó a dormir.
DeChooch se bebió tres dedos y recuperó un poco el color de la cara.
– Dios, creía que me ibas a trinchar como el pollo del domingo.
– Estuvo cerca. ¿Cuándo recuperaste la conciencia?
– Cuando estabais diciendo lo de abrir las costillas. Jesús. Sólo de pensarlo se me arrugan las pelotas -le dio otro meneo a la botella-. Me largué en cuanto bajasteis al sótano.
Tuve que sonreír. Salí de la cocina tan deprisa que ni siquiera me había dado cuenta de que DeChooch ya no estaba allí.
– ¿Y ahora qué pasa?
Se repantingó en el sillón.
– Llevo mucho tiempo corriendo. Iba a huir, pero me duele la cabeza. El tiro me ha arrancado la mitad de la oreja. Y estoy cansado. Joder si estoy cansado. Pero ¿sabes una cosa? Ya no estoy tan deprimido. Así que he pensado, qué demonios, a ver qué es capaz de hacer mi abogado por mí.
– Quieres que te entregue.
DeChooch abrió los ojos.
– ¡Demonios, no! Quiero que me entregue Ranger. Pero no sé cómo ponerme en contacto con él.
– Después de todo lo que he pasado, al menos me merezco la medalla.
– Oye, ¿y yo qué? ¡Sólo me queda media oreja!
Solté un largo suspiro y llamé a Ranger.
– Necesito ayuda -le dije-. Pero es un poco extraño.
– Siempre lo es.
– Estoy con Eddie DeChooch y no quiere que le entregue una chica.
Oí a Ranger reír suavemente al otro lado.
– No tiene gracia.
– Es perfecto.
– Bueno, ¿me vas a ayudar o no?
– ¿Dónde estás?
– En mi apartamento.
Ésta no era la clase de ayuda que yo había solicitado y me parecía que el trato no debía mantenerse. Pero con Ranger una nunca sabe. Por otra parte, ni siquiera estaba muy segura de que hubiera dicho en serio lo del precio por la ayuda.
Ranger estaba en la puerta veinte minutos más tarde. Iba vestido con un mono negro y un cinturón de faena completamente pertrechado. Sólo Dios sabe de dónde lo habría sacado.
Me miró y sonrió.
– ¿Rubia?
– Fue uno de esos impulsos míos.
– ¿Alguna sorpresa más?
– Ninguna que te quiera contar por ahora.
Entró en el apartamento y levantó una ceja al ver a DeChooch.
– Yo no he sido -dije.
– ¿Es muy grave?
– Sobreviviré -dijo DeChooch-, pero duele del demonio.
– Sophia se presentó y le arrancó la oreja de un tiro -le expliqué a Ranger.
– ¿Y dónde está ahora?
– Bajo custodia policial.
Ranger le pasó un brazo por debajo a DeChooch y le levantó.
– Tengo a Tank ahí fuera, en el SUV Vamos a llevar a DeChooch a urgencias y les pediremos que le ingresen esta noche. Estará más cómodo allí que en el calabozo. Pueden ponerle vigilancia en el hospital.
DeChooch había sido muy listo en pedir a Ranger. Ranger tenía medios para lograr lo imposible.
Cerré la puerta detrás de Ranger y eché el cerrojo. Encendí la televisión y paseé por todos los canales. No había ni lucha ni hockey. Ni ninguna película interesante. Cincuenta y ocho canales y nada que ver.