Corazon Congelado
Corazon Congelado читать книгу онлайн
«Durante mi infancia mis aspiraciones eran sencillas: quer?a ser una princesa intergal?ctica.»
La cazarrecompensas Stephanie Plum tiene una misi?n bastante simple: todo lo que tiene que hacer es llevar a los tribunales a un viejecito sordo, casi ciego y con problemas de pr?stata, acusado de contrabando de cigarrillos. ?Es culpa suya si se le escurre continuamente de entre las manos?
Las cosas se complicar?n todav?a m?s despu?s de que dos de sus amigos desaparezcan misteriosamente tras ser atacados por una jubilada enloquecida y de que su perfecta hermana Valerie le pida consejos sobre c?mo hacerse lesbiana.
Quiz? la vida de Stephanie ser?a m?s f?cil ?y menos divertida? si no estuviera tratando de huir de su propia boda, si su abuela no se empe?ara en acompa?arla en una Harley Davidson y, por supuesto, si el incre?blemente sexy Ranger no le ofreciera su ayuda a cambio de una perfecta noche de pasi?n…
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Le sonreí.
– Es fácil hablar conmigo -y, además, tenía el aliento cargado de alcohol. DeChooch estaba bebiendo mucho-. Y ya que estamos hablando, ¿por qué no me cuentas lo de Loretta Ricci?
– Caray, aquello sí que fue tremendo. Vino a traerme una de esas Comidas Sobre Ruedas y no paraba de meterme mano. Yo no dejaba de decirle que ya no estaba para esas cosas, pero no me hacía caso. Ella decía que podía conseguir que cualquiera… ya sabes, pudiera. Así que pensé, qué demonios, no tengo nada que perder, ¿no? Y un momento después está ahí abajo, y teniendo bastante suerte. Y de repente, cuando creo que todo va a salir bien, se desploma y se muere. Supongo que le dio un infarto por el esfuerzo que estaba haciendo. Intenté reanimarla, pero estaba muerta del todo. Me dio tanta rabia que le pegué un tiro.
– Te vendría bien un cursillo de control de la ira -dije.
– Ya, mucha gente me lo dice.
– No había sangre por ningún sitio. Ni agujeros de bala.
– ¿Qué crees que soy, un aficionado? -la cara se le contrajo y una lágrima le recorrió la mejilla-. Estoy muy deprimido -dijo.
– Sé una cosa que estoy segura de que te va a animar.
Me miró como si no me creyera.
– ¿Te acuerdas del corazón de Louie?
– Sí.
– No era su corazón.
– ¿Me estas tomando el pelos?
– Lo juro por Dios
– ¿De quién era?
– Era el corazón de un cerdo. Lo compré en una carnicería.
DeChooch sonrió.
– ¿Le enterraron con el corazón de un cerdo?
Asentí con la cabeza.
Él empezó a reír ligeramente.
– Y ¿dónde está el corazón de Louie?
– Se lo comió un perro.
DeChooch soltó una carcajada. Se rió hasta que le dio un ataque de tos. Cuando consiguió recuperar el control y paró de reír y de toser se miró.
– Jesús, tengo una erección.
Los hombres tienen erecciones en los momentos más insólitos.
– Mírala -dijo-. ¡Mírala! Es una belleza. Está dura como una piedra.
Le eché un vistazo. Era una erección más que decente.
– Quién lo hubiera imaginado -dije-. Fíjate.
DeChooch estaba radiante.
– Supongo que no soy tan viejo después de todo.
Va a ir a la cárcel. No ve. No oye. No tarda menos de quince minutos en hacer pis. Pero tiene una erección y todos los demás problemas carecen de importancia. La próxima vez voy a ser hombre. Tienen las prioridades muy claramente definidas. Su vida es muy sencilla.
El frigorífico de DeChooch captó mi atención.
– ¿No te llevarías por casualidad un asado del frigorífico de Dougie?
– Sí. Al principio creí que era el corazón. Estaba envuelto en plástico y la cocina estaba a oscuras. Pero enseguida me di cuenta de que era demasiado grande y cuando lo miré más de cerca vi que era una pieza de carne para asar. Pensé que no la echarían de menos y que sería agradable hacerme un asado. Pero nunca llegué a cocinarlo.
– Odio sacar este tema -le dije a DeChooch-, pero tendrías que dejarme que te arreste.
– No puedo hacerlo -dijo él-. Piénsalo. Cómo quedaría… Eddie DeChooch arrestado por una chica.
– Pasa continuamente.
– En mi profesión no. No sobreviviría. Caería en desgracia. Soy un hombre. Necesito que me arreste alguien duro, como Ranger.
– No. Ranger no puede ser. No está disponible. No se encuentra bien.
– Bueno, pues eso es lo que quiero. Quiero que sea Ranger. Si no es él no voy a ceder.
– Me gustabas más antes de que tuvieras la erección.
DeChooch sonrió.
– Sí, cabalgo de nuevo, nena.
– ¿Y si te entregas tú solo?
– Los tipos como yo no se entregan. Quizá lo hagan los jóvenes. Pero mi generación tiene normas. Tenemos un código -su pistola había estado todo el tiempo encima de la mesa, delante de él. La agarró y amartilló una bala-. ¿Quieres ser responsable de mi suicidio?
Ay, madre.
En el salón había una lámpara de mesa encendida y en la cocina estaba dada la luz del techo. El resto de la casa estaba a oscuras. DeChooch se sentaba de espaldas a la puerta que daba al comedor oscuro. Como un fantasma de horrores pasados, con apenas unos jirones encima, Sophia apareció en el umbral. Allí se quedó por un momento, balanceándose levemente, y pensé que realmente era una aparición, una quimera de mi imaginación sobreexcitada. Llevaba una pistola a la altura de la cintura. Me miro fijamente, apuntó y antes de que yo pudiera reaccionar, disparo. ¡PAM!
La pistola de DeChooch voló de su mano, de su sien brotó la sangre y cayó al suelo.
Alguien gritó. Creo que fui yo.
Sophia se rió suavemente, con las pupilas del tamaño de un alfiler.
– Os he sorprendido a los dos, ¿eh? Os he estado observando por la ventana, a DeChooch y a ti comiendo galletas.
No dije nada. Temía que si intentaba hablar tartamudearía y farfullaría, o a lo mejor sólo me saldrían sonidos guturales ininteligibles.
– Hoy han enterrado a Louie -dijo Sophia-. No he podido estar a su lado por tu culpa. Lo has fastidiado todo. Tú y Choochy. Él fue quien lo empezó todo y va a pagar por ello. No podía ocuparme de él hasta que devolviera el corazón, pero ya ha llegado su hora. Ojo por ojo -más risa floja-. Y tú vas a ser quien me ayude. Si haces un trabajo lo bastante bueno, puede que te deje marcharte. ¿Te gustaría?
Creo que es posible que asintiera, pero no estoy muy segura. Nunca me dejaría marcharme. Las dos lo sabíamos.
– Ojo por ojo -repitió Sophia-. Es la palabra de Dios.
El estómago se me revolvió.
Ella sonrió.
– Veo por tu expresión que sabes lo que hay que hacer. Es la única manera, ¿no? Si no lo hacemos estaremos malditas para siempre, condenadas para siempre.
– Usted necesita un médico -susurré-. Ha sufrido demasiada tensión nerviosa. No tiene la cabeza en condiciones.
– ¿Y tú qué sabes de tener la cabeza en condiciones? ¿Hablas tú con Dios? ¿Te guía su palabra?
Me quedé mirándola fijamente, sintiendo el pulso latir en la garganta y en las sienes.
– Yo hablo con Dios -dijo-. Hago lo que Él me dice que haga. Soy su instrumento.
– Vale, de acuerdo. Pero Dios es un buen tipo -dije-. No quiere que se hagan cosas malas.
– Yo hago lo correcto -dijo Sophia-. Acabo con la maldad en su origen. Mi alma es la de un ángel vengador.
– ¿Cómo lo sabe?
– Dios me lo ha dicho.
Una terrible idea nueva surgió en mi cabeza.
– ¿Louie sabía que usted hablaba con Dios? ¿Que era su instrumento?
Sophia se quedó paralizada.
– Aquel cuarto del sótano… la habitación de cemento donde encerró a El Porreta y a Dougie, ¿Louie la encerró alguna vez en ella?
La pistola le temblaba en la mano y los ojos le destelleaban bajo la luz.
– Siempre es difícil para los creyentes. Para los mártires. Para los santos. Estás intentando distraerme, pero no te va a dar resultado. Sé lo que debo hacer. Y tú me vas a ayudar. Quiero que te arrodilles y le desabroches la camisa.
– ¡De ninguna manera!
– Vas a hacerlo. Hazlo o te pego un tiro. Primero en un pie y luego en el otro. Y luego otro tiro en la rodilla. Y seguiré disparándote hasta que hagas lo que te digo o mueras.
Me apuntó y supe que hablaba en serio. Me dispararía sin pensárselo dos veces. Y seguiría haciéndolo hasta matarme. Me levanté, apoyándome en la mesa para no caerme. Fui hasta DeChooch caminando con las piernas rígidas y me arrodillé a su lado.
– Hazlo -dijo-. Desabrochale la camisa.
Le puse las manos sobre el pecho y sentí la tibieza de su cuerpo, y una leve inspiración.
– ¡Aún está vivo!
– Mejor todavía -dijo Sophia.
Tuve un estremecimiento incontrolable y empecé a desabrocharle la camisa. Botón por botón. Lentamente. Ganando tiempo. Con dedos torpes y descontrolados. Apenas capaces de realizar la tarea.
Cuando acabé de desabrocharle la camisa Sophia buscó detrás de ella y sacó un cuchillo de carnicero del bloque de madera que había sobre la encimera. Lo tiró al suelo, al lado de DeChooch y dijo:
– Córtale la camiseta.
Agarré el cuchillo y sentí su peso. Si aquello fuera la televisión, en un hábil movimiento le habría clavado el cuchillo a Sophia. Pero era la vida real, y no tenía ni idea de cómo lanzar un cuchillo o de cómo moverme lo bastante rápido para esquivar una bala.
Acerqué el cuchillo a la camiseta blanca. Mi cabeza daba vueltas. Las manos me temblaban y me corría sudor por las axilas y el cuero cabelludo. Hice una primera incisión y, a continuación, rasgué la camiseta todo a lo largo, exponiendo el esquelético pecho de DeChooch. Mi pecho lo sentía ardiendo y dolorosamente rígido.
– Ahora sácale el corazón -dijo Sophia con voz tranquila y estable.
Levanté la mirada y vi que su cara estaba serena… salvo por aquellos ojos aterradores. Se la veía convencida de estar haciendo lo que debía. Probablemente, mientras yo me arrodillaba junto a DeChooch, oía voces dentro de su cabeza que así se lo aseguraban.
Algo goteó sobre el pecho de DeChooch. O estaba babeando o se me caían los mocos. Estaba demasiado asustada para saber de qué se trataba.
– No sé hacerlo -dije-. No sé cómo llegar al corazón.
– Ya encontrarás el camino.
– No puedo.
– ¡Hazlo!
Negué con la cabeza.
– ¿Te gustaría rezar antes de morir?
– Aquel cuarto del sótano… ¿la metía allí a menudo? ¿Rezaba usted allí dentro?
La serenidad la abandonó.
– Decía que yo estaba loca, pero era él quien estaba loco. Él no tenía fe. A él Dios no le hablaba.
– No debería haberla encerrado en el sótano -dije, sintiendo un acceso de ira contra el hombre que encerraba a su esposa esquizofrénica en una celda de cemento, en vez de proporcionarle atención médica.
– Ha llegado la hora -dijo Sophia levantando la pistola hacia mí.
Miré a DeChooch preguntándome si sería capaz de matarle para salvar mi vida. ¿Cómo era de fuerte mi instinto de supervivencia? Desvié la mirada hacia la puerta del sótano.
– Tengo una idea. DeChooch tiene algunas herramientas mecánicas en el sótano. A lo mejor puedo abrirle las costillas con una sierra eléctrica.
– Eso es ridículo.
– No -dije levantándome de un salto-. Eso es exactamente lo que necesito. Lo vi en la televisión. En uno de esos programas de medicina. Ahora vuelvo.
– ¡Quieta!
Ya estaba junto a la puerta del sótano.
– Sólo tardaré un minuto.