El Conocimiento Silencioso
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" La brujer?a -dice don Juan, sabio maestro de Carlos Castaneda – es un estado de conciencia… Existe un poder escondido dentro de nuestro ser que se puede alcanzar… Una vez que lo alcanzamos, empezamos a ver, es decir, a percibir algo m?s. Y despu?s comenzamos a saber de una manera directa, sin tener que usar palabras… Es una percepci?n acrecentada, un conocimiento silencioso".
Este brillante destello de conocimiento ilumina los rec?nditos parajes de la mente humana. La brujer?a y la magia se revelan as? como met?foras de la necesidad del hombre de comprenderse a s? mismo.
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Don Juan observó que no hacía falta ser estudiante de brujería para mover el punto de encaje. A veces, debido a circunstancias dramáticas, si bien naturales, tales como las privaciones, la tensión nerviosa, la fatiga, el dolor, el punto de encaje sufre profundos movimientos. Si los hombres que se encuentran en tales circunstancias lograran adoptar la impecabilidad como norma y llenar los requisitos del intento, podrían, sin ninguna dificultad, aprovechar al máximo ese movimiento natural. De ese modo, buscarían y hallarían cosas extraordinarias, en vez de hacer lo que hacen en tales circunstancias: ansiar el retorno a la normalidad.
– Cuando se lleva al máximo el movimiento del punto de encaje -prosiguió-, tanto el hombre común y corriente como el aprendiz de brujería se convierten en brujos, porque, llevando al máximo ese movimiento, la continuidad de la vida diaria se rompe sin remedio.
– ¿Cómo se lleva al máximo ese movimiento? -pregunté.
– Con la impecabilidad -respondió-. La verdadera dificultad no está en mover el punto de encaje ni en romper la continuidad. La verdadera dificultad está en tener energía. Si se tiene energía, una vez que el punto de encaje se mueve, cosas inconcebibles están al alcance de la mano.
Don Juan explicó que el aprieto del hombre moderno es que intuye sus recursos ocultos, pero no se atreve a usarlos. Por eso dicen los brujos que el mal del hombre es el contrapunto entre su estupidez y su ignorancia. Dijo que el hombre necesita ahora, más que nunca, aprender nuevas ideas, que se relacionen exclusivamente con su mundo interior; ideas de brujo, no ideas sociales; ideas relativas al hombre frente a lo desconocido, frente a su muerte personal. Ahora, más que nunca, necesita el hombre aprender acerca de la impecabilidad y los secretos del punto de encaje.
Dejó de hablar y pareció sumirse en sus pensamientos. Su cuerpo entró en un estado de rigidez que yo había visto cada vez que se involucraba en lo que yo caracterizaba como estados de contemplación, pero que él describía como momentos en los que su punto de encaje se movía, permitiéndole acordarse.
– Voy a contarte ahora la historia del boleto para ir a la impecabilidad -dijo de pronto, tras unos treinta minutos de silencio total-. Voy a contarte la historia de mi muerte.
"Huyendo de ese espantoso monstruo -prosiguió don Juan-, me refugié en la casa del nagual Julián por casi tres años. Incontables cosas me pasaron durante ese tiempo, pero yo no las tomaba en cuenta. Estaba convencido de que, en esos tres años, no había hecho nada más que esconderme, temblar de miedo y trabajar como un burro.
Don Juan dijo que estaba cargado con tres años de increíbles acontecimientos, de los cuales, al igual que yo, ni siquiera se acordaba.
Por eso le parecía muy natural jurar que en esa casa no aprendió nada ni siquiera remotamente relacionado con la brujería. En lo que a él le concernía, nadie en esa casa conocía ni practicaba la brujería.
Un día, sin embargo, se sorprendió a sí mismo caminando, sin ninguna premeditación, hacia la línea invisible que mantenía a raya al monstruo. El hombre monstruoso estaba vigilando la casa, como de costumbre; pero aquel día, en vez de volverse atrás y correr en busca de refugio dentro de la casa, don Juan siguió caminando. Una inusitada oleada de energía lo hacía avanzar sin preocuparse por su seguridad.
Una sensación de abandono y frialdad totales le permitió enfrentarse con el enemigo que lo había aterrorizado por tantos años. Don Juan esperaba que se avalanzara sobre él y lo aferrara por el cuello. Lo extraño era que esa idea ya no le provocaba terror. Desde una distancia de pocos centímetros, miró fijamente a su monstruoso enemigo y luego lleno de audacia traspasó la línea. El monstruo no lo atacó, como él siempre había temido, sino que se tornó en algo borroso. Perdió su contorno y se convirtió en una bruma blanquecina, un jirón de niebla apenas perceptible.
Don Juan avanzó hacia la niebla y ésta retrocedió, como con miedo. La persiguió por los campos hasta que se esfumó por completo. Comprendió entonces que el monstruo nunca había existido. Sin embargo no podía explicar a qué le había tenido tanto miedo. Tenía la vaga sensación de que sabía exactamente qué era el monstruo, pero algo le impedía pensar en ello. De inmediato se le vino la idea de que ese pícaro del nagual Julián sabía la verdad. A don Juan no le extrañaba que el nagual Julián le jugara ese tipo de treta.
Antes de enfrentarse a él, don Juan se dio el placer de caminar sin escolta por toda la hacienda. Hasta entonces nunca había podido hacerlo. Cada vez que necesitaba aventurarse más allá de esa línea invisible, lo había escoltado alguien de la casa, lo cual restringía mucho su movilidad. En las dos o tres veces que trató de salir sin escolta descubrió que corría riesgo de ser aniquilado por el extraño monstruo.
Repleto de un extraño vigor, don Juan entró en la casa, pero en vez de celebrar su libertad y su poder, reunió a todos los miembros de la casa y les exigió, furioso, que explicaran sus mentiras. Los acusó de haberlo hecho trabajar como un esclavo aprovechándose de su terror a un monstruo inexistente.
Las mujeres rieron como si les estuviera contando el chiste más divertido del mundo. Sólo el nagual Julián parecía arrepentido, sobre todo cuando don Juan, con la voz entrecortada por el resentimiento, describió sus tres años de miedo constante. El nagual Julián se deshizo en lágrimas cuando don Juan exigió una disculpa por el modo vergonzoso en que había sido explotado.
– Pero, nosotros te dijimos que el monstruo no existía -observó una de las mujeres.
Don Juan fulminó al nagual Julián con la mirada y él inclinó la cabeza dócilmente.
– El sabía que el monstruo existía -gritó don Juan, señalando al nagual con un dedo acusador.
Pero al mismo tiempo comprendió que estaba diciendo tonterías, pues en principio su queja era que el monstruo no existía.
– El monstruo no existe -se corrigió, y temblando de ira acusó al nagual-. Fue uno de sus pinches trucos.
El nagual Julián, llorando sin poder dominarse, se disculpó ante don Juan, mientras las mujeres se reían como locas. Don Juan nunca las había visto divertirse tanto.
– Te he mentido, por cierto -murmuró-. Nunca hubo monstruo alguno. Lo que veías como un monstruo era, simplemente, una oleada de energía. Tu miedo lo convirtió en una monstruosidad.
– Usted dijo que ese monstruo iba a devorarme. ¿Cómo pudo usted mentirme así? -le gritó don Juan.
– El ser devorado por el monstruo era algo simbólico -replicó el nagual Julián, en voz baja-. El verdadero monstruo es tu estupidez. Ahora mismo estás en peligro mortal de ser devorado por ese monstruo.
Don Juan gritó que no tenía por que soportar las idioteces de nadie. E insistió que le dijeran claramente que estaba en perfecta libertad de partir.
– Puedes irte cuando quieras -dijo secamente el nagual.
– ¿Eso quiere decir que me puedo ir ahora mismo? -preguntó don Juan.
– ¿Quieres irte? -le preguntó el nagual.
– Por supuesto que quiero irme de este pinche lugar y del montón de pinches mentirosos que viven aquí -gritó don Juan.
El nagual Julián ordenó que entregaran a don Juan la totalidad de sus ahorros y, con ojos brillantes, le deseó felicidad, prosperidad y sabiduría.
Las mujeres no quisieron decirle adiós. Lo miraron fijamente hasta hacerle bajar la cabeza para huir del fulgor de sus ojos ardientes.
Don Juan guardó el dinero en el bolsillo, y sin echar una mirada atrás, salió de la casa, feliz de saber que su tormento había terminado. El mundo era un enigma para él. Lo deseaba fervorosamente. Dentro de esa casa había estado aislado de todo. Era joven y fuerte. Tenía dinero en el bolsillo y sed de vivir.
Se marchó sin dar las gracias. Su ira, embotellada por su miedo por tanto tiempo, al fin pudo salir a la superficie. Hasta había aprendido a querer a esa gente. Y ahora se sentía traicionado. Quería huir de ese lugar tan lejos como pudiera.