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Viaje A Ixtlan

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Viaje A Ixtlan
Название: Viaje A Ixtlan
Автор: Castaneda Carlos
Дата добавления: 16 январь 2020
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Viaje A Ixtlan - читать бесплатно онлайн , автор Castaneda Carlos

Este es el tercer libro de la serie de las Ense?anzas de don Juan -y seg?n muchos de sus lectores, el mejor de la colecci?n. Fue escrito por el autor para presentar su tesis doctoral en la universidad de UCLA, y con ?l obtuvo el doctorado, al mismo tiempo que un enorme reconocimiento popular tras su publicaci?n. Este ?xito catapult? sus anteriores obras, as? como las que estaban por venir, a una popularidad sin precedentes, de tal forma que los libros de Castaneda podr?an considerarse como uno de los iconos culturales del siglo XX. Emplazados en el plano de la realidad m?gica -entre las ense?anzas y la alegor?a-, y haciendo gala de una enorme habilidad para la narraci?n, los libros de esta serie han cautivado a toda una generaci?n de personas que buscaban una renovaci?n de ense?anzas espirituales, y que quedaron fascinadas por el acopio de sagaces conversaciones que brotaban del encuentro entre un joven antrop?logo deseoso de conocer las plantas visionarias, y un enigm?tico indio yaqui -la fuente de los desvelos de Castaneda-.

Es por el ?nimo de formar parte de una tesis doctoral que Viaje a Ixtl?n retoma el encuentro entre el autor y don Juan desde su inicio, pero con la suficiente habilidad como para contar nuevas historias y ver lo sucedido desde un distinto ?ngulo, hecho que convierte el libro en perfectamente v?lido para las personas que conozcan las anteriores entregas de la serie. Esto, unido a la amenidad de los relatos y la excepcional capacidad del autor para describir situaciones y adentrarse en estados de ?nimo propios y ajenos, convierten este libro en uno de los relatos m?s atractivos de la literatura espiritual y popular de los ?ltimos tiempos. De hecho, una de las caracter?sticas de estos libros es la facilidad con la que el lector se identifica con el personaje encarnado por el autor, participando de las ense?anzas y contrastando sus estados de ?nimo con lo que va aconteciendo en los libros.

En relaci?n a las plantas maestras -como el peyote o el honguito-, Castaneda inicia en este libro un suave distanciamiento, reconociendo en la introducci?n que Don Juan le hab?a contado que los alucin?genos eran s?lo uno de los posibles caminos para adentrarse en el arte de percibir la realidad desde un ?ngulo distinto al habitual. As?, las ense?anzas expuestas en este volumen cuentan con menos relaciones de viajes enteog?nicos, y toman un sendero m?s po?tico y espiritual, con la narraci?n de un di?logo m?s completo entre alumno y maestro. As?, en estas conversaciones, nos enfrentamos al camino y a la m?stica del guerrero, y a la estrategia del cazador -el ser humano que vive sin rutinas, imprevisible para las acepciones de los dem?s, fluyendo con el momento (hay quien ha querido ver en esto paralelismos con las ense?anzas orientales del zen, y de hecho existe un libro que analiza estas similitudes). El cenit de estas ense?anzas es el arte de parar el mundo, que le conduce nuestro autor a Ixtl?n: un aprendizaje para concebir el acontecer como una emanaci?n de esp?ritu y no como un juego de la materia (que es como nuestra mente representa al mundo).

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Se miraron entre si, al parecer presas de la confusión total. Dije que, a mis ojos, el sombrero y la pata y la casaca convertían a don Juan en un pirata.

Para entonces, los cuatro jóvenes se habían congregado a mi alrededor. Reían suavemente y el nerviosismo los agitaba. Parecían faltos de palabras. El de mayor audacia me habló, finalmente. Dijo que don Juan no llevaba sombrero, no tenía puesta una casaca larga, ni en modo alguno se apoyaba en una, pata de palo, sino que lucia un chal o una capucha negra sobre la cabeza y una túnica negro azabache, como de fraile, que llegaba hasta el suelo.

– ¡No! -exclamó con suavidad otro joven-. No traía capucha.

– Es cierto -dijeron los otros.

El joven que habló primero me miró con una expresión de incredulidad completa.

Les dije que debíamos repasar lo ocurrido con mucho cuidado y mucha calma, y que yo tenía la seguridad de que don Juan quería que hiciéramos eso y por ello nos había dejado solos.

El joven a mi extrema derecha dijo que don Juan vestía harapos. Tenía un astroso poncho, o una prenda india similar, y un sombrero muy aporreado. Llevaba una canasta con cosas dentro, pero el joven no sabía con certeza qué cosas eran. Añadió que el atavío de don Juan no era realmente el de un pordiosero, sino más bien el de un hombre que volvía, cargado de objetos extraños, de un viaje interminable.

El joven que vio a don Juan con capucha negra dijo que el anciano no llevaba nada en las manos, pero que su pelo era largo y desordenado, como el de un salvaje que acabara de matar a un fraile y de ponerse su hábito, sin lograr con esto encubrir su salvajismo.

El joven a mi izquierda chasqueó suavemente la lengua y comentó lo extraño que era todo. Dijo que don Juan vestía como un hombre importante recién bajado de su caballo. Lucía chaparreras de cuero, grandes espuelas, un fuete que golpeaba continuamente contra la palma de su mano izquierda, un sombrero chihuahueño de copa cónica, y dos pistolas automáticas calibre 45. Dijo que don Juan era la imagen de un ranchero acomodado.

El joven a mi extrema izquierda rió con timidez y se abstuvo de revelar lo que había visto. Hice por animarlo, pero los demás no se mostraban interesados. El muchacho parecía ser demasiado tímido para hablar.

El fuego estaba a punto de extinguirse cuando don Juan salió de tras el peñasco.

– Más vale que dejemos a los jóvenes en sus labores -me dijo-. Diles adiós.

No los miró. Empezó a alejarse, despacio, para darme tiempo de despedirme.

Los jóvenes me abrazaron.

No había llamas en el fuego, pero las brasas daban suficiente resplandor. Don Juan era como una sombra oscura a unos metros de distancia, y los jóvenes formaban un círculo de siluetas estáticas claramente definidas. Semejaban una línea de estatuas negras como el azabache, colocadas contra un fondo de tinieblas.

Fue entonces cuando el evento total tuvo impacto sobre mí. Un escalofrío recorrió mis vértebras. Alcancé a don Juan. Él me dijo, en un tono de gran urgencia, que no me volviera a mirar a los jóvenes, porque en ese momento eran un círculo de sombras.

Mi estómago sintió una fuerza venida del exterior. Era como si una mano me aferrara. Grité involuntariamente. Don Juan susurró que en esos parajes había tanto poder que me sería muy fácil usar "la marcha de poder".

Trotamos durante horas. Me caí cinco veces. Don Juan contaba en voz alta cada vez que yo perdía el equilibrio. Luego se detuvo.

– Siéntate, acurrúcate contra las rocas, y cúbrete la barriga con las manos -me susurró al oído.

Domingo, abril 15, 1962

En la mañana, apenas hubo luz suficiente, echamos a andar. Don Juan me guió al sitio donde dejé mi coche. Yo tenía hambre, pero por lo demás me sentía descansado y lleno de vigor.

Comimos galletas y bebimos agua mineral embotellada que yo traía. en el coche. Quise hacerle unas preguntas que me presionaban con violencia, pero él se llevó el índice a los labios.

A media tarde nos hallamos en el pueblo fronterizo donde él deseaba quedarse. Fuimos a comer a un restaurante. Estaba desierto; ocupamos una mesa junto a una ventana que miraba el ajetreo de la calle principal, y ordenamos nuestra comida.

Don Juan parecía tranquilo; en sus ojos brillaba un reflejo malicioso. Me sentí propiciado e inicié un bombardeo de preguntas. Más que nada, inquirí sobre su disfraz.

– Les enseñé un poquito mi no-hacer -dijo, y sus ojos parecían brasas.

– Pero ninguno vio el mismo disfraz -dije-. ¿Cómo le hizo usted?

– Muy sencillo -replicó-. Eran sólo disfraces, pues todo lo que hacemos es, en cierto sentido, un simple disfraz. Todo cuanto hacemos, como ya te dije, es asunto de hacer. Un hombre de conocimiento puede así engancharse con el hacer de todo el mundo y salir con cosas extrañas. Pero no son realmente ni tanto. Son extrañas sólo para quienes están atrapados en el hacer.

"Ni esos cuatro jóvenes ni tú aún se han dado cuenta del no-hacer por eso fue fácil engatusarlos a todos."

– ¿Pero, cómo nos engañó usted?

– No tendría sentido para ti. No hay modo de que lo entiendas.

– Pruébeme, don Juan, por favor.

– Digamos que, cuando nacemos, traemos un anillito de poder. Casi desde el principio, empezamos a usar ese anillito. Así que cada uno de nosotros está enganchado desde el nacimiento, y nuestros anillos de poder están unidos con los anillos de todos los demás. En otras palabras, nuestros anillos de poder están enganchados al hacer del mundo para construir el mundo.

– Deme un ejemplo para que entienda -dije.

– Por ejemplo, nuestros anillos de poder, el tuyo y el mío, están enganchados ahora mismo en el hacer de este cuarto. Estamos construyendo este cuarto. Nuestros anillos de poder están tejiendo este cuarto en este preciso momento.

– Espere, espere -dije-. Este cuarto está aquí por sí mismo. Yo no lo estoy creando. No tengo nada que ver con él.

A don Juan no parecían importarle mis protestas y argumentos. Sostuvo con mucha calma que el aposento donde estábamos recibía su ser y su orden de la fuerza del anillo de poder de todos nosotros.

– Verás -continuó-, todos conocemos el hacer de los cuartos porque, en una forma o en otra, hemos pasado en cuartos gran parte de nuestra vida. Un hombre de conocimiento, en cambio, desarrolla otro anillo de poder. Yo lo llamaría el anillo de no-hacer, porque está enganchado a no-hacer. Así, con ese anillo, puede urdir otro mundo.

Una mesera joven trajo nuestra comida y pareció recelosa de nosotros. Don Juan me susurró que le pagara, para mostrarle que traía dinero suficiente.

– No me extraña que desconfíe de ti -dijo, y soltó una carcajada-. Te ves del carajo.

Pagué a la mujer y le di propina, y cuando nos dejó solos me quedé mirando a don Juan, tratando de hallar la forma de recobrar el hilo de nuestra conversación. Él acudió en mi ayuda.

– Tu dificultad es que todavía no desarrollas tu otro anillo de poder y tu cuerpo no sabe no-hacer -dijo.

No entendí lo que decía. Mi mente estaba trabada con una preocupación realmente prosaica… Todo lo que deseaba saber era si don Juan se había puesto o no un traje de pirata.

Don Juan no me respondió; echó a reír con estruendo. Le supliqué explicar.

– Pero si acabo de explicártelo -repuso.

– ¿Es decir, que no se puso usted ningún disfraz? -.pregunté.

– Todo lo que hice fue enganchar mi anillo de poder a tu propio hacer -dijo-. Tú mismo hiciste el resto, y así hicieron los demás.

– ¡Eso es increíble! -exclamé.

– A todos nosotros nos han enseñado a estar de acuerdo en hacer -dijo suavemente-. No tienes idea del poder que ese acuerdo implica. Pero, por fortuna, no-hacer es igual de milagroso y poderoso.

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