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Lo Imborrable

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Lo Imborrable
Название: Lo Imborrable
Автор: Saer Juan Jos?
Дата добавления: 16 январь 2020
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Lo Imborrable - читать бесплатно онлайн , автор Saer Juan Jos?

Un clasico de la narrativa argentina que reconstruye las borraduras parciales que sufre la memoria. Una version cifrada sobre lo real, la percepcion y la literatura. Convertida en un clasico de la narrativa argentina, esta magnifica novela de Juan Jose Saer regresa con mas fuerza y renovada capacidad de resistencia. A traves de una prosa despojada y directa, la historia muestra al protagonista `Carlos Tomatis` deambulando por una ciudad fantasmal. El encuentro con dos extranos personajes `Alfonso y Vilma,` le plantea una serie de interrogantes que transforma al acto de leer en un gesto politico: Quien es Walter Bueno? Que se dice sobre su novela leida con furor? Como se construye un bestseller? Que es el exito? Como en toda la obra saeriana se despliega `mas que un argumento` una version cifrada sobre el estatuto de lo real, de la percepcion y de la literatura. Y si la memoria sufre parciales borraduras, ahi esta la ficcion para reconstruirla. Eso que Saer llama `lo imborrable` ha dejado su impronta en el cuerpo y en el imaginario colectivo atravesado por el terror, la represion y la censura. Por eso, imborrable es tanto lo que paso `la huella historica que no debe olvidarse bajo ningun concepto,` como lo que viene sucediendo desde el origen: la presencia humana en el mundo como un acontecer unico, increible, transformador del universo. Imborrable es el arte, el pensamiento y la palabra.

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Todo esto forma -hay que darlo por seguro- un buen amasijo. La indiferencia aparente de Haydée, durante los primeros encuentros, en los que estábamos siempre acompañados de Carlos y de Marta, volvía, en razón de la imposibilidad de manifestarlo, mi interés exorbitante: más ella parecía ignorarme, más yo deseaba que reparara en mi presencia.

El delirio como lo llaman es lujoso en sus manifestaciones y, en comparación con el sentido común, abundante, y algo debe tener de bueno puesto que también pisotea como decía hace un momento la economía.

En las noches de verano que pasábamos los cuatro charlando y fumando en la oscuridad bajo los árboles, estaba todo el tiempo al acecho, tratando de percibir, en la silueta calma de Haydée, de la que adivinaba la boca por la brasa de su cigarrillo que se intensificaba a cada chupada, algún signo mudo, onda o estremecimiento, de connivencia. Y cuando nos separábamos, el beso convencional en la mejilla, que solía reforzar con una palmadita supuestamente prescindente en el brazo, buscaba, de un modo discreto, calculando casi cada milímetro de piel, la proximidad de la boca. No podía sacármela de la cabeza, imaginándomela a veces en actitudes diferentes y a veces en una misma estampa repetitiva que se interponía entre "yo" y mis pensamientos, y debo decir que, si esa imagen estimulaba el amor como se dice, no pocas veces generaba también, tan inmotivado como el primero y bien fuerte, el odio. A veces me imaginaba dominándola, moral y sexualmente, pero otras el desprecio de mí mismo me incapacitaba para todo sentimiento de supremacía. Me felicitaba por conocerla, incluso sin el provecho de la posesión, pero al minuto siguiente abominaba el haber nacido. Me la representaba por momentos casta y por momentos ramera. Y sin sospechar que ya para esa época Carlos había pedido y, para su satisfacción, obtenido la dispensa definitiva de la papesa Juana, me parecía que la lascivia más repugnante era la de acostarse con su marido. Tenía urgencia por acostarme con ella y al mismo tiempo tomaba la decisión de no hacer nada para conseguirlo. En momentos de exaltación celebraba el universo porque la contenía, pero unos segundos más tarde me la imaginaba muerta, desfigurada, en estado de putrefacción. En público acostumbraba a ironizar sobre su persona y sobre todo, sobre su profesión, pero en mis ensoñaciones me veía recostado en su diván, contándole mi vida íntima con docilidad. Me la representaba fornicando en las posiciones más viciosas, pero me costaba comunicar esas postales al plano genital, y si quería masturbarme por ella por más que me toqueteaba tenía dificultades para mantener mi erección, aunque cuando hacía el amor con otra, Marta o algún encuentro ocasional, era imaginármela a ella en su lugar lo que multiplicaba mi excitación. Algunas mañanas, al despertarme, hacía una especie de voto de castidad, que mantenía durante todo el día, lo que me daba un estado placentero y una opinión elevada de ella, del mundo y de mí mismo, pero a la noche, después de las primeras copas, terminaba, lleno de sensaciones turbulentas, en la cama de un hotel con la primera puta barata que se presentaba. Me sentía todo el tiempo observado por ella, juzgado en cada uno de mis actos en el momento mismo en que los realizaba, igual que si estuviese presente, y mantenía diálogos imaginarios con ella, componiendo mis frases y las suyas, una serie de sketchs, siempre los mismos, que iba puliendo durante semanas, así como algunas frases que pensaba decir en su presencia, construidas con cuidado, para producir en ella un efecto profundo, del que únicamente nosotros dos estaríamos al tanto, pero cuando llegaba el momento de pronunciarlas se me enredaba la lengua y me ponía a balbucear o me equivocaba en los términos, o no producía en ella ningún efecto, o ella no la oía o simulaba que no la oía. Dos o tres veces encontré algún pretexto para ir a Buenos Aires -ellos venían seguido a la ciudad para ver a esa mujer, la farmacéutica- pensando en llamarla por teléfono, pero las veces en que tuve el coraje de discar colgué apenas levantaron el tubo del otro lado y me pasaba dos o tres días esperándola en los lugares que me imaginaba que ella podía frecuentar, sin el menor resultado desde luego.

Su actitud impenetrable, por otra parte, me obligaba todo el tiempo al trabajo interpretativo: cualquier gesto, palabra o acto suyo podía significar cualquier cosa o contrario; el silencio con que recibía alguna de mis frases, en vez de ser neutro o vacío de significado desbordaba, más bien, de una multiplicidad de sentidos diferentes, complementarios o contradictorios que yo iba atribuyéndole sin decidirme en favor de ninguno.

Ciertas cosas que ella decía eran sometidas también a un análisis minucioso, palabra por palabra, aislando cada una del contexto y sopesándola con meticulosidad, tratando de penetrar su sentido último como se dice, y, después de haberlo encontrado, o de creerlo así, percatándome de un modo súbito que la frase en realidad estaba compuesta de otra manera y que era necesario recomenzar el examen. La entonación de un saludo, la dirección de una mirada, el modo de vestirse o de encender un cigarrillo, no escapaban al desmantelamiento analítico y mandaban siempre, por debajo de su apariencia contingente, algún mensaje secreto. Todo lo relativo a su persona me parecía, aún en los casos menos probables, intencional. El más inesperado de los encuentros por ejemplo, tenía a mi juicio las características evidentes de un hecho provocado. Toda circunstancia que nos ponía en relación, en contigüidad o en contacto, era la revelación de una afinidad segura entre la disponibilidad de Haydée, los pliegues espacio-temporales y mi propia voluntad. Durante un buen período tuve a la casualidad, piedra fundamental de mi filosofía por decirlo de algún modo, abandonada, en suspenso. Si Haydée llamaba por teléfono cuando Marta estaba ausente, eso se explicaba a mi juicio porque Marta no era más que un pretexto y yo el verdadero destinatario de la llamada, pero si al volver a casa una noche me enteraba de que Haydée había llamado a Marta mientras yo estaba fuera, no podía abstenerme de pensar que lo había hecho con la intención de no dar conmigo, por lealtad para con Marta o por miedo a traicionarse durante la conversación. No pocas de estas especulaciones se hacían a distancia, porque Haydée vivía todavía en Buenos Aires y pasaban muchas semanas entre cada encuentro. Un día bruscamente, Haydée se instaló en la ciudad y Carlos, mi tocayo, por razones de trabajo adujeron, siguió en Buenos Aires. Aunque viajaban todo el tiempo, los dos y en los dos sentidos, percibí con facilidad que como se dice se me hacía el campo orégano y, desde luego, la instalación de Haydée en la ciudad no presentaba desde mi punto de vista mayores problemas interpretativos -gracias a esa impresión durante un tiempo me pareció haberme liberado de ella, dándome por satisfecho con la confesión implícita que representaba su mudanza, pero al poco tiempo nomás las emociones recomenzarán, más fuertes que al principio ya que, con mudanza y todo, Haydée se volvía cada día más impenetrable. Nos veíamos todo el tiempo, pero siempre de a tres o, cuando Carlos estaba en la ciudad, de a cuatro, y de: a muchos también en reuniones más amplias.

El factor principal de mi táctica era encontrármela sola; me parecía que de esa situación, que, desde los orígenes del universo y según una concepción anticíclica y de expansión indefinida -si es infinita o no que lo afirmen los que puedan comprobarlo empíricamente- y puramente azarosa como es la mía, según la cual a los fenómenos casuales que duran un poco nos parece descubrirles leyes inmutables, todavía no se había producido, de esa situación digo a la pasión mutua y desencadenada no había, como se dice, más que un paso.

Todo se reducía entonces, según mi concepción casualista del universo, a provocar con ella un encuentro casual, una coincidencia gracias a la cual, de entre los trescientos mil cuerpos errantes que pueden entrecruzarse formando una gama indefinida de combinaciones, en distintos puntos de la ciudad, el suyo y el mío se encontrasen frente a frente y se pusiesen a caminar uno junto al otro durante un trecho o se sentasen, poniéndose a conversar, con una mesa de café de por medio por ejemplo o, mejor todavía, coincidiesen, desembarazados de todo objeto intermediario y en especial de toda vestimenta, sobre el rectángulo blanco, aislado por sus límites mágicos del mundo exterior, de una cama de matrimonio en un hotel alojamiento. La tierra gira sobre su eje y alrededor del sol en forma provisoria únicamente -todo eso va a resolverse alguna vez de modo centrífugo o centrípeto, da lo mismo- así que considerándonos a los dos como dos partículas diminutas atrapadas en una red extremadamente enredada de coincidencias, podía atribuirle a ese período de nuestras vidas una estabilidad relativa y, en el interior de esa regularidad, intentar un encuentro provocado, dándole la apariencia de la casualidad -el mundo es lo bastante engañoso como para que percibamos, en casi toda ocasión, lo contrario de lo que realmente sucede. Así que una mañana, un sábado de abril en que justo Carlos estaba en Buenos Aires y Marta en Rosario, el encuentro se produjo.

Fue en una esquina del centro, donde me había apostado durante meses con la esperanza de provocar la casualidad, pero cuando ella apareció de repente y me dirigió la palabra yo estaba tan distraído pensando en otra cosa -nada que ver con Haydée ni con el deseo o el sexo en general o en particular- que al verla frente a mí me sobresalté, me asusté incluso, de modo que pegué un salto hacia atrás por no haberla reconocido de inmediato, y mi expresión debe haber sido bastante singular porque Haydée, que en general es más bien retraída, se echo a reír. Como su aparición fue inesperada, mi concepción del universo se vio corroborada una vez más ya que, a pesar de mi preparación minuciosa, nuestro encuentro no se produjo en ninguna de las tantas situaciones premeditadas por mí, sino de un modo casual, durante uno de los pocos momentos en que después de meses de ocuparlas de un modo continuo, Haydée estaba completamente ausente de mis representaciones -sin contar con la comprobación complementaria de que, cuando se actualiza, y que me la corten en rebanadas si me equivoco, el porvenir no es nunca como lo habíamos previsto.

La idea de que el mundo es real es tal vez una consecuencia del principio de placer, no del principio de realidad: teniendo en cuenta el estado lastimoso de nuestras relaciones actuales me cuesta creer que la delicia intensa de ese sábado de otoño, con su sol tibio a la mañana y el aire que fue enfriándose sutilmente hacia el anochecer, tuvo de verdad lugar. Nos encontramos antes de mediodía y nos separamos recién a las cinco de la mañana del día siguiente. Como era sábado, ella no trabajaba, pero yo tuve que pasar por el diario para cerrar el suplemento literario del domingo, y ni aún así nos separamos, porque ella me acompañó al diario a la tarde y me esperó en mi despacho mientras yo bajaba al taller para armar la página con el tipógrafo -y cuando se hizo de noche, como pensábamos ir a un restaurant, porque a mediodía nos habíamos contentado con un sandwich en un bar del centro, y ella decidió pasar por su casa a cambiarse, yo la esperé en el bar de la esquina tomando un vermouth mientras ella se daba una ducha y se vestía.

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