El albergue de las mujeres tristes
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Floreana, una historiadora a?n joven y m?s atractiva de lo que ella misma quiere creer, llega a un albergue sui generis en la isla de Chilo?. All?, en medio de los paisajes del profundo sur chileno, acuden diversas mujeres para curar las heridas de un dolor com?n, el desamor. Si bien la incapacidad afectiva masculina parece ser para ellas la clave del desencuentro, la autora da voz, por primera vez, a un personaje masculino, el m?dico del lugar, un santiaguino autoexiliado en la isla que arrastra tambi?n sus propias cicatrices. Ambivalentes, reprimidos sexualmente, vacilantes en el compromiso amoroso, los hombres sienten miedo frente a la autonom?a que las mujeres han ganado. Mientras tanto, en ellas crece la insatisfacci?n, el mal femenino de este fin de siglo.
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Al llegar, Toña sirve los jugos. Ya envueltas en la cálida intimidad de la cabaña, ambas tendidas sobre la alfombra, las piernas arriba del pequeño sillón, retoma la pregunta de Floreana:
– Bueno, mis encuentros son cada vez más escasos. Es como si los hombres me tuvieran ganas y terror a la vez; mi imagen pública los acojona y los excita, pero al final tanta pantalla y tanta prensa les resultan amenazantes. ¿Quién dijo que la fama era afrodisíaca? ¡Mentira! A mí solamente me ha servido para convertirme en una desconfiada.
– Yo habría jurado que tenías miles de pretendientes…
– Sí, pero algo pasa cuando soy yo la que los elijo. Al principio se sienten orgullosos, pero al final siempre terminan arrancando. Mi última historia duró tres semanas. Él es un actor de televisión que se ve de lo más macho, pero en realidad es un desastre. Le costaba calentarse de verdad. En nuestro segundo encuentro, me dijo que no le gustaba mi ropa interior, parece que la hallaba rasca. Humillada, accedí a ir con él de compras. Me da hasta vergüenza contártelo.
Floreana se pregunta si existe algo que verdaderamente avergüence a Toña.
– Me compré portaligas, negligé… todos los lugares comunes del erotismo visual, porque él los necesitaba. Pero resulta que en la cama los preámbulos eran eternos. Al principio pensé: qué maravilla, éste sí sabe lo que queremos las mujeres. Cuando por fin me penetraba, era tal mi calentura que yo acababa al tiro, y él conmigo. Tenemos sincronía, más encima, dije, esto es como mandado del cielo. Pero a poco andar capté que todo ese preámbulo no era para hacerme feliz a mí, sino para disimular lo poco que él duraba.
– Eyaculación precoz… ¿Y ni siquiera lo asumía como un problema?
– ¡Ni soñarlo! Y yo, la muy tonta, gastando todas mis energías haciéndole comiditas, masajes en la espalda, tinas con espumas… ¡para eso! A mí me gusta el pico y estoy dispuesta a hacer por un rato de geisha a cambio. Pero este hombre me hacía de todo menos lo que yo quería: que me lo metiera bien metido.
– Lo abandonaste, supongo.
– No me lo vas a creer, pero se dio el lujo de dejarme él. Con la cantinela de siempre: que yo era amenazante, que conmigo o se comprometía en serio o nada, que yo era tan total que no servía para una simple aventura, etcétera.
– ¿Por lo menos le dijiste en su cara lo que pensabas?
– ¡Por cierto! Que era último de malo para la cama, que para ser masturbada prefería a una mujer, que él era un eyaculador precoz y que se fuera a la mierda. Se puso furioso: métete con una mujer, entonces, me dijo, si te crees tan experta en sexo. Esa noche se lo sugerí a Rubi, y la verdad es que lo pasé mucho, pero mucho mejor.
7
El comedor parece especialmente alborotado a la hora del almuerzo. La austeridad de la construcción, sumada a una enorme mesa rectangular con largas banquetas a sus lados, podría dar la impresión de un convento, pero el barullo lo desmiente.
Aparte de Elena, en la cabecera, nadie ocupa un puesto fijo. Se van sentando a medida que llegan, después de que a la una y media de la tarde ha sonado la gran campana que cuelga en las afueras de la cocina. Maruja la toca dos veces al día como si en ello le fuera la vida. El tañido es de tal potencia que llega hasta cada una de las cinco cabañas alrededor de la casa. En rigor, no es necesario; al terminar las mujeres sus tareas (la ociosidad matinal está prohibida; es para prevenir la depre, según Toña), se dirigen espontáneamente al gran salón que precede al comedor. Y a la hora de comida, pasan todas juntas a la mesa tras la convivencia de la tarde. Actividades hay para todos los gustos en la casa grande. De partida, «la terapia», como la apodó Toña: consiste en un grupo de conversación donde cada mujer plantea con libertad el tema que le interesa, personal o colectivo, abstracto o concreto, y se charla en torno a él, normalmente bajo la guía de Elena. Esto se lleva a cabo en el comedor, las puertas cerradas hacia el salón, porque el desorden y el ruido se generan básicamente ahí. La televisión abarca un sector al que se arriman las adictas a las telenovelas; al otro extremo esperan los mullidos sillones de tapiz blanco donde se teje, se copuchea, se hojean revistas, y donde toda actividad está permitida, desde confeccionar muñecas hasta pintarse las uñas. Es usual ver a alguna sentada de lo más erguida en la silla de coigüe de la esquina, peinándose al lado de la mesita de vidrio llena de los adminículos que administra Maritza. Ella es peluquera y todas las tardes acarrea al salón un enorme canasto donde se encuentra desde un secador de pelo hasta anticuados bigudíes, pasando por distintos tipos de cepillos, lacas, peinetas y tijeras.
– Nadie es más generosa que Maritza -le había comentado Constanza la primera tarde, espantando el desconcierto de la cara de Floreana ante esta escena-. Ella se gana la vida en una peluquería de Talca, y con mucho esfuerzo logró costearse la estadía aquí. Una habría esperado que en este lugar descansara, pero todas las tardes peina a alguien y lo hace con enorme gusto. No soporta vernos con los pelos mal cortados, o secos y desarreglados. A mí me aconsejó un aceite especial que le encargué a Elena a Puerto Montt, y con él me hizo unos estupendos masajes capilares. Pero, eso sí, en la cabaña; lo máximo que Elena acepta aquí en la sala son cortes y peinados. Maritza lo hace todo gratis.
Y con alegría: Floreana la ha visto reír con la boca muy abierta, mostrando sin pudor un diente de oro.
El único otro lugar de convivencia al atardecer es la biblioteca, lugar favorito de Floreana. Sospecha que lo es también de Elena, por la ornamentación del espacio. Los estantes de libros son enormes, cerrados con puertas de vidrio, y cubren las cuatro paredes. El piso es el único alfombrado de todo el establecimiento. La gran estufa de fierro se ve siempre prendida, y se le sugiere a cada visitante agregar al fuego un palo de leña. Las terminaciones de las murallas son especialmente finas y se destacan las ventanas cuyas torneadas molduras de canelo y vidrios de colores acogen con silenciosa elegancia. Las mesas de trabajo se esparcen amistosas por la pieza. Al fondo, al lado de un equipo de música, dos sillones de cuero tientan hasta al más iletrado. La biblioteca es también sala de música para la que desee escucharla de verdad, porque allí se escribe y se lee, y la ausencia de voces humanas es absoluta. Cuando Floreana vio la cantidad de discos disponibles, Elena le contó que no todo era obra suya: las visitantes regalan sus discos al partir. De las siete de la tarde en adelante, sólo se oye música clásica.
El día de su llegada, Floreana había mirado los estantes en su orden perfecto, y por hábito se dirigió a la sección «Historia», en el mueble que contenía los ensayos. Su sorpresa fue grande cuando aparecieron ante ella sus propias publicaciones.
– ¿Cómo llegaron hasta aquí? -le preguntó a Elena, emocionada.
– Este libro lo compré yo, hace años -Elena tomó la obra más conocida de Floreana, El imaginario mestizo: ritual y fiestas en el siglo XVII chileno -. El otro me lo envió Fernandina apenas supo que tu visita al Albergue se había concretado.
Qué diligente Fernandina, pensó Floreana, y aunque se habría quedado horas mirando sus propios libros en este nuevo contexto, avanzó al siguiente estante, abochornada de que Elena la pudiera creer egocéntrica.
– Aquí está la sección «Literatura», la más codiciada y voluminosa -comentó Elena-. No sólo por mi gran afición, sino por la cantidad de libros que las mujeres traen. Son muchas las que se ilusionan pensando que por fin tendrán tiempo para leer. Y más de una se ha encontrado con la misma novela en las manos, por eso hay libros repetidos. Es como con los discos, los dejan para que otras los aprovechen.
Mirando títulos al azar, también Floreana ha alentado esperanzas en cuanto al tiempo. Si sigue así de escaso, vamos a volvernos todos estúpidos, era su certeza. (Durante la dictadura se condenaba a algunos «enemigos de la patria» a arresto domiciliario. Floreana había fantaseado con ser importante y perseguida, para estar obligada a permanecer inactiva y encerrarse a leer como única actividad. Una fantasía frívola, imposible de compartir o reconocer.)
Pero Floreana participa en el ruidoso almuerzo de esa mañana a comienzos del invierno, y está lejos de la tentación de la biblioteca. Elena ha avisado que va a Castro al día siguiente y pregunta si hay encargos.
– A mí se me acabó el hilo -anuncia Olguita, como si perdiera el rumbo cuando su crochet está ocioso.
– Pucha, Elena, tienes que traer muchos ovillos… mi cama no tiene colcha bordada todavía y me siento discriminada -se queja una de las bellas durmientes, las únicas que no disfrutan todavía ese lujo.
– Yo necesito urgente una caja de támpax -dice Patricia, una mujer cuarentona que se ha sentado a la derecha de Floreana.
Salta sobre su voz una chiquilla joven de aspecto herméticamente puro:
– Patty, deberías usar las toallas higiénicas que venden en el pueblo. Te lo he dicho veinte veces: a la larga los támpax producen cáncer al útero.
– ¡Me cago en el cáncer, Consuelo, y de paso en todas las nuevas tiranas: las ecologistas, las naturistas y las sanas! El támpax es la gran liberación del siglo y no lo cambio por nada.
– Yo diría que es la píldora, no el támpax -dice otra con voz indiferente.
– Es que esta Patty le pone tanto color a todo… -mueve la cabeza Maritza.
– Ya, no discutan -interviene Elena-. Esta noche dejen sus listas en mi oficina, porque salgo al alba.
– ¿Se puede encargar cigarrillos? -pregunta Floreana tímidamente.
– Pero si hay en el pueblo…
– Es que no hay Kent.
Elena la mira y Floreana se pregunta qué diablos acaba de decir.
Cuando Maruja ya ha depositado con orgullo el cordero asado en una enorme fuente de greda, Patricia se da vuelta hacia Floreana:
– ¿Por qué tienes un nombre tan raro? -le pregunta a boca de jarro.
– Por culpa de mi padre. Es un ornitólogo un poco fanático, pasó su luna de miel en las islas Galápagos y les puso a sus hijas los nombres de esas islas.
– ¿Es cierto eso? -Patricia se ajusta al cuerpo una ruana de colores estridentes.
– Sí. Mi hermana mayor se llama Isabella, la segunda soy yo, y la tercera, Fernandina. Luego vinieron hombres, pero de haber sido mujeres se habrían llamado Genovesa y Española. ¿Te imaginas? Cuando nació una última mujer, mi mamá se opuso a seguir con el juego. Gracias a eso, la cuarta se salvó.