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El Amor En Los Tiempos Del Colera

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El Amor En Los Tiempos Del Colera
Название: El Amor En Los Tiempos Del Colera
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Amor En Los Tiempos Del Colera - читать бесплатно онлайн , автор Marquez Gabriel Garcia

La historia de amor entre Fermina Daza y Florentino Ariza en el escenario de un pueblecito portuario del Caribe y a lo largo de m?s de sesenta a?os, podr?a parecer un melodrama de amantes contrariados que al final vencen por la gracia del tiempo y la fuerza de sus propios sentimientos, ya que Garc?a M?rquez se complace en utilizar los m?s cl?sicos recursos de los folletines tradicionales. Pero este tiempo – por una vez sucesivo, y no circular -, este escenario y estos personajes son como una mezcla tropical de plantas y arcillas que la mano del maestro modela y fantasea a su placer, para al final ir a desembocar en los territorios del mito y la leyenda. Los zumos, olores y sabores del tr?pico alimentan una prosa alucinatoria que en esta ocasi?n llega al puerto oscilante del final feliz.

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– Voy a cumplir cien años, y he visto cambiar todo, hasta la posición de los astros en el universo, pero todavía no he visto cambiar nada en este país -decía-. Aquí se hacen nuevas constituciones, nuevas leyes, nuevas guerras cada tres meses, pero seguimos en la Colonia.

A sus hermanos masones que atribuían todos los males al fracaso del federalismo, les replicaba siempre: “La guerra de los Mil Días se perdió veintitrés años antes, en la guerra del 76”. Florentino Ariza, cuya indiferencia política rayaba los límites de lo absoluto, oía estas peroratas cada vez más frecuentes como quien oía el rumor del mar. En cambio, era un contradictor severo en cuanto a la política de la empresa. Contra el criterio del tío, pensaba que el retraso de la navegación fluvial, que siempre parecía al borde del desastre, sólo podía remediarse con la renuncia espontánea al monopolio de los buques de vapor, concedido por el Congreso Nacional a la Compañía Fluvial del Caribe por noventa y nueve años y un día. El tío protestaba: “Estas ideas te las mete en la cabeza mi tocaya Leona con sus novelerías de anarquista”. Pero era cierto sólo a medias. Florentino Ariza fundaba sus razones en la experiencia del comodoro alemán Juan B. Elbers, que había estropeado su noble ingenio con la desmesura de su ambición personal. El tío pensaba, en cambio, que el fracaso de Elbers no se debió a sus privilegios, sino a los compromisos irreales que contrajo al mismo tiempo, y que habían sido casi como echarse encima la responsablidad de la geografía nacional: se hizo cargo de mantener la navegabilidad del río, las instalaciones portuarias, las vías terrestres de acceso, los medios de transporte. Además, decía, la oposición virulenta del presidente Simón Bolívar no fue un obstáculo para echarse a reír.

La mayoría de los socios tomaban aquellas disputas como los pleitos matrimoniales, en los que ambas partes tienen la razón. La tozudez del viejo les parecía natural, no porque la vejez lo hubiera vuelto menos visionario de lo que fue siempre, como solía decirse con demasiada facilidad, sino porque la renuncia al monopolio debía parecerle como botar en la basura los trofeos de una batalla histórica que él y sus hermanos habían librado solos en los tiempos heroicos, contra adversarios poderosos del mundo entero. Así que nadie lo contrarió cuando amarró sus derechos de tal modo, que nadie podría tocarlos antes de su extinción legal. Pero de pronto, cuando ya Florentino Ariza había rendido sus armas en las tardes de meditación de la hacienda, el tío León XII dio su consentimiento para la renuncia del privilegio centenario, con la única condición honorable de que no se hiciera antes de su muerte.

Fue su acto final. No volvió a hablar de negocios, ni permitió siquiera que se le hicieran consultas, ni perdió un solo rizo de su espléndida cabeza imperial, ni un átomo de su lucidez, pero hizo lo posible porque no lo viera nadie que pudiera compadecerlo. Los días se le iban contemplando las nieves perpetuas desde la terraza, meciéndose muy despacio en un mecedor vienés, junto a una mesita donde las criadas le mantenían siempre caliente una olla de café negro y un vaso de agua de bicarbonato con dos dentaduras postizas, que ya no se ponía sino para recibir visitas. Veía a muy pocos amigos, y sólo hablaba de un pasado tan remoto que era muy anterior a la navegación fluvial. Sin embargo, le quedó un tema nuevo: el deseo de que Florentino Ariza se casara. Se lo expresó varias veces, y siempre en la misma forma.

– Si yo tuviera cincuenta años menos -le decía- me casaría con mi tocaya Leona. No puedo imaginarme una esposa mejor.

Florentino Ariza temblaba con la idea de que su labor de tantos años se frustrara a última hora por esta condición imprevista. Hubiera preferido renunciar, echarlo todo por la borda, morirse, antes que fallarle a Fermina Daza. Por fortuna, el tío León XII no insistió. Cuando cumplió los noventa y dos años reconoció al sobrino como heredero único, y se retiró de la empresa.

Seis meses después, por acuerdo unánime de los socios, Florentino Ariza fue nombrado Presidente de la Junta Directiva y Director General. El día en que tomó posesión del cargo, después de la copa de champaña, el viejo león en retiro pidió excusas por hablar sin levantarse del mecedor, e improvisó un breve discurso que más bien pareció una elegía. Dijo que su vida había empezado y terminaba con dos acontecimientos providenciales. El primero fue que el Libertador lo había cargado en sus brazos, en la población de Turbaco, cuando iba en su viaje desdichado hacia la muerte. La otra había sido encontrar, contra todos los obstáculos que le había interpuesto el destino, un sucesor digno de su empresa. Al final, tratando de desdramatizar el drama, concluyó:

– La única frustración que me llevo de esta vida es la de haber cantado en tantos entierros, menos en el mío.

Para cerrar el acto, cómo no, cantó el aria del Adiós a la Vida, de Tosca. La cantó a capella, como más le gustaba, y todavía con voz firme. Florentino Ariza se conmovió, pero apenas si lo dejó notar en el temblor de la voz con que dio las gracias. Tal como había hecho y pensado todo lo que había hecho y pensado en la vida, llegaba a la cumbre sin ninguna otra causa que la determinación encarnizada de estar vivo y en buen estado de salud en el momento de asumir su destino a la sombra de Fermina Daza.

Sin embargo, no sólo fue el recuerdo de ella el que lo acompañó aquella noche en la fiesta que le ofreció Leona Cassiani. Lo acompañó el recuerdo de todas: tanto las que dormían en los cementerios, pensando en él a través de las rosas que les sembraba encima, como las que todavía apoyaban la cabeza sobre la misma almohada en que dormía el marido con los cuernos dorados bajo la luna. A falta de una deseó estar con todas al mismo tiempo, como siempre que estaba asustado. Pues aun en sus épocas más difíciles y en sus momentos peores, había mantenido algún vínculo, por débil que fuera, con las incontables amantes de tantos años: siempre siguió el hilo de sus vidas.

Así que aquella noche se acordó de Rosalba, la más antigua de todas, la que se llevó el trofeo de su virginidad, cuyo recuerdo seguía doliéndole como el primer día. Le bastaba con cerrar los ojos para verla con el traje de muselina y el sombrero de largas cintas de seda, meciendo la jaula del niño en la borda del buque. Varias veces en los años numerosos de su edad lo tuvo todo listo para ir a buscarla sin saber ni siquiera dónde, sin conocer su apellido, sin saber si era ella la que buscaba, pero seguro de encontrarla en cualquier parte entre fflorestas de orquídeas. Cada vez, por un inconveniente real de última hora, o por una falla intempestiva de su voluntad, el viaje se aplazaba cuando ya estaban a punto de levar la tabla del buque: siempre por un motivo que tenía algo que ver con Fermina Daza.

Se acordó de la viuda de Nazaret, la única con la que profanó la casa materna de la Calle de las Ventanas, aunque no hubiera sido él sino Tránsito Ariza quien la hizo entrar. A ella le consagró más comprensión que a otra ninguna, por ser la única que irradiaba ternura de sobra como para sustituir a Fermina Daza, aun siendo tan lerda en la cama. Pero su vocación de gata errante, más indómita que la misma fuerza de su ternura, los mantuvo a ambos condenados a la infidelidad. Sin embargo, lograron ser amantes intermitentes durante casi treinta años gracias a su divisa de mosqueteros: Infieles, pero no desleales. Fue además la única por la que Florentino Ariza dio la cara: cuando le avisaron que había muerto y que iba a ser enterrada de caridad, la enterró a sus expensas y asistió solo al entierro.

Se acordó de otras viudas amadas. De Prudencia Pitre, la más antigua de las sobrevivientes, conocida de todos como la Viuda de Dos, porque lo era dos veces. Y de la otra Prudencia, la viuda de Arellano, la amorosa, que le arrancaba los botones de la ropa para que él tuviera que demorarse en su casa mientras se los volvía a coser. Y de Josefa, la viuda de Zúñiga, loca de amor por él, que estuvo a punto de cortarle la perinola durante el sueño con las tijeras de podar, para que no fuera de nadie aunque no fuera de ella.

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