El Amor En Los Tiempos Del Colera
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La historia de amor entre Fermina Daza y Florentino Ariza en el escenario de un pueblecito portuario del Caribe y a lo largo de m?s de sesenta a?os, podr?a parecer un melodrama de amantes contrariados que al final vencen por la gracia del tiempo y la fuerza de sus propios sentimientos, ya que Garc?a M?rquez se complace en utilizar los m?s cl?sicos recursos de los folletines tradicionales. Pero este tiempo – por una vez sucesivo, y no circular -, este escenario y estos personajes son como una mezcla tropical de plantas y arcillas que la mano del maestro modela y fantasea a su placer, para al final ir a desembocar en los territorios del mito y la leyenda. Los zumos, olores y sabores del tr?pico alimentan una prosa alucinatoria que en esta ocasi?n llega al puerto oscilante del final feliz.
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Desde el principio del paseo, Fermina Daza se había tapado media cara con la mantilla, no por miedo de ser reconocida donde nadie podía conocerla, sino por la visión de los muertos que se hinchaban al sol por todas partes, desde la estación del tren hasta el cementerio. El jefe civil y militar de la plaza le dijo: “Es el cólera”. Ella lo sabía, porque había visto los grumos blancos en la boca de los cadáveres achicharrados, pero notó que ninguno tenía el tiro de gracia en la nuca, como en la época del globo.
– Así es -le dijo el oficial-. También Dios mejora sus métodos.
La distancia de San Juan de la Ciénaga al antiguo ingenio de San Pedro Alejandrino era de sólo nueve leguas, pero el tren amarillo tardaba el día completo, porque el maquinista era amigo de los pasajeros habituales y éstos le pedían el favor de parar a cada rato para estirar las piernas caminando por los prados de golf de la compañía bananera, y los hombres se bañaban desnudos en los ríos diáfanos y helados que se precipitaban desde la sierra, y cuando sentían hambre se bajaban a ordeñar las vacas sueltas en los potreros. Fermina Daza llegó aterrorizada, y apenas se dio tiempo para admirar los tamarindos homéricos donde El Libertador colgaba su hamaca de moribundo, y para comprobar que la cama donde murió, tal como se lo habían dicho, no sólo era pequeña para un hombre de tanta gloria, sino inclusive para un sietemesino. Sin embargo, otro visitante que parecía saberlo todo dijo que la cama era una reliquia falsa, pues la verdad era que al Padre de la Patria lo habían dejado morir tirado por los suelos. Fermina Daza estaba tan deprimida con lo que vio y oyó desde que salió de su casa, que en el resto del viaje no se complació en el recuerdo del viaje anterior, como tanto lo había añorado, sino que evitaba el paso por los pueblos de sus nostalgias. Así los preservó y se preservó ella misma de la desilusión. Oía los acordeones desde los atajos por donde se escapaba del desencanto, oía los gritos de la gallera, las salvas de plomo que lo mismo podían ser de guerra que de parranda, y cuando no había más recurso que atravesar el pueblo, se tapaba la cara con la mantilla para seguir evocándolo como era antes.
Una noche, después de mucho eludir el pasado, llegó a la hacienda de la prima Hildebranda, y cuando la vio esperando en la puerta estuvo a punto de desfallecer: era como verse a sí misma en el espejo de la verdad. Estaba gorda y decrépita, y cargada de hijos indómitos que no eran del hombre que seguía amando sin esperanzas, sino de un militar en uso de buen retiro con el que se casó por despecho y que la amó con locura. Pero por dentro del cuerpo devastado seguía siendo la misma. Fermina Daza se recuperó de la impresión con pocos días de campo y buenos recuerdos, pero no salió de la hacienda sino para ir a misa los domingos con los nietos de sus cómplices díscolas de antaño, chalanes en caballos magníficos, y muchachas bellas y bien vestidas, como sus madres a la misma edad, que iban de pie en las carretas de bueyes, cantando a coro, hasta la iglesia de la misión en el fondo del valle. Sólo pasó por el pueblo de Flores de María, donde no había estado en el viaje anterior porque no pensaba que pudiera gustarle, pero cuando lo conoció se quedó fascinada. Su desgracia, o la del pueblo, fue que después no logró recordarlo jamás como era en realidad, sino como se lo imaginaba antes de conocerlo.
El doctor Juvenal Urbino tomó la decisión de ir por ella después de recibir el informe del obispo de Riohacha. Su conclusión fue que la demora de la esposa no se debía a que no quisiera volver sino a que no encontraba cómo sortear el orgullo. Así que se fue sin avisarle, después de un intercambio de cartas con Hildebranda, de las cuales sacó en claro que a la esposa se le habían invertido las nostalgias: ahora sólo pensaba en su casa. Fermina Daza estaba en la cocina a las once de la mañana, preparando berenjenas rellenas, cuando oyó los gritos de los peones, los relinchos, los disparos al aire, y después los pasos resueltos en el zaguán, y la voz del hombre:
– Más vale llegar a tiempo que ser invitado.
Creyó morir de alegría. Sin tiempo para pensarlo, se lavó las manos de cualquier modo, murmurando: “Gracias, Dios mío, gracias, qué bueno eres”, pensando que todavía no se había bañado por las malditas berenjenas que le había pedido Hildebranda sin decirle quién era el que venía a almorzar, pensando que estaba tan vieja y fea, y con la cara tan despellejada por el sol, que él iba a arrepentirse de haber venido cuando la viera en este estado, maldita sea. Pero se secó las manos como pudo con el delantal, se arregló la apariencia como pudo, apeló a toda la altivez con que su madre la echó al mundo para ponerle orden al corazón enloquecido, y fue al encuentro del hombre con su dulce andar de venada, la cabeza erguida, la mirada lúcida, la nariz de guerra, y agradecida con su destino por el alivio inmenso de volver a casa, aunque no tan fácil como él creía, desde luego, porque se iba feliz con él, desde luego, pero también resuelta a cobrarle en silencio los sufrimientos amargos que le habían acabado la vida.
Casi dos años después de la desaparición de Fermina Daza, ocurrió una de esas casualidades imposibles que Tránsito Ariza habría calificado como una burla de Dios. Florentino Ariza no se había dejado impresionar de un modo especial por el invento del cine, pero Leona Cassiani lo llevó sin resistencia al estreno espectacular de Cabiria, cuya publicidad se fundaba en los diálogos escritos por el poeta Gabriele D'Annunzio. El gran patio a cielo abierto de don Galileo Daconte, donde algunas noches se disfrutaba más del esplendor de las estrellas que de los amores mudos de la pantalla, había sido desbordado por una clientela selecta. Leona Cassiani seguía las peripecias de la historia con el alma en un hilo. Florentino Ariza, en cambio, cabeceaba de sueño por el peso abrumador del drama. A sus espaldas, una voz de mujer pareció adivinarle el pensamiento:
– ¡Dios mío, esto es más largo que un dolor!
Fue lo único que dijo, cohibida tal vez por la resonancia de su voz en la penumbra, pues aún no se había impuesto aquí la costumbre de adornar las películas mudas con acompañamiento de piano, y en la platea en penumbra sólo se escuchaba el susurro de lluvia del proyector. Florentino Ariza no se acordaba de Dios sino en las situaciones más difíciles, pero esa vez le dio gracias con toda su alma. Pues aun a veinte brazas debajo de la tierra habría reconocido de inmediato aquella voz de metales sordos que llevaba en el alma desde la tarde en que le oyó decir en el reguero de hojas amarillas de un parque solitario: “Ahora váyase, y no vuelva hasta que yo le avise”. Sabía que estaba sentada en el asiento detrás del suyo, junto al esposo inevitable, y percibía su respiración cálida y bien medida, y aspiraba con amor el aire purificado por la buena salud de su aliento. No la sintió socavada por la polilla de la muerte, como solía imaginársela en el abatimiento de los últimos meses, sino que la evocó otra vez en su edad radiante y feliz, con el vientre curvado por la semilla del primer hijo bajo la túnica de Minerva. La imaginaba como si la estuviera viendo sin mirar hacia atrás, ajeno por completo a los desastres históricos que desbordaban la pantalla. Se deleitaba con los hálitos del perfume de almendras que le llegaba de regreso de su intimidad, ansioso de saber cómo pensaba ella que debían enamorarse las mujeres del cine para que sus amores dolieran menos que los de la vida. Poco antes del final, con un destello de júbilo, se dio cuenta de pronto de que nunca había estado tanto tiempo tan cerca de alguien a quien amaba tanto.
Esperó a que los otros se levantaran cuando se encendieron las luces. Luego se levantó sin prisa, se volvió distraído abotonándose el chaleco que siempre se soltaba durante la función, y los cuatro se encontraron tan cerca que habrían tenido que saludarse de todos modos, aunque alguno de ellos no lo hubiera querido. Juvenal Urbino saludó primero a Leona Cassiani, a quien conocía bien, y luego le estrechó la mano a Florentino Ariza con la gentileza habitual. Fermina Daza les dirigió a ambos una sonrisa cortés, nada más que cortés, pero de todos modos una sonrisa de alguien que los había visto muchas veces, que sabía quiénes eran, y que por tanto no tenían que serle presentados. Leona Cassiani le correspondió con su gracia mulata. En cambio, Florentino Ariza no supo qué hacer, porque se quedó atónito de verla.