Miedo A Los Cincuenta
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Este libro de memorias est? escrito a los cincuneta a?os, punto de inflexi?n de la existencia. Y es tambi?n el testimonio de varias d?cadas fundamentales en la historia de las mujeres. El sentido del humor y el ingenio con que Erica Jong levanta acta de los logros obtenidos por las mujeres desde la eclosi?n del feminismo a finales de los sesenta y principios de los setenta han convertido esta inusitada autobiograf?a en un verdadero ?xito mundial. Miedo a los cincuenta encierra la vida de una generaci?n de mujeres educadas para ser como Doris Day cuando fueran mayores y que ahora tienen que educar a sus hijas en los tiempos de Madonna y las Spice Girls.
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Las primeras noches, Gerri y los niños durmieron juntos, como perritos o gatitos. Luego todos se enfrentaron a su propio dolor, cada uno de diferente modo.
Llegó la ropa, luego los esquís, luego los «efectos personales». Había que ocuparse de cuestiones legales: dinero, montones de documentos inútiles. Mi amiga titubeó entre todo ello, sin querer vivir. A veces por la mañana estaba bien, pero las noches eran malas. El sueño también le hubiera vuelto a matar. No podía abandonarse al sueño por miedo a perder a David, cuya débil relación con la vida era su recuerdo.
Lo que más recuerdo era que todo el mundo quería animarla, enterrar al muerto, que se volviera a casar. Pero ella necesitaba llorarle. Su necesidad resultaba más dolorosa por el rechazo de la muerte que impregna nuestra cultura. Gerri tenía que gritar y rebelarse y mesarse el pelo. Tanto los de Nueva York como los de Aspen encontraban que eso era inadecuado.
«Sacúdete el polvo y sigue», dice la voz colectiva de la sabiduría colectiva. «¿No te has estado lamentando demasiado tiempo?» Implícita en esa cuestión estaba la idea de que cualquier compañero es reemplazable. Consíguete otro; igual que una «se consigue» un perro nuevo. Pero ni siquiera un perro puede «ser reemplazado» hasta que se le haya llorado lo suficiente. Al cachorro nuevo nunca se le quiere hasta que se haya llorado bastante al antiguo para arrastrarle al mar con las lágrimas. El cachorro nuevo espera con los ojos húmedos hasta que se haga esto. Sólo entonces se le puede abrazar de todo corazón.
La gente me susurraba que dos años eran suficientes. Cómo se atrevían a juzgar el dolor de otra persona es algo que yo no podía entender. Puede que no se permitieran que les afectara la ausencia de nadie, o tal vez creían que una debe rechazar los sentimientos para estar a la última. Era como operarse los ojos y la barbilla, como mantenerse en forma; las emociones no queridas eran como la carne no querida.
Nunca me he quedado viuda, pero sé lo destrozada que quedé cuando se marchó Jon. Me sentí igual que si me quedara viuda. Ahogada por fluidos y sentimientos que nunca había dejado que me dominaran, al principio no quería que me consolaran. Ni siquiera los sementales me distraían, ni los viejos amigos, ni Will. El sexo fue anodino temporalmente, pero tenía que seguir viva hasta que me cicatrizara la herida. Llevó siete años. Y me volví a casar, exactamente siete años más tarde.
De pronto llama Barbara Follet. (He estado tomando estas notas en mi diario y, cuando miro el reloj, veo que han pasado cinco horas.)
– Me voy corriendo a Lucca a buscar a Gerri. Ha perdido tu número de teléfono y sólo tenía el mío. Ha perdido la dirección de tu casa.
– ¿Cómo está? -pregunto.
– Débil por culpa de la gripe y la cistitis, al parecer, pero se pondrá bien, creo. Necesito el número del médico.
Se lo doy y vuelvo a quedar sentada inmóvil junto al teléfono. Pienso que es raro que ya no espere pegada al teléfono a que me llamen hombres, sino a que mis amigas se ayuden unas a otras.
Un timbrazo, una Gerri muy acelerada.
– Estoy en el vestíbulo del hotel de Lucca. Barbara acaba de darme tu número de teléfono. Lo había dejado junto a las direcciones en el mostrador de donde alquilé el coche en Roma. Estaba aterrada. Luego encontré el número de los Follet en un trozo de papel.
– No des explicaciones. Barbara va camino de ahí para llevarte al médico.
Como una hora después llega una caravana de coches, removiendo las piedras de nuestra carretera.
El primero es un taxi (con Barbara y Gerri dentro), luego un nieto de los Follet conduciendo el coche de Gerri, luego el guarda de los Follet conduciendo el coche de Ken Follet, con matrícula de Londres.
Deslumbrada por el sol y la visión, Gerri se desploma en mis brazos. La conduzco a la cama, llevando mucha agua, una infusión de poleo y sus medicamentos. Parece débil y cansada. Margaret y yo metemos su ropa manchada de sangre en un barreño de agua fría.
– La lavaré -digo yo.
– Por el amor de Dios, no hagas eso -dice ella.
– Sólo es sangre -digo-. ¿Cómo puede darnos miedo la sangre después de todos estos años de menstruación y maternidad?
Ella cierra sus ojos agotados.
– Trata de dormir-digo.
Y se desmaya.
Más tarde sale la luna, un poco más llena esta noche. Me quedo sentada mirándola mientras las otras cinco mujeres de la casa duermen.
¿Qué me apetece hacer con esta vieja luna? Quiero que me libere, Ya no quiero esta vida picaresca impuesta por la sangre de las mujeres, por la atracción de las mareas, por la atracción de la luna. Quiero sexo para dejarme ir. Y quiero encontrar ese sitio de mi interior que une a los hombres y los convierte en el centro de todas las aventuras.
Ahora estoy preparada para personificar a Erica Orlando (y no me refiero a Disney World). Estoy preparada para convertirme en una criatura andrógina que salta de siglo en siglo, con un guardarropa lleno de enaguas, y vestida con miriñaque, redingotes y chales, pamelas y gorritos, pelucas y postizos. Estoy preparada para recorrer el camino sin que se me reconozca como ser sexuado, cantando detrás de un velo, una careta, un capuchón, lo mismo que aquellas estatuas ambiguas del jardín de mi amiga veneciana. Sería liberador no tener sexo, como la muerte; desplegar las características masculinas o femeninas según le convenga a quien voy a seducir de inmediato.
No es que ya no me gusten los hombres, pero quiero experimentar cómo es que no me afecte el sexo para saber de verdad lo que es el amor, el amor que lo reúne todo en sus brazos al final de la jornada.
En los últimos días he estado releyendo un libro que adoraba cuando tenía veinte años y pico: Henderson, el rey de la lluvia, de Saul Bellow. De nuevo, una aventura picaresca. Y una aventura en la que el héroe, debido a que su corazón late diciendo ¡Lo quiero! ¡Lo quiero!, va a África por motivos que ni él conoce. Allí conoce a varias tribus de hombres que le hacen pasar por un conjunto de pruebas espirituales por medio de las que redime su propia alma. Al final de su historia, atribuye al amor el que le haya proporcionado cualquiera de los progresos espirituales que ha hecho en su vida. Y por amor parece referirse al amor de las mujeres y los niños. Antes de ir a África no ha tenido amigos que fueran hombres. En África los hombres le enseñan a confiar en los otros hombres. Su vida con los hombres -desde su padre en adelante- por lo general ha sido un campo de batalla. Y las mujeres han sido amor. Las mujeres le han proporcionado la mitad que le faltaba.
Puede que Henderson, el rey de la lluvia, pueda atribuir la gracia de su vida al amor, pero, para las mujeres, el amor sexual es una cuestión más peligrosa. Siglos de muerte al dar a luz, la muerte de niños, los millares de promesas rotas de los hombres, nos han enseñado que no podemos confiar en el amor carnal por encima de nuestra propia superviviencia.
Para las mujeres, el amor sexual puede suponer un lujo al volver a casa al final de la jornada. Para los hombres, sin embargo, es una necesidad en su senda picaresca. Henderson vuelve a casa por amor, Ulises y Tom Jones hacen lo mismo. Pero, para las mujeres, ese tipo de amor es el gran lago de alquitrán de La Brea: un estanque que puede deshacerlo todo excepto los huesos.
En este momento de la historia puede que no nos podamos permitir tal entrega al amor. Puede que nos arrebate demasiadas cosas. En cuanto mujeres de la generación flagelada, nuestro dilema siempre ha sido cómo amar y al tiempo amarnos a nosotras mismas.
Parte de nosotras quiere amar como las diosas, fría y caprichosamente. Parte de nosotras rinde tributo a Kali, comiendo a su amante y sujetándose su cráneo a la cintura. Parte de nosotras quiere amar como Juno, eligiendo a los hombres mortales, jugando con ellos, luego dejando que se vayan, convirtiéndolos, cuando se van, en cuevas contra las que rompa el mar, en grandes piedras fálicas, o incluso, si tenemos piedad, en cerdos.
Parte de nosotras quiere ser Atenea y Diana, que no necesitan amantes, que en lugar de eso tienen intelecto y una gran puntería.
La propia luna, con su gran cabeza hueca, aconseja frialdad. El final de la picaresca es la razón -dice-. Y la razón siempre excluye el amor.
Pero ¿es cierto? Al final, podemos llegar a otro tipo de amor. Preparadas para él por el amor sexual, el amor maternal, podemos llegar al amor que nos relaciona con la eternidad. Con objeto de llegar a ese amor, antes debemos creer en él. Esto al principio sucede a regañadientes, luego con decisión, finalmente con pasión. Tenemos que llegar a creer que el amor carnal no es suficiente. Y luego el océano del espíritu en que flotamos se volverá manifiesto.
Lleva cierta disciplina romper con nuestra ceguera habitual hacia algo que no sea material. Unas pueden necesitar abstenerse del alcohol y las drogas; otras pueden necesitar abstenerse de la comida y las cosas materiales. La renuncia nos ayuda a ver con más claridad el camino, pero lo fundamental no es el alcohol ni la comida. Abstenerse de esas cosas revela simplemente el sendero que siempre estuvo allí.
Una semana después, Gerri está completamente recuperada. Ella y yo bajamos andando por la carretera que termina en nuestra casa y tomamos la carretera del campo hacia (lo juro) el restaurante Dante. El camino es menos pedregoso y escarpado según pasan los días y la campiña toscana madura a medida que se acerca agosto. Hay tomateras, racimos de uvas, aislados rosales amarillos con fragantes flores.
Hablamos del amor, como de costumbre, y de la renuncia.
– No se trata de no beber -dice Gerri-, sino de renunciar a la lucha, de verse a una misma no como una piedra en el camino de la naturaleza, sino como la propia naturaleza.
Atraída por la belleza de su frase, recuerdo la claridad que tenía cuando estaba sobria: una claridad tranquila que inspiraba a todos los que me rodeaban, y a mi mejor amiga en especial.
. ¿Por qué había perdido la sobriedad? No era que yo bebiese mucho, o sin control. La bebida no es mi única sustancia aditiva. Puede que lo sea el trabajo. O la comida. O las preocupaciones. O los medicamentos. O gastar dinero. O no decir nunca que no. O los hombres. Mis adicciones cambian de forma para engañarme. Se burlan de mí, astutas, potentes, negándose a sí mismas.
Pero en cierta ocasión he tenido una serenidad de verdad y se la he pasado a mi mejor amiga cuando ella lamentaba la pérdida de su hermoso marido, muerto sin sentido durante una avalancha. Yo era la roca para que trepase ella cuando la nieve se arremolinaba a su alrededor con su terrible secreto. Ahora me estaba pasando esa firmeza. Si todas estamos hechas de Dios, son nuestras amigas quienes nos lo recuerdan. Les hemos pasado ese don de Dios a ellas. Nos lo devuelven cuando más lo necesitamos.
