Las Edades De Lulu
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Sumida todav?a en los temores de una infancia carente de afecto, Lul?, una ni?a de quince a?os, sucumbe a la atracci?n que ejerce sobre ella un joven, amigo de la familia, a quien hasta entonces ella hab?a deseado vagamente. Despu?s de esta primera experiencia, Lul?, ni?a eterna, alimenta durante a?os, en solitario, el fantasma de aquel hombre que acaba por aceptar el desaf?o de prolongar indefinidamente, en su peculiar relaci?n sexual, el juego amoroso de la ni?ez. Crea para ella un mundo aparte, un universo privado donde el tiempo pierde valor. Pero el sortilegio arriesgado de vivir fuera de la realidad se rompe bruscamente un d?a, cuando Lul?, ya con treinta a?os, se precipita, indefensa pero febrilmente, en el infierno de los deseos peligrosos.
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Lo primero que noté fue que habíamos empezado a ir mucho más despacio, y que nos movíamos continuamente de un lado a otro, cambiando de carril. Luego sentí su mano encima de la cabeza, nuevamente. Solamente al final me di cuenta de que estaba empalmado otra vez, de que lo había empalmado yo, otra vez.
Nos paramos. Un semáforo. No me atreví a levantar la cabeza ni un instante, pero entreabrí los ojos para intentar calcular dónde estábamos. Un puente metálico cruzaba la calle, en dirección perpendicular a la nuestra.
Soy madrileña. Me sé la Castellana de memoria.
El fantástico Papá Noel de neón de El Corte Inglés nos debía de estar saludando con la mano. Me la metí en la boca y empecé a moverme sobre ella, de arriba abajo, mecánicamente, para poder pensar. Teníamos que seguir un buen trecho, de todos modos. Aquel era el camino obligado para ir a mi casa, para ir a la suya también.
Desde entonces traté de calcular cada metro Que avanzábamos, a ciegas, y la calle ya no era la calle, no había gente y si había gente no importaba, era solamente una distancia, la distancia era lo único importante ahora.
La primera contraseña fue el ruido de la fuente, ya estaba empezando a pensar que no llegaría a es cucharlo jamás, nos movíamos tan lentamente que aquella inmensa mole gris había llegado a parecer me eterna.
Dejamos el ruido del agua y seguimos adelante.
Primer sobresalto gozoso. Había dejado a la derecha el camino más corto. Avanzábamos en línea recta.
Unos minutos más tarde volví a mirar de reojo para asegurarme de que habíamos llegado a Colón. Certeza. No íbamos a mi casa. Sorpresa. Tampoco íbamos a la suya.
¿Adónde me llevaba? Agua. Dejamos atrás a la vieja señora y seguimos adelante. Aquello empezaba a parecerse al chiste del paleto que solamente sabía conducir en línea recta.
Todavía pasaríamos junto a otra fuente, agua, pero aquella sería la última.
Doblamos hacia la izquierda, torcimos un par de veces y el morro del coche, ¡alehop!, pegó un bote. Aquella vez casi me la trago de verdad.
El motor se detuvo, pero no me atreví a imitarle. Pablo me cogió de la barbilla, me sostuvo mientras me enderezaba, me abrazó y me besó.
Cuando nos separamos, se echó un momento hacia atrás y me miró. No dijo nada, interpreté que trataba de adivinar si tenía miedo.
– Esta no es mi casa -intentaba parecer ingeniosa.
– No -rió-, pero tú ya has estado aquí.
Cuando salimos a la calle, vi que había atravesado el coche en diagonal encima del bordillo. Siempre ha sido muy fino para eso.
La casa, un edificio gris y oscuro, con un siglo a sus espaldas más o menos, no me decía nada. El portal, un hermoso portal modernista, culminaba en una enorme puerta doble de madera, con vidrieras emplomadas de cristal de colores. El pomo de la puerta, un gran pomo dorado que terminaba en una cabeza de delfín, sí me resultaba vagamente familiar.
Él caminaba delante de mí. Se detuvo ante una puerta con una placa dorada en el centro y entonces recordé.
Entrábamos en el taller de su madre, el atelier como solía llamarlo ella, una modista de cierta fama, que diseñaba ya cuatro o cinco colecciones al año, y repetía como un lorito lo de la tensión de la creación, la responsabilidad social del creador y el impacto del "pret-a-porter" en los modos de vida urbanos contemporáneos, una auténtica imbécil. Mi madre había sido clienta suya hacía años, antes de que se subiera a la parra. Yo la acompañaba a veces a las pruebas, y me sentaba en un enorme sillón con una pila de gruesas revistas francesas, espléndidas modelos con pendientes enormes y aparatosos sombreros, me encantaba mirarlas.
Él caminaba delante de mí. Al pasar junto a uno de los sofás del pasillo cogió con la punta de los dedos, sin detenerse, dos grandes cojines cuadrados. Al final se abría una gran puerta doble, la sala de pruebas. Encendió la luz, tiró los cojines en el suelo, me hizo un gesto vago con_ la mano para indicarme que entrara, y desapareció.
El sillón seguía allí, en el mismo sitio, habría jurado que era el mismo, con otra tapicería.
– Lulú…
No recordaba los espejos, sin embargo, las paredes estaban forradas de ellos, espejos que se miraban en otros espejos que a la vez reflejaban otros espejos y en el centro de todos ellos estaba yo, yo con mi espantoso jersey marrón y la falda tableada, yo de frente, yo de espaldas, de perfil, de escorzo…
– ¡Lulú! -ahora chillaba, desde no sé dónde.
– Qué…
– ¿Quieres una copa?
– No, gracias.
…yo, un corderito blanco con un lazo rosa anudado alrededor del cuello, como la etiqueta del detergente que anunciaban, todavía lo anuncian, en televisión.
Pablo volvió con un vaso en la mano y se sentó en el sillón, a mirarme.
Yo estaba colorada pero no se me notaba, nunca se me nota, soy demasiado morena, y seguía allí plantada en medio de la sala, no me había movido porque no sabía qué tenía que hacer, adónde tenía que ir.
– Desde luego, en mi vida he visto unos zapatos tan horribles.
No bajé la vista porque me los sabía de memoria y desde luego eran horribles.
– ¿No os dejan llevar tacones en el colegio?
No, evidentemente no, menuda tontería, no podías llevar zapatos de tacón en un colegio de monjas, ni siquiera en sexto, aunque te dejaran salir a fumar en los recreos.
– No, no nos dejan -le respondí, de todas formas.
– Quítatelos -sus palabras sonaban como si fueran órdenes, eso me gustó, y me descalcé-. Ven aquí
– se dio una palmada sobre el muslo.
Me acerqué y me senté encima de él, encajando mis piernas entre su cuerpo y los brazos del sillón.
Antes, instintivamente, nunca he llegado a saber por qué, ni tampoco importa, me levanté hacia atrás la falda, que quedó colgando sobre sus rodillas, mientras la parte posterior de mis muslos rozaba directamente la tela de sus pantalones.
Aquel gesto le sorprendió mucho:
– Dónde has aprendido eso? -su cara reflejaba nuevamente una especie de asombro complacido.
– ¿El qué? -no entendía, no era consciente de haber hecho nada en especial.
– A levantarte la falda antes de sentarte en las rodillas de un tío. No es un gesto natural.
Posiblemente tenía razón, no era un gesto natural, pero no sabía de qué me estaba hablando.
– No sé, no te entiendo.
– Da igual -daba igual. Estaba contento. Sonreía. Me besó en los labios suavemente-. Quítate el jersey y ahora pórtate bien, no hables, no te rías. Voy a llamar por teléfono.
Me saqué primero la manga izquierda, luego me lo pasé por el cuello; cuando estaba terminando con el brazo derecho me quedé helada.
– Marcelo? Hola, soy yo -al otro lado debía de estar mi hermano, no hay muchos Marcelos por ahí-. Nada, muy bien…
Me arrancó el jersey de las manos, se encajó el teléfono entre la barbilla y el cuello y empezó a desabrocharme la blusa, apenas dos botones cojos, yo no me movía, no respiraba siquiera, estaba paralizada, completamente bloqueada.
– No, no ha estado mal, en serio, al tío no hay un Dios que lo aguante, ya sabes, pero la gente se lo ha pasado bien, ha chillado, ha llorado y se ha ido a casa contenta -adoptó un tono épico, como los locutores de televisión cuando transmiten un partido de la selección nacional-, en suma, te has perdido otra jornada de gloria para el socialismo español, camarada, una más, estamos embalados… -podía escuchar las carcajadas de mi hermano, al otro lado del teléfono, Pablo también se reía, ni siquiera yo soy capaz de mentir mejor.
Me pasó las manos por detrás y me desabrochó el sujetador, un Belcor enorme, modelo inevitable años setenta, color carne, cuadraditos en relieve y tres florecitas de tela en el centro, cuya contemplación le había provocado exagerados y mudos espasmos de horror. Tapó el auricular con la mano, me pasó un dedo por debajo de la hombrera y me susurró al oído: