Las Edades De Lulu

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Las Edades De Lulu
Название: Las Edades De Lulu
Автор: Grandes Almudena
Дата добавления: 16 январь 2020
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Las Edades De Lulu - читать бесплатно онлайн , автор Grandes Almudena

Sumida todav?a en los temores de una infancia carente de afecto, Lul?, una ni?a de quince a?os, sucumbe a la atracci?n que ejerce sobre ella un joven, amigo de la familia, a quien hasta entonces ella hab?a deseado vagamente. Despu?s de esta primera experiencia, Lul?, ni?a eterna, alimenta durante a?os, en solitario, el fantasma de aquel hombre que acaba por aceptar el desaf?o de prolongar indefinidamente, en su peculiar relaci?n sexual, el juego amoroso de la ni?ez. Crea para ella un mundo aparte, un universo privado donde el tiempo pierde valor. Pero el sortilegio arriesgado de vivir fuera de la realidad se rompe bruscamente un d?a, cuando Lul?, ya con treinta a?os, se precipita, indefensa pero febrilmente, en el infierno de los deseos peligrosos.

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El dolor no se desvaneció, siguió allí todo el tiempo, latiendo hasta el final, hasta que el placer se desligó de él, creció y, finalmente, resultó más fuerte.

Cuando sentía ya los últimos espasmos, y mis piernas dejaban de temblar para desaparecer del todo, Pablo se desplomó sobre mí, emitiendo un grito ahogado, agudo y ronco a la vez, y mi cuerpo se llenó de calor.

Permanecimos así un buen rato, sin movernos.

Él había escondido la cara en mi cuello, me cubría los pechos con las manos y respiraba profundamente. Yo era feliz.

Se separó de mí y le oí caminar por la habitación. Cuando intenté moverme advertí que me dolía todo. Me volví trabajosamente porque algo parecido a las agujetas, unas agujetas espantosas, me paralizaban de cintura para abajo.

El me ayudó a levantarme. Cuando le rodeé el cuello con los brazos para besarle, me levantó por la cintura, me encajó las piernas alrededor de su cuerpo y comenzó a andar conmigo en brazos, sin hablar.

Salimos al pasillo, que era largo y oscuro, un clásico pasillo de casa vieja, con puertas a un lado. La última estaba entornada. Entramos, se las arregló para encender la luz de alguna manera, y me depositó en el borde de una cama grande. Me quitó la falda y las medias, sonriéndome. Luego apartó la colcha y me empujó dentro. Se despojó de su camisa, lo único que llevaba puesto, y se deslizó conmigo debajo de las sábanas.

Aquellas notas de clasicismo, la cama y mi propia desnudez, me conmovieron y me aliviaron a un tiempo. Se habían acabado las rarezas, por lo menos de momento.

Ahora me besaba y me abrazaba, haciendo ruidos extraños y divertidos. Me peinaba con la mano, estirándome el pelo hacia atrás, y se detenía un instante, de tanto en tanto, para mirarme. Era delicioso. Notaba su piel fría y dura, su pecho desnudo -a pesar de lo establecido al respecto, siempre me han repugnado los hombres peludos-, e intuía por primera vez que aquello acabaría pesando sobre mí como una maldición, que aquello, todo aquello, no era más que el prólogo de una eterna, ininterrumpida ceremonia de posesión.

La profundidad de ese pensamiento me sorprendió a mí misma mientras rodábamos encima de la cama, que ahora resultaba un reducto caliente y cómodo, lo que me devolvió a planos menos trascendentales, sugiriéndome que en la calle debía hacer un frío espantoso, idea placentera por excelencia, mientras yo seguía allí, cobijada y segura.

En realidad no me había dolido tanto.

Aproveché una pausa para indagar acerca de algo que me venía obsesionando desde hacía tiempo.

– ¿He sangrado mucho?

– No has sangrado nada -parecía divertido.

– ¿Estás seguro? -su respuesta me había desconcertado absolutamente.

– Sí.

– ¡Vaya por Dios!

No había sangrado nada. Nada. Aquello sí era terrible. Había pasado algo importantísimo, decisivo, algo que no se volvería a repetir jamás, y mi cuerpo no se había dignado a conmemorarlo con un par de gotas de sangre, un mínimo gesto dramático. Me había defraudado mi propio cuerpo. Yo había imaginado algo más truculento, más acorde con la vertiente patética de la cuestión, toda una hemorragia, un desmayo, algo, y solamente había tenido un orgasmo, un orgasmo largo y distinto, incluso de algún modo doloroso, pero un orgasmo más al fin y al cabo.

El se reía, se estaba riendo de mí otra vez, así que escondí la cara contra su hombro y renuncié a contarle lo que pensaba. Alargó la mano hacia el suelo y recogió un paquete de tabaco.

– ¿Un pitillito de película francesa? -su voz era risueña todavía.

– ¿Por qué dices eso?

– No sé…, en las pelis francesas siempre fuman después de follar.

– ¿Y por qué dices siempre follar, en vez de hacer el amor, como todo el mundo?

– Ah, ¿y quién te ha dicho a ti que todo el mundo dice hacer el amor?

– Pues no sé…, pero lo dicen. -Había aceptado, por supuesto. Era un placer adicional, fumar, otra cosa que no se debía hacer.

– Decir "hacer el amor" es un galicismo y una cursilada -había adoptado un tono casi pedagógico-, y además, aun siendo una expresión de origen extranjero, en castellano "hacer el amor" ha significado siempre tirar los tejos, no follar. "Follar" suena fuerte, suena bien, y además tiene un cierto valor onomatopéyico, se parece mucho a fuelle… Joder también vale, aunque últimamente, está muy desvirtuado, se ha quedado antiguo.

– Como cachonda…

– Exacto, como cachonda, pero esa palabra me gusta -me sonrió, seguramente me había oído, antes-. Finalmente, el sexo, es decir, follar, follar a secas, es algo que no está necesariamente relacionado con el amor, de hecho son dos cosas completamente distintas…

Entonces comenzó la clase teórica, la primera.

Habló y habló en solitario, durante mucho tiempo. Yo apenas me atrevía a interrumpirle, pero me esforzaba por retener cada una de sus palabras, por retenerle a él, en mi cabeza, mientras hablaba del amor, de la poesía, de la vida y de la muerte, de la ideología, de España, del Partido, de Marcelo, del sexo, de la edad, del placer, del dolor, de la soledad.

Después apagó el último pitillo, se quedó mirándome de una forma extraña, especialmente intensa, sonrió, como si quisiera borrar de su rostro la expresión anterior y me dijo algo así como bah, no me hagas ni caso.

Apartó la sábana y comenzó a recorrer mi cuerpo con una mano. Yo miraba su mano y le miraba a él, y le encontraba hermoso, demasiado hermoso, demasiado grande y sabio para mí. Le habría acariciado, le habría besado y mordido, le habría arañado, no sé por qué, sentía que debía hacerle daño, atacarle, destruirle, pero tenía miedo de tocarle.

Me penetró otra vez, de una forma muy distinta, suavemente, lentamente, encima de mí, moviéndose con cuidado, como si quisiera evitar hacerme daño.

Fue un polvo extraño, dulce, casi conyugal, casi.

Me pedía constantemente que abriera los ojos y que le mirara, pero yo no podía hacerlo, sobre todo cuando mi sexo comenzaba a hincharse, a engordar ostentosamente, y me imponía la estúpida obligación de estar a solas, sola con él, para poder advertir plenamente su grotesca metamorfosis, de todas maneras lo intentaba, intentaba mirarle, y abría los ojos, y le encontraba allí, la cara colgando sobre la mía, la boca entreabierta, y veía mi cuerpo, mis pezones erguidos, largos, y mi vientre que temblaba, y el suyo, veía cómo se movía su polla, cómo se ocultaba y reaparecía constantemente más allá de mis pocos pelos supervivientes, pero el mero hecho de ver, de mirar lo que estaba sucediendo, aceleraba las exigencias de mi sexo, que me obligaba otra vez a cerrar los ojos, y entonces volvía a escuchar su voz, mírame, y si me obstinaba en mi soledad, notaba también sus acometidas, mucho más violentas de repente, nuevamente hirientes, por no abrir los ojos, dejaba caer sobre mí todo el peso de su cuerpo, resucitando el dolor, moviéndose deprisa, y bruscamente, hasta que le obedecía, y abría los ojos, y todo volvía a ser húmedo, fluido, y mi sexo respondía, se abría y se cerraba, se deshacía, yo me deshacía, me iba, sentía que me iba, y dejaba caer los párpados inconscientemente, para volver a empezar.

Hasta que una vez me permitió mantener los ojos cerrados y me corrí, mis piernas se hicieron infinitas, mi cabeza se volvió pesada, me escuché a mí misma, lejana, pronunciar palabras inconexas que no sería después capaz de recordar, y todo mi cuerpo se redujo a un nervio, un solo nervio tenso pero flexible, como una cuerda de guitarra, que me atravesaba desde la nuca hasta el vientre, un nervio que temblaba y se retorcía, absorbiéndolo todo en sí mismo.

Fue un polvo dulce, casi conyugal, casi, pero al final, cuando ya estaba exhausta y mi cuerpo amenazaba con retornar cuerpo, extenso y sólido, a partir de aquel único nervio erizado y harto, él salió de mí, dio un par de zancadas hacia adelante sobre las rodillas, apoyó la mano izquierda en la pared y me la metió en la boca.

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