El Lago Sin Nombre
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Cuando los tanques entran en la plaza de Tiananmen, la vida de Diane Wei Liang cambia para siempre. Estudiante de la Universidad de Pek?n, ella y su amigo Dong Yi participan en una demostraci?n pac?fica que provoca la respuesta sangrienta y dura del gobierno chino. La condena pol?tica en todo el mundo no cambia el hecho de que esta terrible masacre ocurri? ante los ojos de millones de personas.
Los dram?ticos acontecimientos del 4 de junio de 1989 pusieron fin a los sue?os de una vida mejor, de democracia, libertad… y de amor de muchos j?venes, chinos. Entre ellos, Diane y Dong Yi, que deben huir de Pekin y no vuelven a verse.
Siete a?os m?s tarde, Diane regresa a su pa?s natal para tratar de encontrarlo. Entonces recuerda su infancia y juventud, sus a?os universitarios y aquellos tr?gicos sucesos.
El lago sin nombre es el relato de Diane que fue testigo de aquel traum?tico periodo. Nos presenta un viaje personal a su propio pasado, una historia de amor, as? como un testimonio pol?tico que nos lleva desde la Revoluci?n Cultural hasta un momento determinante en la historia reciente de China.
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– ¿Dónde estuviste anoche? Tu compañero dijo que habías ido a la plaza.
– Iba a ir a la plaza, pero al final fui a Muxudi.
Muxudi es una parada de metro que hay en la prolongación oeste del bulevar de la Paz Eterna, a unos cinco kilómetros al oeste de la plaza de Tiananmen.
Nos sentamos en su cama, uno al lado del otro. Dong Yi metió la mano en el bolsillo del pantalón. Cuando abrió la palma, vi en ella un casquillo de bala.
– Wei, no creo que vuelva ya a ser el mismo, no después de lo que he visto.
Levantó la mano y dejó que el casquillo se deslizara hasta mi palma.
– Cuéntamelo -le dije en tono suave.
Entonces Dong Yi me explicó que probablemente fueran las diez cuando llegó a la estación de metro de Muxudi. Allí ya había unos cuantos centenares de personas, la mayoría vecinos del lugar y estudiantes de provincias. Entonces oyeron acercarse los tanques y vehículos blindados; habían cruzado el Puente de Muxudi. No tardaron en ver a los soldados, con sus fusiles.
La multitud empezó a lanzar piedras y ladrillos desde detrás de las barreras que bloqueaban la calle. Sabían que, hicieran lo que hiciesen, no podrían detener el avance del ejército, pero tal vez retrasaran su llegada a la plaza.
Protegidos por sus tanques y vehículos blindados, los soldados cargaron, apartando a un lado los autobuses y demás barreras. Desde el otro lado de los arbustos de la mediana de césped del centro de la calle, la muchedumbre gritaba: «¡Bandidos!». Algunos arrojaban losas que habían arrancado de las aceras.
Se detuvo por un instante antes de continuar:
– Entonces oímos disparos. Al principio hubo mucha gente que no se agachó porque nadie creía que fueran balas de verdad.
La multitud sólo echó a correr cuando vio caer gente ensangrentada al suelo. Dong Yi se encontraba a unos doscientos metros de distancia de los soldados, no demasiado cerca. Cuando vio que la gente se desplomaba y oyó que alguien gritaba «¡Son balas de verdad!», también echó a correr. Los proyectiles pasaron silbando junto a él e impactaron en el suelo; fue entonces cuando oyó gritar a una chica. Se volvió y la vio caer. Sus amigos querían detenerse y regresar en su busca, pero las balas pasaban zumbando.
Dong Yi me quitó el casquillo de las manos y lo sostuvo entre el pulgar y el índice. Cuando le dio la vuelta, el casquillo destelló una fría luz.
La chica chillaba y se retorcía de dolor allí, en la calle. Sus amigos, cinco de ellos, todos jóvenes, gritaban, lloraban y querían volver a su lado. Uno de los vecinos dijo que era demasiado peligroso que volvieran todos allí. De modo que fue él solo, arrastrándose por la calle. Llegó hasta allí, recogió a la chica y regresó corriendo. Lo alcanzaron justo cuando llegaba, aunque por fortuna no fue nada grave. Pero la chica sangraba por el estómago. Dong Yi la sujetó mientras sus amigos intentaban contener la hemorragia. Ella temblaba, chillaba, y la sangre seguía manando sin cesar. Sus amigos lloraban y le rogaban que no los dejara. Pero todos sabían que iba a morir.
A Dong Yi se le empezaba a entrecortar la voz.
En el bolsillo de la chica encontraron su carné de estudiante y un poco de dinero empapado de sangre. Era alumna de la Universidad Hefei, en la provincia de Ann Hui. Se había desplazado en tren con sus compañeros el día anterior. Tan sólo tenía diecinueve años.
Tomé las manos de Dong Yi entre las mías y las lágrimas rodaron por nuestras mejillas.
– Encontré este casquillo cuando ya me iba de Muxudi. Lo guardaré siempre. Es mi testigo.
– ¿Qué vas a hacer ahora? -pregunté mientras me enjugaba las lágrimas.
– Ahora que te he visto me siento mucho mejor. Iré a ver si puedo comunicar con Taiyuan. Quiero que sepan que estoy bien.
Sabía que diría eso y sabía que eso era lo que debía hacer. Tenía que llamar a su esposa, por supuesto. Pero aun así, sus palabras me dolieron y me entristecieron más todavía.
– Sí. Sí, tienes que hacerlo. Tal vez puedas llamar desde el Spoon Garden.
Salimos juntos y nos despedimos.
Había muchas cosas que hacer, gente a la cual ir a ver, personas queridas a quienes informar y planes que discutir. Anochecía.