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La Hija De Burger

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La Hija De Burger
Название: La Hija De Burger
Автор: Gordimer Nadine
Дата добавления: 16 январь 2020
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La Hija De Burger - читать бесплатно онлайн , автор Gordimer Nadine

Rosa era una ni?a cuando su padre, Lionel Burger, fue condenado a cadena perpetua por promover la revoluci?n en Sud?frica. A partir de entonces, empezar? un camino que la llevar? a replantearse lo que realmente significa ser la hija de Burger.

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En el bar jóvenes suecos y alemanes, hombres y chicas ingleses apretujados para beber algo cuya etiqueta decía La Veuve Joyeuse y al atardecer los amigos de Madame Bagnelli preferían reunirse en el bar de Josette Arnys durante la temporada de verano. La vieja cantante estaba rodeada de jóvenes homosexuales que de alguna manera componían una familia numerosa a su alrededor, afectuosos, aburridos y dependientes. Algunos servían detrás de la barra o eran servidos como clientes, indiscriminadamente; Madame Bagnelli los trataba de la manera laxa, mandona, bromista y espontánea que adoptaban hacia los hombres jóvenes todas las mujeres de la aldea que por diversas razones se habían desprendido de sus propios hijos.

– Oh pardonl Je m 'excuse, je suis desolée, bien sur,… Je vous avais pris pour le gargon,…

Rosa Burger comenzaba a captar fragmentos enteros de conversaciones en francés, pero la comprensión flaqueaba cuando empezaban a volar insultos y chistes entre Madame Bagnelli y algún joven de expresión distante que cogía su bolso sujeto a la muñeca con una correa, sus cigarrillos y el encendedor dorado. Uno de ellos guisaba para Arnys en la cocina del sótano, a la altura de la bovedilla de diminutas mesas que había junto a la barra. Los manteles individuales de papel, pintados por otro, aconsejaban las spécialités antillaises (entre las viejas grabaciones que sonaban sin cesar aparecía la voz de Arnys en los años treinta, cantando «La isla donde nacimos Joséphine Beauharnais y yo»). Con la toca blanca usada al modo en que un travestí se pone una peluca y cadenas de oro enredadas en el vello rubio de su pecho, el chef de Arnys pasaba casi todo el tiempo jugando a las cartas con ella en su rincón, debajo de fotos en las que aparecía con Maurice Chevalier, Jean Cocteau y otros cuyos nombres no eran tan conocidos para una extranjera.

La barra era central y majestuosa como un fino altar erguido en una iglesia. Cuando Rosa Burger perdía el rastro de la conversación seguía una y otra vez con la mirada la espiral formada por magníficas columnas de caracol color roble oscuro que flanqueaban el espejo donde todos se reflejaban: la gorra de capitán de Darby; los pechos de Madame Bagnelli inclinados sobre la superficie de caoba; los ojos de Tatsu opacos como melaza; la mirada de uno de los homosexuales coqueteando consigo mismo; la disociación de una pareja francesa aturdida de tanto tomar el sol y tanto hacer el amor; el exaltado cuerpo doblado de Pierre Grosbois mientras daba sus opiniones sinceras, sus advertencias sobre tal o cual tema a Marthe y Françoise; la apergaminada pareja de labios brillantes con boquillas largas cuyo patio florido que bordeaba la place era una tienda donde las boas emplumadas, las antiguas bañeras con patas de dragón, los rostros quebrados de ángeles románicos llevaban tarjetas con el precio como si fueran árboles en un jardín botánico. Las columnas de roble -cuando Pierre explicaba algo a Rosa empleaba con toda consideración un francés especial, didácticamente articulado- eran clavijas de antiguas prensas aceituneras que abundaban en los campos de los alrededores, desde tiempos de los romanos (¡Qué estás diciendo! ¡Mucho antes! Su mujer asomó la cara por encima de su hombro) hasta finales de siglo diecinueve (¡Hasta la guerra del catorce, Pierre!).

Madame Bagnelli aún no había mostrado a su huésped la fábrica de aceite de oliva de Alzieri, última de las antiguas que seguían, pero ella y Rosa había llevado panbagnat y vino, y pasaron las horas del mediodía en el olivar que había sido jardín de Renoir. El valle que había sido su panorama al mar alcanzó un nuevo nivel con edificios chatos alegremente feos.

– La gente no quiere jardines en los que haya que trabajar, prefieren tener balcones donde tostarse para ser iguales a los turistas que pueden darse el lujo de venir aquí sólo para bronzer. Esa es la democracia en Francia -las carnes de Madame Bagnelli, que dormitaba de espaldas en la hierba, temblaron con su risa-. Pero mira, la luz que cae sobre nosotras es la luz que él pintó.

El cuidador se acerca para describirle los ruidos que siente en su cabeza; ella debía de tener la costumbre de ir allí a menudo. Rosa se quedó dormida y despertó bajo un árbol del que colgaba una malla de follaje plateado y deslustrado sobre su tronco negro y el cuerpo de ella.

– ¿Crecían aquí antes de que se construyera la casa?

– Probablemente antes de la revolución. Si vives en Europa… las cosas cambian -un movimiento de la cabeza desgreñada hacia el destello de cemento en el valle- pero la continuidad jamás se quebranta. No tienes que desechar el pasado. Si me hubiera quedado… allá, ¿cómo encajarían los blancos? Su continuidad deriva de la experiencia colonial, la blanca. Cuando pierdan el poder será cercenada. ¡Así de sencillo! Lo único que tienen es su horrible poder. Los africanos recuperarán su propio pasado, al que los blancos nunca pertenecieron. Incluso los Terblanche y las Alettas: nuestra rebelión contra los blancos también fue una forma de ser blancos… lo fue, lo fue. Pero aquí nunca tienes que partir de cero… No, hay mucho que asumir. Eso es lo que me encanta; nadie espera que seas más de lo que eres. Yo ni siquiera sabía que existía este tipo de tolerancia. Allá, quiero decir: si no estás a la altura de enfrentarlo todo… eres un traidor. A la causa humana, a la justicia, la humanidad, la totalidad, no hay medias tintas allá.

– ¿Ya lo pensabas cuanto te fuiste?

La mujer se incorporó lentamente, gozando del apalancamiento de sus músculos, frotándose los brazos marcados por la hierba, como un gato que se acicala después de un baño de arena.

– No lo sé. Lo acepto. Pero está el mundo entero… he olvidado que alguna vez pensé así de mí misma -la chica podía sentir curiosidad por alguna vieja aventura amorosa-. Vivir con un hombre como Ugo… no sé cómo explicártelo. Vivía su vida como un pez en el agua, con él dejabas de asombrarte y de dar vueltas… en Europa ahora no saben lo que es un conflicto, Dios los bendiga.

En el bar la voz de Grosbois era siempre inconfundible; mientras hablaba mantenía la mano derecha ligeramente levantada y dispuesta a impedir las interrupciones de su esposa.

– ¿Treinta años? ¿Qué son treinta años? ¿Estamos todos muertos? ¿No tenemos memoria? ¿De qué tenemos que avergonzarnos los franceses que ya no celebramos aquello por lo que luchamos? Si a Giscard le preocupaba ofender a los alemanes, es una pena. A mí no me preocupa. El abuelo francés no está preocupado, eh? Se llevaron nuestros alimentos, ocuparon nuestras casas. Nos ocultábamos en sótanos y montañas y de noche salíamos a la calle para matarlos. ¿Debemos olvidar todo eso? En la casa de enfrente tomaron como rehén a un chico de diecinueve años y lo mataron… su madre vive allí. Caminé por París y vi las placas conmemorativas donde fusilaban a la gente en el cuarenta y cuatro.

– Tiene razón, él tiene razón.

– Sí, ¿pero qué significa la celebración anual del Ocho de Mayo? Apenas otro demonio en las calles…

– Exactamente,… no un reconocimiento público a la gloria de la nación francesa, todo eso es desechado. El presidente de la república lo considera vulgar, eh? Hace treinta años libramos a nuestro país de los nazis y eso es algo que hoy no merece una marcha callejera. Pero los estudiantes… los empleados de la Banque de France, de Correos, Telégrafos y Teléfonos… todos los alfeñiques que quieren ganar unos francos más por mes son un espectáculo para París.

– En Vincennes muestran películas fascistas a los estudiantes.

– Ah, no, Françoise. Eso es distinto. Significa advertirles…

– ¿Sí? Ella tiene razón. ¿Cuál es la diferencia entre el tipo de películas que verán y la forma en que ya se comportan? Estropean y destruyen sus propias universidades. Ellos… disculpa, se cagan en los escritorios de sus profesores. Las películas sólo pueden estimularlos.

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