La Hija De Burger
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Rosa era una ni?a cuando su padre, Lionel Burger, fue condenado a cadena perpetua por promover la revoluci?n en Sud?frica. A partir de entonces, empezar? un camino que la llevar? a replantearse lo que realmente significa ser la hija de Burger.
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– Pero te duele, ¿no? -cayó agua sobre él cuando se agachó con mi pie entre sus rodillas. La rociada en su cara se secó inmediatamente bajo el sol que atravesaba mis cabellos y gritó-: ¡Eh! -me dirigió una mirada de reojo.
Mi dedo desapareció de la exposición al dolor; lo sentí rodeado de una suave calidez. Como él tenía la cabeza inclinada, sentí antes de ver que se había llevado mi dedo a la boca. Ridículo… ridículo y al mismo tiempo sensual, como son tantos movimientos sensuales si los miras desde afuera. Pero fue hecho con tal confianza que lo comprendí exactamente como debía comprenderlo.
Al agacharse delante de mí, vi y sentí su cabeza, su lengua por así decirlo entre mis pies: lo sabía.
– ¡Tengo el pie sucio! Di toda la vuelta al valle a primera hora de la mañana.
– Tu pie no puede estar sucio… acabas de salir del mar, Rose, dime… -lo tenía entre sus palmas como si fuera un conejo o un pájaro y sabía que lo sostenía así a modo de sugerencia.
– Venga, Didier. Debemos volver.
Me imitó con tono burlón:
– Venga, Didier, debemos irnos.,. Rose, es verdad que tus pies son un poco anchos, pies de campesina, pero tienes un ombligo hermoso como los que se ven en las naranjas… ¿por qué pones cara de circunstancias, por qué no podemos reír juntos? Rose…
– Conmigo, no, Didier.
– ¿Contigo?
– No tienes por qué hacerlo.
– ¿Qué quieres decir con eso? Yo no tengo por qué hacer nada. Hago lo que siento.
– Lo expliqué mal.
– Rose, estás hablando… ¿de qué estás hablando?
– Lo sabes. Si aparece una nueva mujer… una chica, entre las amistades, tú… Es lo mismo que ser amable con las mujeres mayores, es lo que corresponde.
– Pero nosotros somos jóvenes, Rose -a veces parece copiar diálogos de los seriales de televisión-. ¿No es cierto? Es natural, eh? ¡Nosotros somos los únicos jóvenes! ¿Qué te ocurre?
Dije a este ser desconocido, como si lo conociera:
– Entonces crees que está mal, con Donna, que no es natural hacer el amor, vivir con ella.
Frunció el entrecejo con aire escéptico.
– ¿Porque es mucho mayor? ¿Un sacrificio? ¿Te debe algo?
– ¿Qué dices? Donna es una mujer generosa.
– A mí. Es como si creyeras que ella me debe entregar a ti.
Puso una boca semejante a las bocas de los querubines que soplan los cuatro vientos en los cuadros italianos de la colección de Solvig. Me han dicho que esta parte de Francia era italiana un siglo atrás; veo rostros que creía pertenecientes al siglo dieciocho o diecinueve.
– Ella no espera que no me gusten las chicas. Tiene que entender, eh? A ella le gustan jóvenes.
Si muestro curiosidad por ellos, por esta gente, tengo la impresión de que me lo permiten porque soy extranjera. Pero comprendo que se trata de que no tienen miedo a ser descubiertos, la naturaleza de sus motivos es compartida y discutida, porque todos aceptan la misma premisa: vivir donde hace calor, comprar, vender o tomar el placer sinceramente… de acuerdo con sus circunstancias. Reconocen como únicos imperativos la dependencia de una enmarañada red de amistades y la consagración a evadir impuestos siempre que sea posible, aprovechando al mismo tiempo todos los beneficios sociales que sea posible conseguir: descuentos, asignaciones, concesiones y pensiones sobre las que siempre discuten, ya sean ricos o pobres.
– ¿Entonces todo va bien?
El seguía jugando con mi pie, pero uno de los guijarros grises de la playa le habría dado igual.
– Está bien. Nos llevamos muy bien. Como sabrás ella es una buena comerciante. Cuida su dinero -¿No sabe nada de Vaki el Griego? Claro que lo sabe; lo que ocurrió es un riesgo calculado en relaciones de la categoría que entabla con Vaki y él mismo: estoy aprendiendo-. Sabe cómo disfrutarlo. He dado la vuelta al mundo. Vamos donde queremos.
– ¿Y eso llena toda tu vida?
– Haré otras cosas. Tengo algunas ideas.
Sus enfurruñamientos son una estratagema, entonces, un truco para llevar a Donna hasta un límite de recelo en sus previsiones para retenerlo. Este mantenido se siente libre: libre de serlo.
– Cosas que estarías haciendo si no estuvieses con ella.
– No necesariamente. Tengo un buen amigo en Estados Unidos… queremos montar en París lo mismo que tiene él en el Metropolitan Museum -meneé la cabeza: nunca había estado allí-, conseguir una franquicia para hacer reproducciones de arte con el fin de venderlas en los museos franceses. Gatos egipcios, imitaciones de joyas y esas cosas. Es un buen negocio. En Francia todavía no se le ha ocurrido a nadie. Lo importante es ser el primero… como en todas las cosas. Donna y yo estamos analizando la posibilidad de traer trufas por vía aérea desde un desierto cercano a donde tú… he olvidado el nombre. Nos reuniremos con un hombre en Milán por esta cuestión.
– Pero aquí no trabajas. ¿Sientes que ésta es tu vida?
– ¿Por qué no? Tú también encontrarás a alguien. No puedes volver, eh?
– Katya debió decirte esto.
– Donna lo mencionó… supongo que hablan. Botswana, ése es el nombre del lugar. El hombre de Milán dijo que los nativos del desierto a veces no tienen qué comer salvo trufas, pobrecillos… ¡seiscientos francos el kilo! -empezó otra vez a entrelazar sus dedos en mis pies, dispuesto a darse a sí mismo la segunda oportunidad de excitarme-. Sé muchísimo… bueno, muchísimo no, acerca de tu lugar de origen. Yo soy de Mauricio, ¿lo sabías? ¡Casi África! Cielos… -estaba riendo-. Para mí no significa nada. Mugre. Pobreza. A veces me gusta alterar a Donna cuando le cuento que los perros, algunos perros de Port Louis tienen hernias aquí -contuvo el aliento para hundir su estrecho estómago- que les cuelgan hasta el suelo.
Volvió a reír mirándome, pero no vio al burro que todavía existe en algún lado.
– Donna se vuelve loca.
– No sé por qué Katya habrá dicho eso.
– África ya no es un buen sitio para los blancos. Lo mismo ocurre en las islas. Eso estaba muy bien cuando yo era un crío.
– Nací allí, es mi patria.
– ¿Y eso qué importa? Lo que cuenta es el sitio donde puedes vivir como te gusta. Tenemos que olvidar aquello.
– Allí murió mi padre en la cárcel.
– ¿Sabes por qué fuimos a Mauricio? Mi padre había colaborado con los alemanes y lo encarcelaron después de la guerra. La gente sólo habla de su familia si ésta estuvo en la Resistencia. Sí. Nadie pensó que tal vez los alemanes ganarían… no. ¡Donna me ha hecho jurar que no se lo contaré a nadie! Ella es canadiense y no entiende nada de esto. Conozco algunos a cuyas madres les afeitaron la cabeza por acostarse con alemanes. Tenemos que olvidar todo esto. No es asunto nuestro. Yo no soy mi padre, eh?
Me ayudó a entrar en el agua haciéndome apoyar el brazo en su cuello. No había nada sexual en esta proximidad; era la cercanía de las confidencias común a todos vosotros, los amigos de la aldea… las mujeres divorciadas y las que habían enviudado -como Madame Bagnelli- de sus amantes, las viejas lesbianas y los jóvenes homosexuales. Cuando llegamos hasta ti en la playa él debió de recordar mi estupidez por no haber aprovechado tan fácil oportunidad de hacer el amor; se mostró frío conmigo y arisco con Donna cada vez que nos encontramos en los días siguientes. A veces hace un amago de caricia cuando paso a su lado, pero sólo lo hace para ver si reacciono. Es un ademán guasón e incluso despreciativo.
Puede llenarse una mañana entera haciendo compras en el mercado. No en el sentido de pasar el tiempo, sino de llenarse con el aroma picante del apio, el perfume dulce y débil de flores y fresas, las frescas secreciones saladas de escurridizos pescados, el olor a quesos, contrayendo las membranas nasales; llenarse con los colores, formas, brillos, densidades, diseños, texturas y tactos de frutas y verduras; llenarse con los encuentros y las voces de la gente. Cuando Madame Bagnelli y su huésped pasaron por los puestos -tropezaron con amigos, admiraron perros o niños enredados a sus piernas-, comparando precios entre un vendedor y otro, habían comprado una planta con su tiesto que no figuraba en la lista de Madame Bagnelli y comido una porción de tarta de espinacas. Necesitaban un café exprés en el bar de la esquina, donde los obreros jóvenes que llegaban y se marchaban en sus velocípedos, y los viejos con gorra que decidían sus apuestas triples ya estaban bebiendo sus pequeños vasos de vino tinto. Cuando las mujeres iban cuesta arriba hasta la casa, Madame Bagnelli tocaba el claxon a alguien que las invitaba a tomar un aperitivo, o Gaby Grosbois y su marido Pierre se dejaban caer para tomarlo en la terraza de Katya. Pierre y la pequeña Rose bebían pastis y las dos mujeres mayores, siguiendo el régime de Gaby, les decían que el zumo de vegetales era ideal para librar al cuerpo de toxinas.