El Lado Activo Del Infinito
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"Generalmente los eventos que cambian el curso de nuestra senda son asuntos impersonales que, sin embargo, son extremadamente personales".
Esto fue lo que don Juan le se?al? a Carlos Castaneda mientras lo iba guiando para cumplir con una tarea de cham?n: formar una colecci?n a la que don Juan llamaba un ?lbum de eventos memorables – los acontecimientos que cambiaron su vida y los sucesos que iluminaron su senda.
"Los eventos memorables del ?lbum de un cham?n son asuntos que resisten la prueba del tiempo", don Juan le indica a su disc?pulo, "ya que nada tienen que ver con ?l y, no obstante, ?l est? inmerso en ellos. Siempre lo estar?, por el resto de su vida, y tal vez a?n m?s all?, pero de una manera no del todo personal".
Este es el ?lbum de eventos memorables de Carlos Castaneda, historias que sorprender?n, sacudir?n e iluminar?n con su belleza. Nos acercar?n como nunca antes a Carlos Castaneda, el hombre, y a su lucha ?pica por encontrarle sentido – y trascender- a toda una vida.
"Don Juan describi? la meta total del conocimiento chamanico que ?l manejaba, como la preparaci?n para encarar el viaje definitivo: un viaje que cada ser humano tiene que emprender al final de su vida. Se?al? que cuando el hombre moderno se refiere vagamente a algo que denomina la vida despu?s de la muerte, esto mismo era, para aquellos chamanes, una regi?n concreta llena hasta el tope con asuntos pr?cticos de un orden distinto a los asuntos pr?cticos de la vida cotidiana. Sin embargo, ambos tienen una funcionalidad pr?ctica similar. Para los chamanes, coleccionar los eventos memorables de sus propias vidas era una entrada a esa regi?n concreta, a la que se refer?an como el lado activo del infinito".
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Me di cuenta entonces de cuán profundamente estaba atado a mi abuela. Todas las horrendas historias que me habían contado mis tías acerca del mimado Antoine se hicieron verdaderas. Mi abuela en verdad lo había mimado más allá de la salvación. A la vez, parecían estar muy contentos juntos. Los veía sentados durante horas; él, su cabeza en el regazo de ella como si fuera todavía niño. Nunca había escuchado a mi abuela conversar con nadie durante tan largas horas.
De repente, un día, Antoine empezó a producir mucha obra escrita. Empezó a dirigir una obra dramática en el teatro local, una obra que él mismo había escrito. Cuando se estrenó, fue un éxito instantáneo. Sus poemas se publicaron en el periódico local. Parecía haber entrado en un estado creativo. Pero pocos meses después todo terminó. El director del periódico del pueblo abiertamente denunció a Antoine; lo acusó de plagio y publicó en el periódico la prueba de su culpa.
Mi abuela, desde luego, no quiso oír nada acerca del comportamiento de su hijo. Explicó que se trataba de una gran envidia. Cada una de esas personas del pueblo estaba envidiosa de la elegancia, del estilo de su hijo. Estaban envidiosos de su personalidad, de su gracia. Ciertamente, era la personificación de la elegancia y del savoir faire. Pero era un plagiador; no cabía la menor duda.
Antoine nunca defendió su comportamiento ante nadie. Me gustaba demasiado para preguntarle del asunto. Además, no me importaba. Sus razones eran sus razones en lo que a mí me concernía. Pero algo se rompió; desde aquel momento, nuestras vidas iban de salto en salto, por así decir. Las cosas cambiaban tan dramáticamente en la casa de un día para el otro que me acostumbré a que pudiera pasar cualquier cosa, lo mejor y lo peor. Una noche, mi abuela entró de la forma más dramática a la habitación de Antoine. Tenía una dureza en los ojos que nunca le había visto. Le temblaban los labios al hablar.
– Algo terrible ha sucedido, Antoine -empezó.
Antoine la interrumpió. Le rogó que le dejara explicarle todo.
Lo calló abruptamente.
– No, Antoine, no -dijo con firmeza-. Esto no tiene nada que ver contigo. Tiene que ver conmigo. En este momento tan difícil para ti, algo de mayor importancia ha sucedido. Antoine, hijo de mis entrañas, se me ha acabado el tiempo.
»Quiero que comprendas que esto es inevitable -siguió-. Tengo que irme, pero tú debes quedarte. Tú eres la suma total de todo lo que he hecho en mi vida. Por bien o por mal, Antoine, eres todo lo que soy. Dale una oportunidad a la vida. Al final, estaremos juntos de nuevo de todas maneras. Entretanto, debes hacer, Antoine, debes hacer. Lo que sea no importa, con tal de que hagas.
Vi el cuerpo de Antoine estremecerse de angustia. Vi cómo contrajo su ser total, todos sus músculos, toda su fuerza. Era como si cambiara de velocidades, desde su problema que era como un río, al mismo océano.
– ¡Prométeme que no te vas a morir hasta que mueras! -le gritó.
Antoine asintió.
Al día siguiente, siguiendo el consejo de su consejero-brujo, mi abuela vendió todas sus pertenencias, que eran bastantes, y le dio todo el dinero a su hijo, Antoine. Y al día siguiente, muy temprano, se llevó a cabo la escena más extraña que jamás habían presenciado mis ojos de diez años; el momento en que Antoine se despidió de su madre. Fue una escena tan irreal como la de un set de filmación; irreal en el sentido que parecía haber sido inventada, escrita en alguna parte, creada por una serie de ajustes que el escritor hace y que el director lleva a cabo.
El patio de la casa de mis abuelos era el decorado. El protagonista era Antoine, su madre la primera actriz. Antoine viajaba ese día. Iba al puerto. Iba a abordar un crucero italiano y cruzar el Atlántico a Europa, un viaje de placer. Estaba tan elegantemente vestido como siempre. Lo esperaba fuera de la casa, un taxista, sonando la bocina imperiosamente.
Yo había sido testigo de la última febril noche de Antoine, queriendo desesperadamente escribirle un poema a su madre.
– Es pura mierda -me dijo-. Todo lo que escribo es una mierda. Soy un don nadie.
Le aseguré, aunque yo tampoco era nadie para asegurárselo, que lo que escribiera sería maravilloso. En un momento dado me sobrevino el entusiasmo, y crucé ciertos parámetros que nunca debería haber cruzado.
– ¡Créemelo, Antoine! -le grité-. Yo soy un peor don nadie que tú. Tú tienes mamá. Yo no tengo a nadie. Lo que escribas, sea lo que sea, va a estar muy bien.
Muy cortésmente, pidió que me fuera de su habitación. Había logrado que se sintiera un idiota al tener que tomar consejos de un nene que era un don nadie. Amargamente, sentí mi arrebato. Hubiera querido que siguiera siendo mi amigo.
Antoine tenía su abrigo perfectamente doblado y lo llevaba sobre su hombro derecho. Llevaba un traje de un verde precioso, de cachemir inglés.
Se oyó la voz de mi abuela:
– Tenemos que apresurarnos, amor -dijo- El tiempo apremia. Tienes que irte. Si no te vas, esta gente te va a matar por el dinero.
Se refería a sus hijas y a sus maridos, que estaban fúricos cuando se enteraron de que su madre muy calladamente las había desheredado, y que el horrendo Antoine, su archi-enemigo, se iba a ir con todo lo que tenía que haber sido de ellas.
– Siento tener que hacerte pasar por todo esto -dijo mi abuela en tono de disculpa-. Pero como bien sabes, el tiempo marcha a otro compás que el de nuestros deseos.
Antoine se dirigió a ella con su grave voz, preciosamente modulada. Parecía, más que nunca, un actor de teatro.
– Sólo te pido un minuto, madre -dijo-. Quisiera leerte algo que escribí para ti.
Era un poema de agradecimiento. Cuando terminó la lectura, hizo una pausa. Había una riqueza de sentimientos en el aire, una vibración.
– Que hermosura, Antoine -dijo mi abuela con un suspiro-. El poema expresa todo lo que me querías decir. Todo lo que yo quería oír de ti. -Hizo una pausa por un instante. Entonces sus labios se abrieron en una sonrisa exquisita.
– ¿Plagiado, Antoine? -le preguntó.
La sonrisa de Antoine era igualmente radiante:
– Por supuesto, madre -dijo-, por supuesto.
Se abrazaron, hechos un mar de lágrimas. La bocina del taxi sonó con mayor impaciencia. La mirada de Antoine cayó sobre mí, escondido debajo de la escalera. Asintió como para decir: «Adiós. Cuídate”. Entonces dio la vuelta y sin mirar de nuevo a su madre, corrió hacia la puerta. Tenía treinta y siete años pero aparentaba sesenta; parecía llevar una carga tan gigantesca sobre sus hombros. Se detuvo antes de llegar a la puerta al oír la voz de su madre advirtiéndole por última vez:
– No mires hacia atrás, Antoine -dijo-. Nunca mires hacia atrás. Sé feliz y hazlo. ¡Hazlo! Allí está el truco. ¡Hazlo!
La escena me llenó de una extraña tristeza que perdura hasta hoy día: una melancolía inexplicable que don Juan dijo tenía que ver con mi primer conocimiento de que sí se nos acaba el tiempo.
Al día siguiente, mi abuela se fue con su consejero/camarero/criado a emprender un viaje a un lugar mítico llamado Rondonia, donde su ayudante-brujo iba a buscarle una curación. Mi abuela estaba enferma de muerte, aunque yo no lo sabía. Nunca regresó, y don Juan me explicó que la venta de sus pertenencias y el dárselas a Antoine fue una maniobra maravillosa de brujería que su consejero llevó a cabo para desligarla del cuidado de su familia. Estaban tan fúricos con mamá por su acción que no les importaba si regresaba o no. Yo tenía la idea de que ni se dieron cuenta de que se había ido.
Encima de esa plana meseta, recordé todos esos sucesos como si hubieran pasado hacía un instante. Cuando les expresé mi agradecimiento, logré que regresaran a esa cima. Al terminar mis gritos, mi soledad era algo inexpresable. Estaba llorando desconsoladamente.
Don Juan me explicó con gran paciencia que la soledad es inadmisible para un guerrero. Dijo que los guerreros-viajeros pueden contar con un ser sobre el cual pueden enfocar todo su afecto, todo su cariño: esta tierra maravillosa, la madre, la matriz, el epicentro de todo lo que somos y de todo lo que hacemos; el mismo ser al cual todos regresamos; el mismo ser que permite a los guerreros-viajeros emprender su viaje definitivo.