Cronica De Un Iniciado
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La ambig?edad del tiempo y una C?rdoba tan m?tica como real, constituyen el escenario propicio para el pacto diab?lico y el rito inici?tico. Es octubre de 1962. La inminencia de la guerra por la crisis de los misiles en Cuba y un grupo de intelectuales argentinos que asisten a un estrafalario congreso. En ese marco, Esteban Esp?sito se enamora de Graciela Oribe, fuente de la evocaci?n y la memoria apasionada que dar? cauce a esta enigm?tica historia de amor. De all? en m?s, las treinta y seis horas en la rec?ndita C?rdoba y la m?quina del recuerdo hacen del tiempo un protagonista sustancial, y Esp?sito asumir? otras b?squedas existenciales que lo conectar?n con el delirio, con el ser, con el sentido de la vida y de la muerte y con su parte demon?aca. Y, en una encrucijada, pactar? con el Diablo para aceptar una nueva moral y un gran desaf?o: canjear la vida por la literatura.
Abelardo Castillo maneja los hilos de la incertidumbre y nos da una novela monumental cuyo centro es un saber cifrado: `Hay un orden secreto, el demonio me lo dijo`, confiesa el narrador. Y los lectores sabemos que acceder a esa forma de sabidur?a tiene un precio.
En la tradici?n de Goethe y Thomas Mann, de Arlt y Marechal, deslumbra y emociona la rebosante imaginaci?n, la hondura metaf?sica y la perfecta arquitectura de Cr?nica de un iniciado.
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– Verónica. Que la persona que estás admirando se llama Verónica. Y de cerca no es tan joven, aunque es muy hermosa en todo sentido. Es la mujer de Cantilo. Pinta. Desciende de noruegos y de un caudillo puneño de la época de Rosas, es algo así como Civilización y barbarie ella sola. Pinta cuadros. No siempre, a veces duerme con poetas desesperados -decías esto en voz muy baja y sonreías hacia ellos. El dualismo me molestó. Los dos dualismos: también algo infantil en tu gesto unido a la minuciosa malignidad del verbo dormir. Verbo adulto y corrupto. -Tiene la manía de pensar en Perón.
– ¿Eh? ¿Quién?
– Por favor, él. Cantilo.
– Vamonos a cualquier otra parte. Este lugar es infecto y yo necesito hablar con vos.
Me miraste extrañada y murmuraste que desde hacía media hora me lo estabas pidiendo.
– Ya no podemos -dijiste después con naturalidad. Santiago venía hacia nosotros. Dijo que el caballero nos invitaba a compartir su mesa.
– Conoció a Arlt, le dice Roberto. En seguida te lo cuenta. Eso y lo de la cárcel. No le vayas a nombrar a Perón.
En ese momento sentí una especie de soledad repentina y al mismo tiempo antigua. Tenía que ver con vos, pero sobre todo con Santiago y conmigo. Un hueco de algo entre el jujeño y yo.
– De cualquier modo es un buen tipo -murmuró el jujeño cuando llegamos a la mesa-. Es como es.
– El doctor Cantilo quería conocerlo -casi gritó la señorita Cavarozzi-. íntimo de Roberto Arlt. Yo dije que me parecía notable. -Qué notable -dije.
Verónica y vos se besaron, cosa que en ciertas mujeres resulta inquietante. O a mí me inquieta. Ligeramente es pornográfico, pero así: como si a través de la mujer que está con uno, uno tuviera acceso a la del otro, el otro a la de uno, y ellas a su vez a cada uno de nosotros.
Cantilo dijo las veces que habremos hecho diabluras, de jóvenes. Diabluras con Roberto. Comportamiento diabólico que si no hubiera bastado para hundir en la melancolía la juventud de cualquier ser humano, a un hombre de genio lo habría sepultado en la más negra desesperación. Aventuras dantescas, ni bien se pensaba que cuando Arlt tenía veinte años el doctor Cantilo andaría por los tres. Tomé dos whiskies y soporté a pie firme la parte en que Roberto Godofredo, con sus planos bajo el brazo, requería la opinión del pequeño Roque sobre la fábrica de galvanizar medias o la Rosa de Cobre, y, al llegar el electrizante momento en que la vida se pone injusta y el narrador debe pagarle un café con leche a Aquel Idealista Incorregible, sentí, de golpe, que algo muy raro estaba pasando. Miré hacia el costado.
Y me vi.
Ahí estaba yo, sentado a otra mesa. La luz era difusa pero se me distinguía perfectamente. Y no sólo a mí. Corrí la silla, cosa de ver bien sin apartar mucho los ojos de Cantilo. Una adolescente, de espaldas a esta mesa, estaba allá sentada frente a mí. Tenía la cara redonda. Tenía el pelo castaño. Tenía una dulce y tenue cicatriz en la mejilla derecha. No necesitaba verla desde acá para saber todas estas cosas. Se llamaba Beatriz. Yo, sobrio, tomaba allá un café. El de acá interrumpió cortésmente a Cantilo y pidió un whisky, el tercero, o tal vez el sexto si se contaban las ginebras anteriores con la alta muchacha de pelo negro. ¿Graciela se llamaba? O sea que todo esto puede ser muy bien lo que la gente llama estar borracho. Pero whisky más ginebra no se suma, especies diferentes: falacias de la Lógica. Y además esto es otra cosa, bien real. Y hasta mucho más que real. Siempre lo supe: no hay el mundo, sino los mundos. Nada posible deja nunca de suceder, sólo que en otra secuencia de la realidad. Hay una historia humana en la que Cleopatra tenía, efectivamente, la nariz más larga. ¿Qué habrá hecho César al verla? Y hay una historia mía que está ocurriendo en aquella mesa; hay allá atrás una ventana que da a Plaza Irlanda, en Buenos Aires, a una calesita girando iluminada en la noche, al misterio de las verjas y los árboles y las hiedras del Colegio Santa Brígida. Uno podría deslizarse hasta allí, si quisiera. En momentos como éste debe poderse. Antes de que todo aquello desaparezca, antes de que Cantilo deje de hablar, yo sé que es posible encontrar el pasaje. Frente al otro, de espaldas a mí, Beatriz ha de estar preguntándole qué mira. Tiene la cara redonda, tiene una dulce y tenue y casi imperceptible cicatriz en la mejilla derecha. Tiene enormes ojos donde lentamente vuelan en círculo pájaros marinos. Pero mejor quedarse de este lado, mejor beberse con tranquilidad un whisky.
– Adiós y que sean felices. Me mirabas. Todos me miraron.
– ¿Cómo? -dijo Cantilo.
– Que me llama mucho la atención lo que ha dicho, doctor. Que estoy como conmovido. Que usted no se imagina lo que me pasó mientras lo oía. Casi que me tomaría alguna cosa.
– Lo comprendo, joven -dijo Cantilo-. No crea que no lo comprendo. Pida lo que quiera, por favor.
Luz de sala. Yo tengo que irme. En cualquier momento esto se llena de amazonas y elefantes.
V
Caminamos en silencio alejándonos del centro por veredas húmedas y cada vez peor iluminadas. Ya no lloviznaba. Viva Cristo Rey, leí. Frondizi Judas. Viva la Mazorca, comunistas y judíos a la horca. Después este boulevard arbolado, las agujas góticas de Santa Lucía, que esa noche era sólo una imponente y grave silueta innominada contra el ciclo negro, y en el centro de la calle un largo acueducto con sombrías parejas besándose, sentadas sobre el borde del parapeto. Gente apasionada a la que no afecta la humedad. ¿Y por qué me estás llevando por allí? La luz de un relámpago te sobresaltó y dejaste de hablar. Mamer, habías dicho. La Madre Superiora. Lo cual significaba ma mere, y sobre todo significaba que lo del paseo en silencio era más bien una impresión mía. ¿Has vuelto a oír el llamado del Señor, Oribe? No, madre. Ábrete a Él y escúchalo con el corazón, y sobre todo no vayas tanto al cine. Sí, madre, buenas noches y viva Jesús. Viva María, hija.
– Cómo se llama este lugar -pregunté.
– La Cañada.
Me asomé al parapeto. Un abismo bastante considerable, mucho más teniendo en cuenta que allá en el fondo no se percibía sino un tenue hilito de agua.
– Y eso, esa especie de pis de gato que corre ahí abajo, de qué torrente se trata.
Oí nacer un trueno lejano. Muy adecuado a la situación. Como provocado por mí, por mi hostilidad. Trece siglos y medio atrás me habrían dado cinco años de cárcel por causar tempestades. Líber Poenitentialis. Desde hacía un rato largo sentía la maligna necesidad de ser desagradable e hiriente. ¿Te darías cuenta?
– Un río -dijiste-. El Río Suquía.
– Caudaloso. El ingeniero que proyectó este entubamiento tenía una idea algo febril de las cosas.
– Mamama Albertina te puede contar de las inundaciones.
– ¿Mamama?
El trueno se arrastró a lo largo de la noche de Córdoba como un vago bramido y se apagó al otro lado de las sierras. En el silencio, tu voz:
– Mamama. La grana mamam -en perfecto francés. Sí. Te dabas cuenta.
– Tu abuela -dije.
Oí tu risa en la oscuridad, como una absolución.
– La tuya.
Y ése hubiera sido quizá el momento de hacer algo natural y razonable. O de empezar a hacerlo. Darle alguna utilidad a ese parapeto. Besarte. Apoyar, con o sin consideración, alguna mano sobre algún lugar. Nadie se va a la cama por combustión espontánea. Y seguramente estuve por intentarlo; pero algo me lo impidió. Como brotado de la tierra apareció él. El perro. Un esquelético perrazo amarillo, intempestivo y sonriente. Los faros de un automóvil lo iluminaron a no más de medio metro de nosotros. Gritaste y te sentí pegada a mi cuerpo.
– No es para tanto -me oí decir mientras la bestia se alejaba con la cola entre las patas y yo me insultaba interiormente por lo que ibas a escuchar de inmediato. Ya no había fuerza en el mundo capaz de impedir que lo dijera-. No hacía falta este tipo de colaboración.