?gur Nebl?

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?gur Nebl?
Название: ?gur Nebl?
Автор: Palol Miquel de
Дата добавления: 16 январь 2020
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?gur Nebl? - читать бесплатно онлайн , автор Palol Miquel de

En las postrimerнas de este siglo iba siendo necesario un libro, con lucidez y exactitud de relojero, construyera un mundo ficticio desde el que desvelar las trampas y los secretos del nuestro. Lo ha escrito Miquel Palol con Igur Nebli, hйroe caballeresco, a la vez atбvico y posmoderno, con el que el lector sentirб la claustrofobia de un mundo que pronto reconocerб como suyo, descubrirб las oscuras estrategias del Estado bajo las intrigas de La Muta, y reconocerб el hermйtico y vertiginoso Laberinto de Gorhgrу participando en una siniestra alegorнa del Poder y de sus inextricables instrumentos de manipulaciуn de la informaciуn, de presiуn del individuo, de despersonalizaciуn y de angustia.

Para quienes siempre pensaron que la literatura es un juego con la literatura, para quienes no se conforman con la lectura de la historia y quieren tomar parte de ella y para quienes gustan de los libros que jamбs se acaban con su ъltima pбgina, Igur Nebli resultara una lectura extremadamente gratificante.

La calidad indiscutible que llevу al exito a El Jardin de los Siete Crepъsculos alcanza con Igur Nebli una envidiable madurez.

`Un texto donde Palol lleva hasta sus ъltimas consecuencias el objetivo de convertir la literatura en el medio mбs oportuno para disfrazarse de dios y jugar a la construcciуn de un mundo`. Javier Aparicio, El Pais.

`La particular `locura` narrativa de Palol es saludable para todo el conjunto de la narrativa catalana`. Marc Soler, El Temps.

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– No te preocupes, la Eponimia de Bruijma es una realidad -dijo Ígur, mecánicamente.

– ¿Ah sí? ¡Espléndido! Pero yo me refería a Arktofilax. Ahora es urgente, ya no porque si tardamos más de la cuenta tendremos que esperar meses para volver a disponer del cielo adecuado -Ígur casi no lo escuchaba, y los dos se dieron cuenta-, sino porque tenemos competencia. Silamo ha sabido que el Caballero de la Expedición Simbri ya ha salido a buscarlo, y si lo encuentra antes que nosotros, la Entrada será para él.

Ígur sufrió un descalabro emocional. Pensó en Omolpus, que había desaparecido por la codicia de Milana, imaginó cómo podía haber pasado, quizá una escena como aquélla. Debrel continuaba exponiendo problemas inmediatos y cómo abordarlos, y Guipria y Sadó no perdían a Ígur de vista. Se le ocurrió si realmente no le habrían ordenado que los matase para ponerlo a prueba. ¿Y si fuera cosa de la Apotropía de Juegos? Se lo tenía que haber preguntado a Ifact, pero ¿y si eso precipitaba las cosas?

– ¿Qué te pasa, querido amigo? -le dijo Guipria, acercándosele.

Los ojos de Ígur se clavaron en la cola de Sadó, bastante baja y floja, con tensiones desiguales de los cabellos que sujetaba, y con algunos sueltos a los lados, aparente resultado de una deliciosa negligencia, miró las manos de Debrel, delgadas y arrugadas pero tersas a la vez, ágiles y cambiantes y a la vez cansadas, como de bronce viejo, miró las comisuras de los labios de Guipria, la arruga enérgica que marcaban en los momentos en que ella se sabía la más inteligente, y supo que era precisamente eso, lo que le tenía que ser arrebatado, lo que más quería, lo que él no necesitaba guardar silencio para que no se le notase el nudo que le producía en la garganta, cuando, finalmente, no pudo evitar que le viesen los ojos humedecidos, y supo que nunca había ido allí a matar a nadie, se desconoció con furia del que poco antes dudaba, y, liberado, se abandonó triunfalmente al impulso más fuerte.

– Tenéis que huir ahora mismo -suplicó; los otros se quedaron mirándolo con los ojos como platos-, ¡tenéis que huir y esconderos! Me han ordenado que os mate a los dos, y de eso hace ya tres días, así que el peligro es inminente.

Ígur estaba dispuesto a cualquier reacción. Todos miraban a Debrel, y el geómetra bajó la cabeza con una sonrisa benevolente.

– Así que se trataba de eso, por eso te has escondido estos días… -Lo miró límpidamente, y se volvió hacia Guipria, que le sonreía expectante-. Aún nos han concedido bastante tiempo.

– ¿Qué queréis decir? -preguntó Ígur, el cuerpo indeciso de aligerarse de la carga-. ¿Ya contabas con ello?

– Los viejos fantasmas nunca mueren -dijo Guipria.

– Y eso sin movernos de casa -dijo Debrel-; pero esta vez se ha acabado.

– ¿Qué queréis decir? -se sobresaltó Ígur-. ¿Qué pensáis hacer?

Debrel se levantó; no había perdido la sonrisa en ningún momento.

– Ahora, escúchame. Es más urgente que nunca que encuentres a Arktofilax, él es tu último obstáculo antes del Laberinto. Quien lo encuentre será el Entrador.

– Un momento -dijo Guipria-, ¿que le pasará a Ígur cuando vean que ha desobedecido la orden?

– No te preocupes -dijo Debrel, confortador como si se dirigiera a adolescentes-, ya cuentan con eso. Ahora está a punto de entrar en el Laberinto, y ellos sólo se preocupan por el Laberinto. El que nos hayan dejado tranquilos hasta ahora significa que tienen mucho interés en allanarle el camino. Ígur -lo miró fijamente-, ándate con mucho cuidado al salir. La orden de matarnos no es tan sólo nuestra condena, porque estamos perdidos de todas formas; también les interesa saber hasta qué punto estás dispuesto a actuar para ellos a ojos cerrados.

– Nunca más -resolvió Ígur, sintiendo que se volvía a conmover.

– La Equemitía te ha favorecido porque tiene un pacto con Bruijma para limitar el poder de las Órdenes Militares sin exasperarlas, y así mantener a Ixtehatzi hasta que acabe la Reforma, pero cuando Ixtehatzi se debilite y ya no haya ningún Laberinto para canalizar influencias y recursos, si no juegas bien con el poder que tengas en las manos, puedes acabar muy mal.

– Pero ¿y ahora? ¿Qué haréis? -dijo Ígur.

– Veamos -dijo Debrel tranquilamente-, a ti te concederán veinticuatro horas más como mínimo, y a partir de entonces nos enviarán a otro -acarició a Guipria con una mirada cálida y extensa-. Creo que es urgente que nos tomemos unas buenas vacaciones… Pero antes -cambió a un tono práctico- tenemos que resolver algunas cuestiones. Lo que se refiere al Laberinto ya está listo. Tienes el disco, y respecto a Arktofilax, el único contacto que hemos podido establecer es un tal Beremolkas, que vive en Ankmar, en la costa oybiria -Ígur lo anotó mentalmente-; ya sé que no es gran cosa, pero no hemos llegado más lejos. Acerca del Caballero de la Expedición Simbri, Silamo ha sabido que se trata de un tal Meneci, un individuo de unos veinticinco años, y con una habilidad especial para los disfraces. Ve con cuidado, parece ser que es un luchador terrible y sin escrúpulos, y se hizo Caballero de Capilla muy joven y directamente desde el Pórtico, igual que tú. Conviene que salgas mañana mismo, pase lo que pase; servirá, de paso, para que olviden que les has desobedecido, o al menos, si vuelves con Arktofilax, como espero que ocurra, para que en principio no te lo reprochen. Además -rió-, siempre puedes decirles que ahora sólo recibes órdenes del Príncipe Bruijma. Ahora -miró a Guipria- tenemos que pensar en Sadó y Silamo.

– Yo iré con vosotros -dijo Sadó, y el corazón de Ígur se llenó de resonancias contradictorias.

Guipria sonrió con tristeza, y Debrel soltó una carcajada.

– De ninguna manera, querida. Allí adonde vamos no hay cabida para un sol naciente como tú.

– Pues viviré sola. Y entonces no me pienso mover de Gorhgró.

– En Gorhgró, es imposible vivir sola -sentenció Guipria-. No durarías ni una semana.

– Habría que buscar una suite en un Palacio privado de expansión -dijo Debrel-, pero se necesita influencia.

– Yo tengo entrada al Palacio Conti -dijo Ígur sin pensárselo dos veces.

– No sé si es el lugar más adecuado -dijo Guipria, y Debrel se encogió de hombros.

– Por lo que estás pensando, lo es. Es uno de los pocos sitios de todo el Imperio donde la ética y las decisiones dependen de uno mismo, y no hay ningún resquemor ni ninguna necesidad remota, porque todo está al alcance de la mano.

– ¿Estás de acuerdo? -le preguntó Guipria a Sadó, y la hermana menor asintió.

– Perfecto, entonces. Ígur te acompañará ahora mismo.

Hubo un momento de desconcierto y contemplaciones.

– ¡Ahora mismo!

Debrel sonrió.

– No hay que dar más oportunidades de las imprescindibles. A Ígur ya le han enviado Fonóctonos una vez. No sé de dónde procede la orden de matarnos, es decir, sí lo sé, pero no a través de quién, en fin, el caso es que ahora nos tienen a todos juntos, y más vale que no nos quedemos aquí muchas horas más. -Rió viendo la cara de Sadó-. Tampoco es preciso que salgamos corriendo ahora mismo, pero hay que desaparecer esta noche -se dirigió a las mujeres-, tan pronto como tengáis lo imprescindible, comemos algo y nos vamos. Atención -rió-, que ya os conozco. Sadó que coja lo que quiera, pero tú una bolsa y nada más.

– ¿Y tú, no te vas a llevar nada? -le dijo Ígur cuando Guipria y Sadó hubieron salido; Debrel abrió los brazos.

– Yo llevo encima todo lo que voy a necesitar.

– ¿Y Silamo?

– De Silamo me ocuparé ahora mismo -tecleó el Cuantificador-, aún tengo amigos en la Administración que lo colocarán discretamente algún tiempo, hasta que pase todo esto.

Ígur quería preguntar qué pensaban hacer él y Guipria, pero no se atrevió. Notificó a la Secretaría del Príncipe Bruijma vía Cuantificador que salía de viaje por asuntos del Laberinto, y después se abandonó a la contemplación de la espléndida sala del torreón, el último resplandor del crepúsculo en torno a la Falera que contenía el Laberinto, causa directa de la desgracia de Debrel. Se preguntó qué sería de la casa, y se volvió al macizo lejano fascinado por su atractivo maligno.

– ¡Maldito Laberinto! -exclamó-. He sido la causa de tu desgracia.

– En absoluto -dijo Debrel, completamente pausado-. Hace tiempo que no nos quitan ojo, y si no hubiese sido el Laberinto habría sido otra cosa. Además -rió-, ¿quién dice que nos quieran matar en relación con el Laberinto? ¿Por qué tendrían que hacerlo? ¿Por haberte ayudado? En ese caso, ¿no les resultaría más sencillo matarte a ti?

Ígur pensó que él era más difícil de eliminar que un hombre de sesenta años y su mujer.

– ¿Qué puedo hacer por vosotros? -dijo con la solicitud más sincera de su vida.

Debrel se tocó la frente.

– ¡Y qué más quieres hacer, querido amigo! Perdonar nuestra insensibilidad y nuestro desagradecimiento. Acabas de salvarnos la vida poniéndote tú en peligro, y ni siquiera te hemos dado las gracias.

Guipria y Sadó se reincorporaron y, puesto que nadie tenía hambre, tomaron fruta y bebida fresca. Se produjeron una serie de silencios, se tejió entre ellos un cruce de miradas que suplicaban y perdonaban todo lo que las palabras no pueden, y las lágrimas y las risas no sofocan. Guipria se levantaba a menudo, a caballo entre la prisa que el momento imponía y la nostalgia de retrasar el abandono definitivo de un dominio de felicidad. Porque, pensó Ígur, si yo que he estado media docena de veces soy presa de un anhelo desasosegado por retener la imagen y las sensaciones de un lugar maravilloso al que nunca podré volver, ¿qué debe estar pasando por la cabeza de los demás? Una mirada fugaz hacia afuera, otra hacia adentro; era ese momento del atardecer en el que ya no hay residuo de sol pero todavía no es de noche, ya no entra luz por las ventanas, pero ni los objetos del exterior han dejado de ser visibles, ni es lo bastante oscuro como para que los cristales se hayan vuelto espejos, sino que, recién encendidas las luces, parecen cuadros en penumbra.

– ¿Queréis algo más? -dijo Guipria; nadie dijo nada, y ya no convenía aplazar más el momento; Debrel se levantó.

– Ahora -anunció-, saldremos de aquí separados; Ígur y Sadó primero, y después nosotros.

Cuando los cuatro se pusieron de pie, se desató la tensión.

– ¿Cómo podremos vernos? -preguntó Ígur a Debrel, excitado por la risa de dolor de Sadó.

– Por supuesto que a partir de ahora dejaremos de vernos -fluctuó entre el humor y la tristeza-. Ya lo ves, ahora tendrás que espabilarte sin mí; venga, no pongas esa cara, que el mundo aún es pequeño para ti.

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