Las virgenes suicidas
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Sin embargo, esto es como querer apresar el viento. La esencia de los suicidios no era la tristeza ni el misterio, sino simplemente el ego?smo. Las hermanas Lisbon quisieron hacerse cargo de decisiones que conviene dejar en manos de Dios. Se convirtieron en criaturas demasiado poderosas para vivir con nosotros, demasiado eg?latras, demasiado visionarias, demasiado ciegas. Lo que persist?a detr?s de ellas no era la vida, que supera siempre a la muerte natural, sino la lista m?s trivial de hechos mundanos que pueda imaginarse: el tictac de un reloj de un pared, las sombras de una habitaci?n a mediod?a y la atrocidad de un ser humano que s?lo piensa en s? mismo. Su cerebro se hizo opaco a todo y s?lo fulgur? en puntos precisos de dolor, da?os personales, sue?os perdidos. Todos am?bamos a alguna, pero iba empeque?eci?ndose en un inmenso t?mpano de hielo, que se encog?a hasta convertirse en un punto negro y agitaba unos brazos diminutos sin que oy?ramos su voz. Despu?s ya fue la cuerda alrededor de la viga, la p?ldora somn?fera en la palma de la mano con una larga l?nea de la vida, la ventana abierta de par en par, el horno de gas, lo que fuera. Nos hac?an part?cipes de su locura, porque no pod?amos hacer otra cosa que seguir sus pasos, repensar sus pensamientos, comprobar que ninguno conflu?a en nosotros. No nos cab?a en la cabeza aquel vac?o que pod?a sentir un ser capaz de segarse las venas de las mu?ecas, aquel vac?o y aquella calma tan grandes. Ten?amos que embadurnarnos la boca con sus ?ltimas huellas, las marcas de barro en el suelo, las maletas apartadas de un puntapi?, ten?amos que respirar una y otra vez el aire de las habitaciones donde se hab?an matado. A fin de cuentas, daba igual que la edad que tuviesen, el que fueran tan j?venes, lo ?nico que importaba era que las hab?amos amado y que no nos hab?an o?do cuando las llam?bamos, que segu?an sin o?rnos ahora, aqu? arriba, en la casa del ?rbol, con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, llam?ndolas para que salgan de aquellas habitaciones donde se hab?an quedado solas para siempre, solas en su suicidio, m?s profundo que la muerte, y en las que ya nunca encontraremos las piezas que podr?an servir para volver a unirlas.
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Sin embargo, esto es como querer apresar el viento. La esencia de los suicidios no era la tristeza ni el misterio, sino simplemente el egoísmo. Las hermanas Lisbon quisieron hacerse cargo de decisiones que conviene dejar en manos de Dios. Se convirtieron en criaturas demasiado poderosas para vivir con nosotros, demasiado ególatras, demasiado visionarias, demasiado ciegas. Lo que persistía detrás de ellas no era la vida, que supera siempre a la muerte natural, sino la lista más trivial de hechos mundanos que pueda imaginarse: el tictac de un reloj de pared, las sombras de una habitación a mediodía y la atrocidad de un ser humano que sólo piensa en sí mismo. Su cerebro se hizo opaco a todo y sólo fulguró en puntos precisos de dolor, daños personales, sueños perdidos. Todos amábamos a alguna, pero iba empequeñeciéndose en un inmenso témpano de hielo, que se encogía hasta convertirse en un punto negro y agitaba unos brazos diminutos sin que oyéramos su voz. Después ya fue la cuerda alrededor de la viga, la píldora somnífera en la palma de la mano con una larga línea de la vida, la ventana abierta de par en par, el horno de gas, lo que fuera. Nos hacían partícipes de su locura, porque no podíamos hacer otra cosa que seguir sus pasos, repensar sus pensamientos, comprobar que ninguno confluía en nosotros. No nos cabía en la cabeza aquel vacío que podía sentir un ser capaz de segarse las venas de las muñecas, aquel vacío y aquella calma tan grandes. Teníamos que embadurnarnos la boca con sus últimas huellas, las marcas de barro en el suelo, las maletas apartadas de un puntapié, teníamos que respirar una y otra vez el aire de las habitaciones donde se habían matado. A fin de cuentas, daba igual la edad que tuviesen, el que fueran tan jóvenes, lo único que importaba era que las habíamos amado y que no nos habían oído cuando las llamábamos, que seguían sin oírnos ahora, aquí arriba, en la casa del árbol, con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, llamándolas para que salgan de aquellas habitaciones donde se habían quedado solas para siempre, solas en su suicidio, más profundo que la muerte, y en las que ya nunca encontraremos las piezas que podrían servir para volver a unirlas.

