Las virgenes suicidas

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Las virgenes suicidas
Название: Las virgenes suicidas
Автор: Eugenides Jeffrey
Дата добавления: 16 январь 2020
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Las virgenes suicidas - читать бесплатно онлайн , автор Eugenides Jeffrey

Sin embargo, esto es como querer apresar el viento. La esencia de los suicidios no era la tristeza ni el misterio, sino simplemente el ego?smo. Las hermanas Lisbon quisieron hacerse cargo de decisiones que conviene dejar en manos de Dios. Se convirtieron en criaturas demasiado poderosas para vivir con nosotros, demasiado eg?latras, demasiado visionarias, demasiado ciegas. Lo que persist?a detr?s de ellas no era la vida, que supera siempre a la muerte natural, sino la lista m?s trivial de hechos mundanos que pueda imaginarse: el tictac de un reloj de un pared, las sombras de una habitaci?n a mediod?a y la atrocidad de un ser humano que s?lo piensa en s? mismo. Su cerebro se hizo opaco a todo y s?lo fulgur? en puntos precisos de dolor, da?os personales, sue?os perdidos. Todos am?bamos a alguna, pero iba empeque?eci?ndose en un inmenso t?mpano de hielo, que se encog?a hasta convertirse en un punto negro y agitaba unos brazos diminutos sin que oy?ramos su voz. Despu?s ya fue la cuerda alrededor de la viga, la p?ldora somn?fera en la palma de la mano con una larga l?nea de la vida, la ventana abierta de par en par, el horno de gas, lo que fuera. Nos hac?an part?cipes de su locura, porque no pod?amos hacer otra cosa que seguir sus pasos, repensar sus pensamientos, comprobar que ninguno conflu?a en nosotros. No nos cab?a en la cabeza aquel vac?o que pod?a sentir un ser capaz de segarse las venas de las mu?ecas, aquel vac?o y aquella calma tan grandes. Ten?amos que embadurnarnos la boca con sus ?ltimas huellas, las marcas de barro en el suelo, las maletas apartadas de un puntapi?, ten?amos que respirar una y otra vez el aire de las habitaciones donde se hab?an matado. A fin de cuentas, daba igual que la edad que tuviesen, el que fueran tan j?venes, lo ?nico que importaba era que las hab?amos amado y que no nos hab?an o?do cuando las llam?bamos, que segu?an sin o?rnos ahora, aqu? arriba, en la casa del ?rbol, con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, llam?ndolas para que salgan de aquellas habitaciones donde se hab?an quedado solas para siempre, solas en su suicidio, m?s profundo que la muerte, y en las que ya nunca encontraremos las piezas que podr?an servir para volver a unirlas.

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– Tuve que hacer los panegíricos de una manera general -explicó-. Aquel día reinaba una gran confusión en el cementerio. Estamos hablando de los difuntos de todo un año. Toda la tierra estaba removida.

En cuanto al señor y a la señora Lisbon, la tragedia los había hundido en un estado de embotada sumisión. Seguían al sacerdote de sepultura en sepultura, hablando apenas. La señora Lisbon, bajo el efecto de los sedantes, continuaba con los ojos levantados al cielo, como si contemplase pájaros. El señor Honnicutt nos dijo:

– Me había pasado diecisiete horas seguidas trabajando, y eso gracias al No Doz. Sólo en aquel turno había enterrado a más de cincuenta personas. Pese a todo, aquella mujer me partió el corazón.

Vimos al señor y a la señora Lisbon cuando volvieron del cementerio. Salieron de la limusina con gran dignidad y se dirigieron a su casa; para acceder a las escaleras del porche de entrada se abrieron paso a través de arbustos y trozos rotos de pizarra. Por vez primera en la vida descubrimos el parecido existente entre la cara de la señora Lisbon y las caras de sus hijas, pero quizá esto se debía al velo negro que algunos recuerdan que llevaba. Nosotros no nos acordamos del velo y pensamos que es un detalle que obedece a una romántica elaboración de los recuerdos. Pese a todo, conservamos la imagen de una señora Lisbon vuelta hacia la calle y mostrando una cara que nunca habíamos visto a los que estábamos arrodillados ante las ventanas del comedor o atisbábamos a través de visillos de gasa, a los que sudábamos en el desván de Pitzenberger, a todos los que mirábamos por encima de capós de coche o desde hoyos utilizados como primera, segunda y tercera base, desde detrás de barbacoas o desde lo alto del arco descrito por un columpio. Se volvió, dirigió su mirada azul en todas direcciones -una mirada del mismo color que la de las niñas, fría, espectral e indiscernible-, y después dio media vuelta y siguió a su marido al interior de la casa.

Como en la casa no había muebles, no creíamos que los Lisbon se quedasen mucho tiempo en ella. Aun así, transcurrieron tres horas sin que volviesen a aparecer. Con un bate de béisbol, Chase Buell proyectó una pelota Wiffle al jardín de los Lisbon, pero volvió diciendo que dentro no había visto una sola alma viviente. Probó más tarde con otra pelota Wiffle, pero fue a parar entre los árboles. Durante el resto del día y de la tarde no vimos señales del señor ni de la señora Lisbon. Salieron cuando ya era noche cerrada. Nadie los vio, excepto el tío Tucker. Años después, hablando con él, lo encontramos absolutamente sobrio y totalmente recuperado después de decenios de abusar del alcohol. Comparado con los demás, con nosotros incluso, a quienes el paso de los años nos había puesto peor, el tío Tucker tenía mucho mejor aspecto que antes. Le preguntamos si recordaba haber visto salir a los Lisbon y nos dijo que sí.

– Yo estaba fuera fumándome un pitillo. Serían alrededor de las dos de la madrugada. Oí que se abría la puerta al otro lado de la calle y salieron los dos. La mujer parecía achispada. El marido la sostenía y la ayudó a meterse en el coche. Se fueron de inmediato, como alma que lleva el diablo.

Cuando despertamos a la mañana siguiente, la casa de los Lisbon estaba vacía. Tenía un aire más ruinoso que nunca, como si hubiera sufrido un colapso, igual que un pulmón. Durante el tiempo que la nueva y joven pareja que tomó posesión de la casa dedicó a rascar, pintar y rehacer el tejado, arrancar los arbustos e instalar césped artificial en el jardín, pudimos unir nuestras intuiciones y teorías y formar con ellas una historia con la que nos fuera posible seguir viviendo. La joven pareja eliminó las ventanas frontales (que todavía ostentaban las marcas de nuestros dedos y de nuestras narices) e instaló vidrios correderos de cierre hermético. Una cuadrilla de hombres vestidos con mono y gorro blanco limpió las paredes exteriores con arena y permaneció después dos semanas seguidas recubriéndolas de una espesa pasta blanca. El capataz, que llevaba prendida una tarjetita que decía «Mike», nos dijo que, gracias al «nuevo método Kenitex», no habría que volver a pintar la casa nunca más.

– Muy pronto todos optarán por el método Kenitex -dijo mientras los hombres se movían alrededor de la casa embadurnándola con sus pistolas rociadoras.

Al terminar, la casa de los Lisbon había quedado transformada en un gigantesco pastel de boda escarchado, pero antes de que pasase un año el Kenitex comenzó a desprenderse a pedazos igual que mierda de pájaro. Lo consideramos una venganza contra la joven pareja que con tanta rapidez y decisión se había lanzado a eliminar todas las señales de las hermanas Lisbon, a las que seguíamos queriendo: el tejado de pizarra, donde Lux había hecho el amor, cubierto ahora de cascajo; el lecho de flores del jardín de atrás, cuya tierra había analizado Therese para averiguar su contenido en plomo, ahora cubierto de ladrillos rojos para que la joven pareja pudiera coger flores sin mojarse los pies; las mismas habitaciones de las muchachas, convertidas ahora en espacios privados donde la joven pareja podía dedicarse a sus intereses personales: una mesa y un ordenador en lo que había sido la habitación de Lux y Therese, un telar en la de Mary y Bonnie. La bañera donde en otro tiempo flotaban nuestras náyades, donde Lux fumaba y luego dejaba las colillas flotando en el agua, como un cañaveral a través del cual respiraba, fue segada de raíz para instalar en su sitio un jacuzzi de fibra de vidrio. Abandonada junto al bordillo, examinamos la bañera y luchamos contra el ansia irreprimible de tumbarnos en ella. Los niños que saltaban dentro de la bañera desconocían su significado. La joven pareja transformó la casa en un espacio acicalado y vacío donde poder meditar y vivir serenamente, y cubrió con pantallas japonesas los toscos recuerdos de las chicas Lisbon.

No fue únicamente la casa de los Lisbon la que cambió, sino también la calle. El Departamento de Parques continuó abatiendo árboles, talando un olmo para salvar los veinte restantes, talando después otro más para salvar los diecinueve que quedaban y así sucesivamente hasta que ya no hubo más que aquel medio árbol delante de la casa de los Lisbon. Nadie se atrevió a mirar cuando vinieron por él (Tim Winer lo comparó con el último hablante de la lengua que existió un día en la isla de Mann), pero lo aserraron con un zumbido como habían hecho con todos los anteriores a fin de salvar otros árboles más lejanos, que crecían en otras calles. Todos permanecimos en casa durante la ejecución del árbol de los Lisbon, pero incluso metidos en nuestras madrigueras podíamos sentir lo deslumbrante que resultaba el exterior y que todo el barrio se había convertido en un fotografía sobreexpuesta. En aquel momento nos dimos cuenta de lo poco imaginativo que era nuestro barrio, de que todo él estaba trazado según una cuadrícula cuya anodina uniformidad había quedado oculta tras los árboles y de que los viejos artificios de estilos arquitectónicos diferenciados perdían aquel poder que hacía que nos sintiéramos únicos. El Tudor de los Krieger, el colonial francés de los Buell, la imitación de Frank Lloyd Wright de los Buck… todo se había convertido en un conjunto de tejados cociéndose al sol.

Poco tiempo después, el FBI detuvo a Sammy el Tiburón Baldino, que no tuvo tiempo de escapar por el túnel y, al cabo de un largo juicio, fue a parar a la cárcel. Según se decía, continuaba dirigiendo sus operaciones criminales desde la celda, mientras la familia Baldino seguía viviendo en la casa. De todos modos, aquellos hombres que los domingos por la tarde llegaban en sus limusinas blindadas a prueba de balas, ya no acudían a presentar sus respetos. Los laureles, que a nadie recortaba, estallaban en formas inarmónicas, mientras que el terror que la familia había inspirado en otro tiempo fue decreciendo día tras día hasta que alguien tuvo agallas suficientes para mutilar los leones de piedra que flanqueaban la escalinata principal. Paul Baldino comenzó a tener el mismo aspecto de todos los chicos gordos con ojeras, y un día que resbaló -o lo empujaron- en las duchas de la escuela, lo vimos tumbado en el suelo de baldosas frotándose el pie. Las convicciones de otros miembros de la familia acabaron por prevalecer y por fin los Baldino también se mudaron, llevándose a otra parte sus piezas de arte del Renacimiento y sus tres mesas de billar, todo metido en tres camiones. Un oscuro millonario compró la casa y elevó un palmo más la cerca.

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