La Provincia Del Hombre
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No sirve de nada; uno puede cantarse coros a s? mismo, admirar a can?bales, estar doscientos a?os bajando por el tronco de un ?rbol al que antes hab?a trepado; uno puede encerrar al mes como a un loco, en inofensivas cruzadas ir de peregrinaci?n a Palestina con toda una quincaller?a en el cuerpo, escuchar a Buda, amansar a Mahoma, creer en Cristo, vigilar un capullo, pintar una flor, malograr la aparici?n de una fruta; uno puede tambi?n ir detr?s del sol, as? que ?ste se dobla; ense?ar a los perros a maullar, a los gatos a ladrar, devolverle todos los dientes a un centenario, cosechar bosques, regar calvas, castrar vacas, orde?ar bueyes; uno puede hacerlo todo con excesiva facilidad (termina uno tan r?pidamente con todo), aprender la lengua del hombre de Neanderthal, cortar los brazos de Shiva, quitar de las cabezas de Brahma los Vedas que est?n anticuados, vestir los Vedas desnudos; impedir que en los cielos de Dios canten los coros de ?ngeles, espolear a Lao-Tse; incitar a Confucio a que asesine a su padre, arrebatarle a S?crates la copa de cicuta; quitarle de la boca la inmortalidad; uno puede…, pero no sirve de nada, no hay nada que sirva para nada, no hay qu? hacer, no hay m?s pensamiento que ?ste: ?cu?ndo se dejar? de asesinar?
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Porque lo que se necesita para la conquista de la Luna y de los planetas es un fragmento insignificante de la memoria humana. Todo lo restante está en barbecho. Sin embargo, la sencillez de estas metas las hace comprensibles a todos. Un único sistema de dos masas podría abarcar la totalidad de la Tierra y de sus habitantes. Todo resulta tan claro como en un campo de fútbol, pero claro para todos. La inquietud de los que han perdido la primera ronda podría llevarles, en compensación, a ser los primeros en llegar a la Luna. El orgullo de los que han empezado ganando les va a dar la seguridad suficiente para no extraviarse en una guerra. Cabría pensar que las amenazas más detonantes de los últimos años no dieran lugar más que a un enorme castillo de fuegos artificiales, un espectáculo que podría verse a muchos kilómetros a la redonda de la Tierra, una diversión para los hombres y todavía ninguna maldición para las estrellas.
Cada nueva persona cuya existencia aceptamos origina un cambio en nosotros. Tal vez es el carácter inevitable de este cambio lo que presentimos y tememos, porque ocurre antes de que hayamos agotado lo que había antes de este cambio.
Ayer leí un viejo relato sobre la vocación de mago de un hombre de la tribu de los amazulu. Tenía más fuerza, más poder de convicción, más originalidad y más verdad que los más nobles testimonios personales de nuestros ascetas y místicos. Para estos negros, de lo que se trata es de que los magos vuelvan a encontrar objetos perdidos o robados; se les prueba sobre su capacidad y según ella se les toma más o menos en serio. Lo auténtico sería, pues, el sentimiento de la vocación y no parece que lo importante sea el contenido de ésta.
Le tortura que no empiece a brillar al mismo tiempo todo lo que ha sabido alguna vez.
