Amarse con los ojos abiertos
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Bajo el t?tulo de `Amarse con los Ojos Abiertos` (2000) editorial Del Nuevo Extremo presenta una novela original y atrapante. Jorge Bucay y Silvia Salinas narran la experiencia de un hombre y una mujer que se enredan a trav?s del correo electr?nico, dando comienzo al mismo tiempo a una fascinante historia y a un libro de reflexi?n sobre el sentido de la pareja.
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Cristina se quejaba de que él nunca tenía tiempo para salir. Cuando no estaba trabajando estaba descansando por haber trabajado y cuando no hacía ninguna de esas dos cosas estaba sentado en su escritorio frente a su PC "conectado" literal y simbólicamente con la realidad virtual.
Roberto también se quejaba; Cristina era demasiado exigente. Ella debía comprender que Internet era su único momento de descanso y que él tenía derecho a disfrutar un poco de su tiempo libre.
– Ah, claro, estar conmigo no es disfrutar -había dicho Cristina.
– Y… A veces no… -contestó Roberto, lo cual (después pensó) fue un exceso de sinceridad.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo cuando me agobias de reclamos y quejas.
Cristina había cortado. Con el auricular en la mano Roberto recordó la última discusión con Carolina, su pareja anterior, y sintió cómo venía a su mente una frase que había leído esa mañana en el mail de Laura:
«…situaciones similares donde el cambio es sólo el interlocutor…»
Y recordó aún:
«Todos quieren siempre hablar del otro.»
¡Era cierto! Eso era lo que Cristina y él hacían en cada discusión. Y era eso mismo lo que había dado fin a su relación con Carolina. De hecho se había separado de ella en la creencia de que con otra sería distinto.
Esa tarde se fue de la oficina un poco más temprano; quería releer el texto sobre parejas.
Apenas llegó a la casa tiró la chaqueta en el viejo sillón gris de la entrada y encendió la PC. Esta vez la carga de los programas estaba más lenta que nunca, pero la esperó. Finalmente abrió su administrador de correo y cliqueó en el «Te mando».
Ahí estaba.
Editó el escrito y lo copió en el procesador de texto. Desde allí abrió el archivo «temando.doc» y buscó las frases que recordaba. Usó el resaltador amarillo para remarcarlas y también marcó otras.
Dejar de lado la fantasía de la pareja ideal. Esto que yo no tengo, no lo tiene nadie. Hacer con la vida posible… lo mejor posible. Las dificultades son parte integral del camino del amor.
Lo invadía una extraña mezcla de sensaciones: sorpresa, excitación, pudor, confusión. Algunas veces en su historia había pasado por esta extraña impresión de que la vida le acercaba de una manera misteriosa justo lo que él necesitaba. Se acordó del día en que conoció a Cristina, hacía ya más de un año. Él estaba bastante triste y algo desesperado. Con el dolor de la partida de Carolina había aparecido la punta del iceberg de su depresión y durante tres semanas no había sentido el más mínimo deseo de salir a la calle. Recluido en su casa había estado dejando sonar el teléfono hasta que el contestador automático se hacía cargo de los llamados: mensajes acumulados que de vez en cuando borraba sin siquiera escuchar.
Aquella tarde, aburrido de aburrirse, había decidido cambiar el texto de bienvenida de su contestador por otro que dijera: "Estoy de viaje, no deje mensajes, nadie los recogerá." Le sonaba heroico y asertivo sincerarse de ese modo con sus amigos y no crearles expectativas de respuesta. Pero cuando levantó la tapa para grabarlo, una voz apareció en el contestador:
– Hola, soy Cristina. Tú no me conoces, me dio tu teléfono Felipe. Te voy a decir la verdad: El sábado tengo una fiesta increíble y sería dramático ir sola, o mejor dicho SUELTA. Dice Felipe que eres un gran tipo, divertido e inteligente (justo lo que mi médico me recomendó). Si es cierto y tienes ganas de pasar un rato en buena compañía e ir a una maravillosa fiesta llámame al 6312-4376 antes del viernes. Si Felipe miente y no eres como él cree, perdón, número equivocado.
¿Por qué se había reproducido el mensaje si él no había tocado ninguna tecla?
Misterio.
¿Por qué Felipe, al que poco conocía, había dicho semejantes pavadas de él?
Misterio.
¿Quién se creía esa mina para desafiarlo a él?
Misterio.
Llamó…
Y aquí estaba otra vez esa conjunción inexplicable. Una psicóloga que él no conocía, desde alguna parte del mundo, le mandaba a decir a un tipo, en alguna otra parte del mundo, unas cosas sobre vínculos de pareja; esas cosas llegaban a él sin ninguna justificación y eran justamente las que él necesitaba escuchar.
Magia.
Siempre había pensado que estas coincidencias hacían a los supersticiosos creyentes y a los esotéricos, fanáticos. Más allá de la existencia de un dios o de cien mil, éstos y aquellos sólo usaban su fe en el Todopoderoso para explicar (acaso de un modo fantástico) aquello que la lógica no podía resolver; buscando refugio en la idea de la divinidad para poder aliviarse, seguros así de que su destino individual no está simplemente ligado al azar, ni tampoco atado sólo a algunos aciertos o errores humanos. Roberto pensaba que hasta él mismo se tranquilizaría si pudiese creer que alguien o algo se haría cargo finalmente de su futuro, o si pudiese convencerse de que el destino, en toda su inmensidad, ya está escrito. Por desgracia no era su caso. Él no podía hacer otra cosa que aceptar la existencia del azar, de la casualidad, de lo inexplicable.
Coincidencias… Fortuna… Energías cruzadas… Buscaba en su mente la palabra que lo ayudara a definir lo que estaba sintiendo. En terapia había aprendido que es imposible tener dominio de la propia existencia si ni siquiera se le puede poner nombre a los hechos.
Se acostó pensando en la palabra faltante. Así, ensayando frases y combinaciones de sílabas, se quedó dormido.
De madrugada se despertó sobresaltado, debió haber tenido un sueño muy desagradable porque la cama estaba revuelta y las sábanas hechas un ovillo habían terminado arrojadas en el otro extremo del cuarto.
Se quedó en la cama sin moverse y volvió a cerrar los ojos para rescatar imágenes del sueño. Recordaba sólo algunas muy confusas: palabras y palabras aparecían en los monitores de cientos de ordenadores, se reproducían vertiginosamente y crecían dentro de las pantallas hasta llenarlas todas… después las desbordaban y caían hacia afuera invadiendo toda la realidad tangible…
Un mundo lleno de palabras -pensó-, demasiadas palabras. Tragó saliva y se levantó. En la ducha decidió que no iría a la oficina, de hecho tenía mucho para ordenar y podía hacerlo desde su casa.
Trabajó un rato en sus papeles hasta que empezó a sentir sobre los hombros el peso del aburrimiento, ese fantasma demasiado presente en su vida.
Levantó el teléfono y llamó a Cristina, con un poco de suerte la encontraría a punto de salir de su casa.
– Hola -contestó Cristina impersonalmente.
– Hola -dijo Roberto, con voz de apaciguar la historia.
– Hola -repitió Cristina en tono de fastidio.
– Tenemos que hablar -dijo Roberto.
– ¿De qué? -contestó ella, decidida a ponerse difícil ante el acercamiento de él.
– De la situación política de Tanzania -ironizó él.
– ¡Ja! -fue la seca respuesta al otro lado del teléfono.
– De verdad Cris, juntémonos esta noche, tengo mucho para decirte y quiero leerte un texto que me llegó por Internet.
– ¿Un texto de qué?
– De parejas.
– ¿Cómo que “te llegó"?
– Después te cuento… ¿a las ocho en el bar?
– No, pásame a buscar por el departamento -dijo Cristina, estableciéndose por una vez en el lugar del poder.
– Bueno -dijo Roberto -, chau.
– Chau.
"Después te cuento", había dicho. ¿Le contaría a Cristina el verdadero origen del texto de Laura? Seguramente no. ¿Por qué no? Las cartas encontradas eran correspondencia personal y su actitud podría ser vista como una clara violación de privacidad. No quería que ella supiera que él había sido capaz de fisgonear a otro. Seguramente lo reprobaría, se enojaría con él y despreciaría toda la utilidad del contenido de la carta.
Pero como diría Laura -pensó Roberto-, más allá de Cristina, ¿qué me pasa a mí?
¿Tenía él derecho a violar correspondencia ajena?
«Soy yo quien lo reprueba en realidad» -se contestó.
Se levantó del sillón y encendió el ordenador. Abrió el procesador de texto y escribió:
Laura:
Estoy recibiendo en mi casilla de correo las cartas que usted envía a Fredy con los textos de lo que aparentemente es un libro sobre parejas.
Seguramente debe usted. tener un error en la dirección de destino.
Atentamente.
Roberto Francisco Gómez
Abrió el administrador de correo para enviar el mail. El programa emitió automáticamente un beep y abrió la ventana de recepción que decía:
"Hola rofrago, tiene un (1) mensaje nuevo"
Sintió un pequeño estremecimiento. Hizo un clic en la bandeja de entrada y encontró en negrita el remitente y el asunto del mensaje recibido:
[email protected]: Te mando
Su cuerpo -particularmente la espalda, los hombros y el brazo derecho- registró el conflicto entre su deseo y sus principios. Roberto dudó. "Es un espacio privado", se dijo, pero de inmediato recordó el slogan de tapa de la revista de computación:
"Internet: el infinito sin privacidad"
Y pensó en los hackers , esa legión de jóvenes que dedican gran parte de su vida a surfear por Internet entrando en cuanta base de datos encuentran en su camino, y para quienes el gran desafío es poder acceder a todo ordenador que esté protegida, así sea de la Biblioteca Nacional, de la farmacia de la esquina o del Pentágono. Chicos y chicas de todo el mundo dedicando horas y trabajo mental a descubrir códigos secretos, claves de acceso y sistemas de encriptamiento de información para acceder a los datos y curiosear o incluso infectar con virus esas centrales a las que han accedido.
Era mucho más que una travesura adolescente.
"Internet es libre y cualquier freno que nos pongan es una restricción a nuestra libertad de navegar. Derrumbaremos esas barreras y dañaremos lo que hay detrás de ellas como protesta por querer ponerle límites a nuestra libertad. Ellos, los encriptadores, se ponen cada vez más creativos…, nosotros también." "Anarquistas cibernéticos", había dicho Roberto a un cliente unos días atrás.