La costurera y el viento
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En la novela corta ` La costurera y el viento` C?sar Aira hace uso de lo que m?s sabe. Su facilidad para imaginar y a trav?s de la imaginaci?n confrontar al olvido, para que junto a la memoria como apoyo, ir cosechando los recuerdos de a uno, que sin su ayuda s?lo ser?an desechos en la playa despu?s de la marea.
C?sar Aira(a los nueve a?os) juega con su amigo Omar en la caja del acoplado de un cami?n gigante, curiosamente llamado ` el chiquito`.
En esa tarde de verano, en su pueblo natal, Coronel Pringles, Omar y Aira, juegan a asustarse dentro del acoplado. Un lugar extra?o para jugar a eso, aunque la imaginaci?n de los chicos no encuentre l?mites.
Imprevistamente el amigo, Omar, desaparece y a partir de all?, comienza una carrera marat?nica, en que la madre del chico, ` Delia Ziffoni, la costurera del pueblo`, deja su lugar de ama de casa intrascendente, para convertirse en la hero?na del pueblo, saliendo en busca del hijo desaparecido.
Aira no lo dice, pero una mujer com?n ante la desaparici?n de su hijo, y ante la incertidumbre de no saber como est? y si est? con vida o en buen estado de salud, saca fuerzas de donde no sabe que tiene, para hacer la violencia y salir en su busca. Puede que uno no pueda evitar asociar la historia de esta mujer com?n, Delia Ziffoni, con las madres de plaza de Mayo, quienes debieron salir en busca de sus hijos desaparecidos, y aqui otra vez fueron las mujeres y no los hombres, quienes juntaron coraje para rebelarse contra lo que sea, cuando se puso en juego la vida del hijo.
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No sabía dónde estaba, ni adonde se dirigía. Ni siquiera qué hora era. Para empezar, ¿cómo era posible que siguiera siendo de día? Era de noche, eso lo sentía su cuerpo y su mente. Y aun así, era de día. ¿En qué astronomías locas había caído?
¿Esto es la Patagonia, entonces? se decía perpleja. Si esto es la Patagonia, ¿yo qué soy?
A todo esto, cuando Ramón Siffoni volvió en su camioncito al barrio, ya casi de noche. Lo estaba esperando un comité de angustia.
– ¡El Omar no se había perdido…! -empezó, pero allí mismo se detuvo, porque sintió que no estaba diciéndoselo a nadie. Era un hombre nervioso y malhumorado, de pocas pulgas, exigente e insatisfecho. Entonces preguntó: -¿Dónde está mi señora?
Era lo que sus vecinas estaban esperando.
– Se fue en taxi a la Patagonia.
Si le hubieran hecho un agujero en la nuca con un taladro no lo habrían sacudido más.
Le dieron la explicación, pero quién sabe si algo le atravesó la costra de rabia. Algo seguramente sí, porque volvió a montar su catramina roja y salió acelerando con ruido de latas sueltas, él también con rumbo al sur, adonde ese día todos parecían dirigirse.
Lo que no vio fue que desde la esquina donde había estado estacionado, un autito celeste individual, de ésos que había que desarmar por arriba para que entrara el conductor, comenzaba a seguirlo. Esto era sumamente inusual, quizás la primera vez, y la última, que sucedió en Pringles.
Y sin embargo, pasó desapercibido. Las vecinas estaban encandiladas con el gesto abrupto, a su modo romántico, del marido enojado. Y Ramón Siffoni… qué lo iba a notar él, en el estado en que se encontraba. Corría, se lanzaba, a impedir que su esposa cometiera el error más grande de su vida. Y si su viejo camioncito rojo no era tan veloz como hubiera debido ser, no le importaba, porque lo que quería en ese momento era tener un cohete interplanetario.
Iba, como puede comprobarlo cualquiera que mire un mapa, en dirección sudoeste. Es decir en las dos direcciones en que el día se alarga, en el verano argentino. Y como estaba fuera de sí, él era el sudoeste. Eso funcionaba. El día comenzó a alargarse como una serpiente, y el camioncito rojo, que en las inmensidades en las que empezaba a resbalar se hacía realmente pequeño, era la cabeza hambrienta y llameante de la serpiente, con la lengua asomando: la lengua era la manija en dos ángulos rectos que en el apuro Ramón había olvidado sacar.
Pero no iba solo. Un kilómetro o dos atrás, la vista de la dama al volante fija en la estela de polvo del camión, corría un autito celeste, uno de los más pequeños que se hayan construido nunca, y de los más livianos. Que fuera liviano como un bostezo no importaba tanto, o no importaba nada, frente a la importancia en el misterio que tenía ese autito. Ahí, lo era todo. Ese autito era el misterio, y era más que eso: era el misterio en marcha. Esos vehículos, hechos para movilizarse en las ciudades, en distancias breves, fueron una excentricidad de los años cincuenta y sesenta, después se los olvidó. Nosotros los llamábamos "ratones". Cabía una sola persona, no muy corpulenta, y bien plegada. A nadie se le ocurría viajar en un auto de ésos. Y sin embargo éste, celeste, que era un espécimen del modelo más minúsculo, se había lanzado en la persecución más larga y peligrosa, casi como una réplica en miniatura de otra cosa, un juguete metiéndose en el mundo adulto. Alrededor de él la Patagonia gigante y desierta comenzaba a abrir su bocaza. Pero no se amedrentaba. Avanzaba, corría, casi como si supiera adonde iba, o como si fuera a alguna parte. O como si no fuera a ninguna parte. Era el autito-imán, la burbuja de la soda del viento, el punto azul del cielo, el misterio en todas sus dimensiones. El misterio no ocupa lugar, dice el proverbio. De acuerdo, pero lo atraviesa.
Muy bien. Ya están en el escenario todos los protagonistas de la aventura. A ver si puedo hacer una lista ordenada:
1) el gran camión con acoplado, el planeta doble, del Chiquito, abriendo la marcha.
2) la carcaza del Chrysler de Zaralegui, a esta altura más parecida que nada a una banadera china de laca negra.
3) el cadáver de Zaralegui.
4) Delia Siffoni, perdida, caminando al azar.
5) el vestido de novia de Silvia Balero, llevado por el viento.
6) Ramón Siffoni en su camioncito rojo (un día antes).
7) y cerrando la comitiva, el misterioso autito celeste.
Por supuesto, no es tan fácil. Hay otros personajes, que ya irán apareciendo… O mejor dicho, no. No es que haya otros personajes (estos son todos) sino que las revelaciones terminaron haciéndolos otros, dando lugar a encuentros que Delia Siffoni no habría sospechado nunca, ni ella ni ninguna de las Delias Siffonis del mundo, con todas las cuales estaba iniciando, allí en la Patagonia, una danza de transposiciones.
Hay borrachos que a partir de cierto momento en sus veladas hacen toda clase de mezclas; toman de todo, un vaso de cada alcohol que tengan a mano, al azar. Nosotros sabemos qué imprudente es esta política, pero ellos se ríen, y siguen adelante; hay que reconocerles un asombroso vigor físico, una resistencia sobrehumana, que quizás tienen originalmente, y con seguridad desarrollan más con este hábito, en la paradoja de la autodestrucción, que por otro lado nunca es tan inmediata. Mezclan todo, y no se preocupan… Total, todo contribuye al mismo efecto, que es la ebriedad, su ebriedad personal, que es una, única. Y si él también es uno, se dice el bebedor, qué le importa cuántos sean los elementos que contribuyen a llevarlo a ese nivel sublime de unidad…
¡Feliz borracho! Si ha llegado a eso, ha llegado a todo, no tiene por qué preocuparse más, porque la idea en que se basa todo su razonamiento es cierta, y no hay más que decir (aunque sea dañino para la salud). Es cierto que él es uno, y es cierto que se trata de un proceso de simplificación: todo va hacia una especie de nada feliz, y nada se pierde en el camino.
"Simplifica, hijo, simplifica". Por algún motivo, yo no puedo hacerlo. Quiero, pero no puedo. Es más fuerte que yo. Es como si fuera abstemio.
Aquí en París bebo más de la cuenta.
Como no soy buen bebedor, el efecto es inmediato, y exagerado. Es el efecto, a secas. El efecto es andar ebrio, sonriendo bobamente por todos estos lugares prestigiosos, acumulando experiencias, recuerdos, para cuando no tenga otra cosa en qué apoyarme. Es un lugar común decir que una gran ciudad ofrece una sucesión continua de impresiones diferentes, todas en un magma de intensidad variable. Es cierto. Pero, ¿no debería ser cierto también para los otros, no sólo para uno mismo? Veo pasar a la gente, desde las terrazas de los cafés donde escribo, y todos sin excepción lucen compactos, cerrados en sí mismos, haciendo muy evidente que el efecto de la ciudad no ha actuado sobre ellos.
¿Pero qué pretendo? No lo sé. ¿Gente desarmada por sus propias visiones, como las mujeres de Picasso, cojos amedusados, devas de mil brazos, gente-agujero, gente fluida?
Quizás lo que espero ver, al cabo de un razonamiento que se sostiene a sí mismo, es gente que, como yo, no tenga vida. En eso estoy condenado al fracaso. Es curioso, pero todos tienen vida, hasta los turistas, que según mis razones no deberían tenerla. Nadie la deja en ninguna parte, todas las vidas parecen ser portátiles. Lo son naturalmente, como algo que va de sí. Tener una vida equivale (para ponerse prácticos y dejarse de metafísicas) a tener negocios, asuntos, intereses. ¿Y cómo va a despojarse uno de todo eso? Muy bien. ¿Y cómo lo hice yo entonces?
No sé.
Me he asomado a todas las bellezas, a todos los peligros. Y la suma no se sumó, ni la resta se restó, ni la multiplicación se multiplicó, ni la división se dividió.
Supongamos un hombre que por causa de una perturbación mental (lo supongo porque ayer lo vi) no pudiera caminar, avanzar, moverse siquiera, sin el acompañamiento o empuje de una música muy sonora, que él mismo se viera obligado a proferir a voz en cuello. Un sujeto incómodo para el prójimo, evidentemente, pero quizás no tanto, al menos para los que no lo vieran muy seguido, que podrían pensar, con toda razón, que el pobre infeliz no lo hace por gusto. Es curioso, pero podría apostar a que quienes tienen que soportarlo todos los días sí tendrían derecho a pensar que lo hace por gusto, y con seguridad lo piensan. Porque bien podría elegir la inmovilidad y quedarse callado.
No se mueve en el silencio, sino en el canto. Es casi como la ópera: el canto se hace gesto, y destino, y argumentación (incoherente, loca), y la gente que lo rodea también se hace destino y fatalidad. Avanza cargado de signos, llevando el carro de su ritmo, que en realidad él es el único en percibir. Se abre camino abriendo su vida con la torpeza demente con que un furioso rompe el envoltorio de un regalo. Salvo que él no encuentra el regalo y sigue abriendo siempre, cantando siempre. El melodrama perpetuo. Ahí está lo que pueden preguntarse sus allegados: ¿por qué insiste? En realidad lo que se preguntan es qué está antes: ¿el movimiento o el canto? ¿Canta para caminar, o camina para cantar? Pues bien, no hay respuesta, como no la hay para el enigma de la ópera. Porque no hay anterior o posterior, no hay sucesión, sino una especie de simultaneidad sucesiva.
Dentro de esa lógica extraña caminaba Delia Siffoni por la Patagonia aquella tarde funesta. Pero ella no lo hacía con la inconsciencia del loco. La pobre había caído en la trampa de un melodrama del que era apenas un personaje más. Justo ella, que siempre estaba hablando de desgracias. Sus palinodias fatalistas ya no la habrían ayudado, porque la fatalidad no dependía de ella. Estaba en una combinatoria, pero estaba sola. No había tercera persona. No había relato.
¿Cómo pudo pasarme esto? se decía. ¿Cómo pude venir a parar sin darme cuenta a este páramo? Quería decir: justamente a mí, ¿por qué tuvo que pasarme a mí y no a otra? Pertenecía a un tipo común; sin ponerse a pensarlo nunca en detalle, se había considerado una señora como todas las demás, a la que no tenía por qué pasarle algo que no les pasara a todas las demás. Es como si esas cosas le pasaran a otra, a una otra absoluta, es decir como si no le pasaran a ninguna. Y sin embargo… Su cerebro un tanto afiebrado en ese momento pasaba revista inopinadamente a toda clase de excepciones. ¡Conocía a tantas mujeres víctimas de lamentables destinos, algunos casi increíbles de tan encarnizados! Tantas mujeres que habrían podido decir "¿por qué a mí?"… y la pregunta quedaba sin respuesta… Tantas, que de pronto parecía que eran todas. En ese sentido, ella, a la que nunca le pasaba nada, era parte de una pequeña minoría de señoras-tipo, tan pequeña que casi era unipersonal. Las señoras inconcebibles que estaban en libertad de narrarlo todo, de ocuparse de todos los destinos. Y si ella era la excepción, la única, si el mundo se daba vuelta en ese sentido, entonces era lógico que le pasara lo excepcional y único. A ella, justamente. Quizás le parecía que eran tantas porque se dedicaba a eso, a los comentarios jugosos, uno tras otro, a exprimirlos hasta la última gota. Era la gran desocupada, la mujer chisme. Por ejemplo, le venía a la cabeza, quién sabe por qué, con una claridad casi excesiva, de microscopio, el caso de una joven que había sido uno de sus temas favoritos del pasado reciente, hasta ser desplazado por el candente affaire de la Balero: la chica se llamaba Cati Prieto; casada hacía un par de años, y madre de un bebé; el marido, con la excusa, justificada o no, eso no se sabía, de un trabajo en Suárez, la había literalmente abandonado, venía los domingos a la mañana, se iba a la noche, no se quedaba siquiera a dormir. Tenía otra en Suárez, eso era de cajón. Y cuando se presentaba, el maldito, sin advertir casi la presencia de su hijo, ella se pasaba las horas haciéndole notar los progresos del nene, la sonrisa, la manito, los gorjeos, mira, viste, oíste… y él fumando todo el tiempo, detrás de su máscara de hielo, su indiferencia. Y ella insistía, pobre infeliz… papá, pa… pá… Para las comentaristas del caso, como Delia, era relativamente simple porque todo iba a parar a la bolsa de lo ignorado, como cuando se dice "cada familia es un mundo", y un mundo entero nadie puede pretender conocerlo. Pero quizás… Esto se le ocurría a Delia ahora, frente a lo cristalino de su visión… quizás esa joven patética tampoco sabía. Tampoco sabía, para empezar, si su marido la había abandonado o no, si ella era estúpida, si conservaba esperanzas, si él tenía o no otra mujer en Suárez, etcétera. Quizás no sabía nada, y quizás no tenía modo de saberlo; ella era la que menos sabía, como cuando se dice "es la última en enterarse", y ahí estaba el error de las comentaristas: en creer que operaban sobre un mar de ignorancia que era un espejismo, hasta que se les rompían las alas y terminaban chapoteando en aguas reales y turbulentas y saladas. Agua maldita, de la que no apaga la sed.