Miedo A Los Cincuenta

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Miedo A Los Cincuenta
Название: Miedo A Los Cincuenta
Автор: Jong Erica
Дата добавления: 16 январь 2020
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Miedo A Los Cincuenta - читать бесплатно онлайн , автор Jong Erica

Este libro de memorias est? escrito a los cincuneta a?os, punto de inflexi?n de la existencia. Y es tambi?n el testimonio de varias d?cadas fundamentales en la historia de las mujeres. El sentido del humor y el ingenio con que Erica Jong levanta acta de los logros obtenidos por las mujeres desde la eclosi?n del feminismo a finales de los sesenta y principios de los setenta han convertido esta inusitada autobiograf?a en un verdadero ?xito mundial. Miedo a los cincuenta encierra la vida de una generaci?n de mujeres educadas para ser como Doris Day cuando fueran mayores y que ahora tienen que educar a sus hijas en los tiempos de Madonna y las Spice Girls.

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Este caballero y yo nos pusimos a hablar cerca de la bañera ante el luminoso telón de fondo de la puesta de sol sobre el Pacífico (y los dos nos felicitamos por estar silueteados sobre ella). El había seguido el asunto de Miedo a volar por las columnas de cotilleos. Estaba escandalizado por lo que me pasaba.

– Julia dice que ahora es directora y ni un actor la puede aguantar más allá de una sola reunión. No es asunto mío, pero si quieres hacer algo con ese contrato, puedo conseguir que recuperes los derechos. Te han jodido. Te ofrecieron unos acuerdos miserables. Y los agentes conspiran para que los aceptes

Había echado el anzuelo. Mi cerebro parecía una bomba a punto de explotar. Mi lioso de turno estaba preparado para echárseme encima como un león. Mi detector de liosos estaba averiado.

A los pocos días, a Jonathan y a mí nos invitaron a conocer los leones de nuestro nuevo amigo.

Guardados en un desfiladero secreto del desierto, vagaban por un ambiente preparado para que pareciera la sabana africana.

Nos invitaron a Jon y a mí a acariciarles, movernos entre ellos, entre sus garras. Posamos para polaroids que verían Howard y Bette Fast en Beverly Hills, sabiendo que harían los sonidos adecuados de padres judíos contentos.

Nuestro domador saltó entre los leones, gritándoles para demostrar que le podría gritar a cualquiera. Utilizó taburetes, sillas, látigos. Su mujer, una hermosa actriz que trabajaba poco, parecía igualmente apasionada por ellos.

– Será mejor que salgáis de la jaula -dijo, inquietantemente-. Esto podría ser peligroso.

Nos quedamos fuera viendo cómo nuestro domador metía la mano dentro de la bocea di leone y luego sonreía. ¿Cómo podía saber yo que estaba mostrando cuál era mi papel en todo este asunto?

De las guaridas de los leones pasamos a los bufetes de los abogados. Mr. «encargado y todo lo demás» me explicó por qué demandar a Julia, a Columbia Pictures y a ICM sería algo completamente seguro y sin riesgos. Yo creía que estaba hablando de mí; hablaba, claro, de sí mismo. Me proporcionó un abogado, se ofreció como productor y me metió en la pesadilla de mi vida (sin faltar agentes que declaraban). Me prometió, naturalmente, encargarse de todos los gastos, pero sus promesas fueron las promesas de un predicador de los carnavales.

Si alguien te promete una demanda «gratis» o que nunca tendrás que volver a pagar impuestos en tu vida, corre a esconderte. El truco de lo de los impuestos también me lo hicieron, hacia la misma época de mi vida, y he estado pagándolo desde entonces. Estos dos terribles errores de apreciación se convirtieron en un modo de destrozarme a mí misma y a mi fama a la vez.

Criada a base de películas en las que el tipo humilde se impone al sistema, yo no tenía más idea de lo que era un tribunal de lo que un ratón tiene de un concurso de quesos.

Cualquier idiota habría sabido que demandar a una empresa de cine en la ciudad de Burbank era tan inteligente como entrar en una guarida de leones en un desfiladero del desierto. Mi nuevo consejero esperaba una rápida capitulación y una victoria instantánea. Demostró que mantenía menos contacto con la realidad que yo.

La demanda se publicó en la prensa, consiguiendo el tipo de odiosa publicidad que consiguen esas cosas, y continuó interminablemente. Era bastante duro escribir una segunda novela después de todo el ruido que se había armado. (Miedo a volar me había parecido la obra de una aprendiz cuando la escribí, y ahora iba a ser mi lápida, o por lo menos «follar a calzón quitado» iba a ser mi epitafio.) Pero escribir una segunda novela mientras estaba en marcha el proceso era precisamente el obstáculo que necesitaba para hacer que me sintiera tan horriblemente mal como yo necesitaba sentirme después del éxito. Todos me lo desaconsejaron. Pero participé en cuerpo y alma en el asunto, decidida a ser yo, y no mi suegro de entonces, como Thomas Paine y Espartaco reunidos en uno.

Aquello destrozó dos años de mi vida que deberían haber sido divertidos. Supuso, como cualquier persona sensata habría predicho, un atolladero legal, facturas enormes, y ninguna película. En 1975 regresé a Nueva York, promocioné mi segunda novela, Cómo salvar la propia vida, alrededor del mundo, y sólo me preguntaron por «follar a calzón quitado» y la demanda. De vuelta en Nueva York, empecé una tercera novela, sobre uno de los primeros cristianos que echaron a los leones para que se lo comieran, pero pronto la abandoné y me refugié en mi vieja cámara de seguridad de Barnard, la segura visión del siglo XVIII. Me puse a investigar para escribir un relato picaresco sobre una chica huérfana que se hace poeta, bruja, viajera, prostituta, y por fin madre de una hija encantadora, triunfando en consecuencia sobre su infortunio: la heroína perfecta para redimir mi vida posfama.

Durante los cinco años en que trabajé en este relato del siglo XVIII, fui tremendamente feliz, y mientras ideaba el argumento, también tuve una niña. Escribí sobre ella a través de los ojos de Fanny:

Me maravillé ante la Naricilla respingona (manchada de Sangre del Seno Materno), las pequeñas Manos buscando a tientas que no sabían qué Manos agarrar, la Moquita tratando de chupar ciegamente de no sabía qué pechos, los Piececitos que no sabían qué caminos andarían ni por qué Continentes todavía por descubrir, en qué Países todavía no nacidos.

– bienvenida, pequeña Desconocida -dije, entre lágrimas -. bienvenida, bienvenida.

Y entonces el salado Mar de mis Lágrimas se desbordó y lloré grandes Oleadas de Marea. Lloré hasta que mis propias Lágrimas arrancaron un Trozo de la sangre reseca de las Mejillas Infantiles y me mostraron la Piel translúcida, el Color del Amanecer en verano.

Cuando ingresé en el hospital, no estaba segura de si era mi heroína o yo la que iba a tener aquella criatura. En consecuencia, la partida de nacimiento de Molly al principio decía «Belinda», el nombre de la hija de Fanny. Comprendí mi error, y luego quedé tumbada en la cama inventando nombres para mi hermosa hija. Glissanda, Ozma, Rosalba, Rosamund, Justina, Boadicea… Consideré muchísimos. Luego me vino a la cabeza Molly Miranda. Y Jon estuvo de acuerdo.

–  Decidiste una buena cosa, mamá -dice Molly.

El nacimiento de Molly lo redimió todo, y Fanny hizo el resto. Supongo que Fanny es la novela mía que más me gusta (con mucho) porque sus tremendas exigencias me dieron una profunda satisfacción. La exigencia de recrear un argumento y el lenguaje del siglo XVIII, de darle la vuelta a la picaresca masculina, me hicieron completamente feliz de un modo en que no lo había sido desde los seis años; y lo mismo pasó con mi matrimonio con Jon, hasta que dejó de hacerme feliz.

Es más fácil escribir sobre el dolor que sobre la alegría. La alegría no tiene valor. Después de ese espasmo de vida en órbita, me encantó mantenerme en la sombra, oculta en el país.

Consideramos la posibilidad de trasladarnos a Princeton por la biblioteca, a las Berkshire por el paisaje, a Key West por la luz, a Colorado por las montañas, pero terminamos en Weston, Connecticut (a una distancia prudencial en coche de la biblioteca Beinecke y de Manhattan), llevando una vida casi idílica: escritura, yoga, perros y cocina. El único error que cometimos fue dejar que los de la revista People nos fotografiaran para un artículo sobre las parejas felices. Esos artículos hacen inevitable el divorcio, lo mismo que es probable que los artículos de portada de Time lleven a la muerte, la bancarrota y secuestro de los hijos.

Fanny me hizo feliz porque me permitía vivir con el Oxford English Dictionary siempre abierto sobre mi mesa de trabajo; ¿y qué puede hacer más feliz que eso? Jon me hacía feliz gracias a su buen humor y su pretensión de que no había nada mejor que escribir y hacer yoga. Y Molly me hizo feliz porque era un milagro mío, en cierto modo producido por Dios, mientras mi mente estaba en otras cosas, en el origen de la palabra lenzuelo, por ejemplo.

Pero la fama nunca me hizo feliz, aunque eso, claro está, no significaba que quisiera renunciar a ella. La fama es una gran prueba de carácter. ¿Se pierde una o se encuentra como resultado de tenerla? Muchos de nosotros nos perdemos a nosotros mismos, al menos un tiempo. Algunos volvemos. La mayoría no lo hace. En aquella época yo quería perderme en los bosques de Connecticut, cuidando a mi niñita, buscando palabras en el diccionario y leyendo a Smollet o a Fielding o a Swift todas las mañanas para conseguir captar con la mente la cadencia de las frases. La fama me aterraba y me dejaba perpleja. Quería alejarme lo más que pudiera de aquellos recuerdos dolorosos. El reinado de la reina Ana era perfecto. Yo había muerto, pero estaba a punto de renacer como una pelirroja en traje de montar.

Por lo menos había sobrevivido. Ella sería así.

Al releerlo, advierto que este capítulo no contiene nada sobre Henry Miller. Puede que sea porque en él estoy escribiendo sobre mis ansias de sabotaje de mi propia identidad y Henry era lo contrario a eso: me dio clases de cómo vivir.

Curiosamente, conocí a Henry Miller el mismo día que conocí a Jonathan Fast, un día dorado de California de octubre de 1974.

Cogí mi Buick alquilado, bajé por Sunset Boulevard hasta Pacific Palisades, y pasé la tarde con un chico de Brooklyn asombrosamente viejo de ochenta y tres años, que me había estado escribiendo cartas divertidas durante seis meses y ahora aparecía con su carne envejecida y un espíritu más joven que el mío.

Casi siempre en una silla de ruedas, ciego de un ojo, con un pijama puesto y una bata de felpa, con una cara como de antiguo sabio chino, Henry Miller se levantó de la cama para reunirse conmigo y anduvo, con bastante dificultad, en lugar de mantenerse pasivo en una butaca.

Iba a convertirse en mi ojo lúcido en medio del huracán.

Los escritores norteamericanos tienden a ser unos borrachos y unos melancólicos cuya principal relación con sus jóvenes aspirantes parece ser: «Dame una buena razón para que no me suicide». Si les vas a conocer y admirar, lleva ginebra o informes sobre alcohólicos anónimos y prepárate a animarlos. Pero Henry estaba, como él mismo señaló, «siempre alegre y contento». Su temperamento era su don y también su regalo a todos.

Si le hubiera conocido cuando era joven, habría sido más huracán, más caos. Pero el hecho de que hubiera sobrevivido a lo que estaba pasando yo, y haber mantenido el equilibrio, era lo importante de verdad. Calificado de «rey de la indecencia», siguió escribiendo lo que tenía que escribir.

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