Una palabra tuya
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Rosario y Milagros son barrenderas y se conocen desde ni?as. Tan vulnerable en apariencia como firme pese a sus contradicciones, Rosario relata los a?os transcurridos junto a esa fuerza de la naturaleza que es Milagros; a?os de tropiezos, ilusi?n, miedo y realidades que han dado forma al temor de no merecer ser felices.
Galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2005, Una palabra tuya es el retrato de dos mujeres -extraordinaria aportaci?n a la narrativa espa?ola actual-, de dos proyecciones de un mismo espejo deformante, de dos trayectorias vitales, una hacia la nada m?s cruel desde una vida triste y la otra hacia un futuro expectante desde una vida redimida; y en medio, la piedad y el perd?n.
Elvira Lindo es due?a de un admirable sentido de la forma, una observaci?n del habla y de la realidad tan precisas que refleja la vida con una complejidad narrativa prodigiosamente f?cil. Visceral, arrebatada, escrita en un estado de trance que se desliza intacto en su lectura, la novela posee una hondura emocional que corta el aliento. Es una novela grande y grave, pero tambi?n llena de iron?a, de sarcasmo, de una crudeza que se transforma de pronto en ternura. Las vidas corrientes que retrata Elvira Lindo cobran la dimensi?n de encrucijadas morales y adquieren la grandeza, dignidad y profunda nobleza humana de una tragedia antigua en el mundo contempor?neo.
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Su forma de andar le delata, su forma de mirar, de fumar, de anudarse la corbata. Parece uno de esos hombres que uno ve tomándose un whisky en los bares de los hoteles, pero no parece el hombre que debería estar sentado en el sillón orejero todas las noches. Siempre sentimos como si estuviera de visita. Por eso, esta tarde del cinco de enero en que yo estoy sola con él me parece extraordinaria, boto sobre la cama porque siento la felicidad de tenerlo para mí sola, siento que yo sí que podría retenerlo en casa.
Está haciéndose el nudo de la corbata delante del armario de luna como se lo haría el hombre delante del espejo de un hotel, y de pronto se vuelve. Me ha leído el pensamiento.
«Rosario», pronuncia mi nombre y se me acerca.
Yo dejo de saltar. Me quedo quieta, aunque los muelles siguen sonando aún durante un tiempo.
«Rosario, dice ahora en un susurro, tú sabes quiénes son los Reyes, ¿verdad?»
Yo le digo que sí con la cabeza. Pienso que decir que sí con la cabeza no me compromete a nada.
«¿Quiénes son?», pregunta.
Los que tú ya sabes, se lo digo pronunciando lentamente cada sílaba y señalándole con el dedo.
Pero él no se conforma. Sonríe y pregunta otra vez, «¿Tú qué dices, Rosario, que son tres o que son dos?».
Yo levanto dos dedos mirándole a los ojos. Parece una señal de victoria. No sé qué va a pasar ahora, pero él sonríe, sonríe como si yo hubiera dado la respuesta acertada y eso me hace feliz.
«¿Soy yo uno de ellos?», me pregunta.
Y yo digo que sí con la cabeza.
«¿Y quieres venir conmigo para ver, me habla ya al oído, en un susurro, cómo trabajan los Reyes el día cinco de enero?»
Me levanto de la cama de un salto y voy corriendo a mi habitación, me pongo los zapatos, me pongo la trenka, me planto ante sus ojos. «Ahora vamos a escribirle una nota a tu madre: no le voy a decir la verdad, ¿sabes?, porque esto es un secreto entre nosotros. Le voy a decir que me has acompañado a la oficina a por unos papeles, ¿sabrás guardar ese secreto?» No me salen las palabras, sólo muevo la cabeza afirmativamente, no una, sino tres, cuatro veces. «Ni una palabra, ni a ella ni a tu hermana. Tu madre quiere que sigas creyendo que los Reyes son tres y se pondría muy triste si supiera que tú sabes que son dos.» Ya, ya lo sabía, es como si mi padre me fuera leyendo el pensamiento, como si de pronto alguien supiera todo lo que discurre por mi cabeza.
Salimos a la calle y un aire frío me da en la cara y no puedo contener la risa. Me lleva de la mano. Yo quisiera encontrarme a alguien, quisiera encontrarme a alguien del colegio, o a una de esas vecinas que siempre nos miran con cara de pena. Mirad, mirad con quien voy, soy su hija, pero parezco su novia. Dejamos el coche atrás y yo le miro y él adivina mi pensamiento y me dice, vamos en metro, y cuando bajamos las escaleras del metro yo deseo con todas mis fuerzas que aquel viaje nos lleve lejos y tardemos años en volver a casa. El vagón está tan lleno que la gente me espachurra y me ahogo y no veo nada, hasta que siento sus dos manos debajo de mis axilas alzándome a la altura de los demás. Así me lleva casi todo el trayecto. Yo siento felicidad y vergüenza, una vergüenza femenina, creo, porque en ese momento le amo.
Las calles están hasta arriba de gente que mira escaparates, que duda, que te empuja con las bolsas de los regalos. Todos los empleadillos de los Reyes Magos han salido a la calle Goya a hacerles el trabajo sucio. Nosotros caminamos rápido. No miramos ni buscamos nada, vamos resueltos a un objetivo que yo desconozco pero que nos obliga a ir sorteando a la gente que va en sentido contrario, o adelantando a la que va en el nuestro, o cruzando semáforos que ya van a ponerse en rojo. El hombre andando rápido, la niña que soy yo casi corriendo para ir a su paso. Llegamos a una zapatería, a la zapatería más grande que he visto en mi vida, hace esquina y el cristal se curva en el ángulo y a mí eso me parece muy elegante.
Con mi madre siempre compramos los zapatos en las galerías de la calle Toledo. Ella repite y repite que no le da el dinero para otra cosa, ¿a mi padre sí? En un rincón del escaparate están los zapatos de niña. De niña, no, dice mi padre, de jovencita. Negros, de charol. Están expuestos con tanta inclinación que parece que tienen tacón. Miro los zapatos y luego miro a mi padre, pero me doy cuenta de que él ya no me sonríe a mí sino a alguien que está dentro de la zapatería, a una mujer que agachada en el suelo está ayudando a un hombre a calzarse unas botas. La mujer atiende al cliente pero no deja de levantar la vista para mirar a mi padre y para mirarme a mí, ahora me mira a mí. Más que una mujer es una chica, una chica con una coleta de caballo, alta y con los labios muy pintados. Le hace unas señas a mi padre, le pide que vuelva dentro de un rato. Mi padre me lleva al bar de al lado, me dice que vamos a merendar y que volveremos cuando haya menos gente en la zapatería. Me dice que la chica es una amiga, que le hace descuento y a mí todo me parece extraño y al mismo tiempo lógico, porque esta tarde soy su cómplice. Me como dos tortitas con nata y chocolate y veo cómo él fuma y sale y entra del bar, inquieto, mirando cómo va la cosa en la zapatería, esperando, supongo, una señal. Debe ser muy tarde porque las tiendas están empezando a echar el cierre y yo siento de pronto pánico a que nos cierren la nuestra y el Rey no me pueda comprar los zapatos de charol. El cierre está echado, sí, pero ella lo levanta un poco y pasamos, mi padre agachándose. Yo me siento en uno de los largos asientos de piel y ella me trae uno de los zapatos. Ella lleva en el dedo la misma sortija granate que mi padre le regaló a mi madre, y cuando ella se va para buscar en el escaparate el otro pie, yo se lo digo a mi padre al oído y él me dice que esas cosas nunca se deben decir porque las mujeres siempre creen que sus joyas son únicas, exclusivas. Exclusivas, repito, y no lo entiendo pero ya no pregunto. Soy su cómplice. Ella me toca el dedo gordo, tal vez le están un poco pequeños, dice; yo digo que no, pero mi padre dice que sí, que tal vez me están un poco pequeños, y ella se va a buscar una talla más y se vuelve un momento a mirarnos, a mirarle, y mi padre va detrás de ella, porque son amigos y dice que la va a ayudar a buscar y que yo mientras me quede sentada, ahí, sin moverme, que será un momento. Y ahí me quedo, no un momento sino muchos momentos. La zapatería está iluminada y la gente mira los zapatos del escaparate y luego me miran a mí con curiosidad, algunos me señalan, sin comprender muy bien qué hace esa niña con la trenka puesta, sola, descalza, como si sus padres se hubieran marchado olvidándola y los dependientes hubieran cerrado el comercio sin reparar en su presencia. Yo hubiera preferido que las luces hubieran estado apagadas y no despertar tanta curiosidad así que me escondo detrás de uno de los sofás, me pongo la capucha, y me quedo dormida.
«Rosario, Rosario.» Oigo la voz de mi padre. Ahora lo veo, me ayuda a levantarme. «Me habías asustado, no sabía dónde estabas.» Tiene la caja de los zapatos en la mano. No sé cuánto tiempo ha pasado y cuando nos despedimos de la chica de la coleta yo no he acabado de salir del mundo remoto del sueño. Mi padre le da un beso y a mí me parece que se lo da muy cerca de la boca. Luego, entramos en una cabina, mi padre llama a casa y explica que hemos estado en la oficina, que ya volvemos, que hemos merendado fuera. Y yo encuentro que lo dice en el mismo tono que cuando soy yo la que estoy en casa, la que contesto al teléfono y es él diciéndome, estoy en Murcia, mañana mismo vuelvo, os echo de menos. Ahora volvemos en taxi, él me dice que al final nos hemos llevado los zapatos de la misma talla. No eran tan grandes en realidad, dice. Y dice que yo he de hacer como que no sé nada de esos zapatos, que tendré que decir que hemos estado en la oficina, y que mañana cuando vaya a buscar los regalos debajo de la cama, tendré que aparentar una sorpresa enorme, «¿sabrás, Rosario?», y yo le digo, pues claro. No voy a cometer ningún fallo porque quiero que me vuelva a llevar con él otra tarde, que sepa que soy la única persona de casa en quien puede confiar, la única también que puede retenerlo. Me da la risa sólo de pensar en esta nueva complicidad. Y aunque él de pronto se sumerge en un silencio que ya no se rompe ni cuando entramos en casa y se apoya en la ventanilla con la mano en la cabeza como si algo le hubiera derrotado, yo estoy tocando la felicidad en todo el trayecto, en la cena, sabiendo que mis zapatos están ya debajo de la cama de mis padres, en mi cama, gozando de los secretos que Palmira ignora, en el beso de buenas noches que le doy a mi madre que es el beso de la pequeña rival que acaba de nacer en mí.