La Casa Verde
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La Casa Verde es sin duda una de las m?s representativas y apasionantes novelas de Mario Vargas Llosa. El relato se desarrolla en tiempos distintos, con enfoques diversos de la realidad, a trav?s del recuerdo o la imaginaci?n, y ensamblados con t?cnicas narrativas complejas que se liberan a trav?s de una desenvoltura narrativa ?gil y precisa.
?Cu?l es el secreto que encierra La casa verde?. La casa verde ocurre en dos lugares muy alejados entre s?, Piura, en el desierto del litoral peruano, y Santa Mar?a de Nieva, una factor?a y misi?n religiosa perdida en el coraz?n de la Amazon?a. S?mbolo de la historia es la m?tica casa de placer que don Anselmo, el forastero, erige en las afueras de Piura. Novela ejemplar en la historia del boom latinoamericano, La casa verde es una experiencia ineludible para todo aquel que quiera conocer en profundidad la obra narrativa de Mario Vargas Llosa. La casa verde (1965) recibi? al a?o siguiente de su publicaci?n el Premio de la Cr?tica y, en 1967, el Premio Internacional de Literatura R?mulo Gallegos a la mejor novela en lengua espa?ola.
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Los inconquistables entraron como siempre: abriendo la puerta de un patadón y cantando el himno: eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo chupar, sólo timbear, eran los inconquistables y ahora iban a culear.
– Sólo te puedo contar lo que se oyó esa noche, muchacha -dijo el arpista-; te habrás dado cuenta que casi no veo. Eso me libró de la policía, a mí me dejaron tranquilo.
– Ya está caliente la leche -dijo la Chunga, desde el mostrador-. Ayúdame, Selvática.
La Selvática se levantó de la mesa de los músicos, fue hacia el bar y ella y la Chunga trajeron una jarra de leche, pan, café en polvo y azúcar. Las luces del salón estaban encendidas aún, pero el día entraba ya por las ventanas, caliente, claro.
– La muchacha no sabe cómo fue, Chunga -dijo el arpista, bebiendo su leche a sorbitos-. Josefino no le contó.
– Le pregunto y cambia de conversación -dijo la Selvática-. Por qué te interesa tanto, dice, no sigas que me da celos.
– Además de sinvergüenza, hipócrita y cínico -dijo la Chunga.
– Sólo había dos clientes cuando entraron -dijo el Bolas-. En esa mesa. Uno de ellos era Seminario.
Los León y Josefino se habían instalado en el bar y gritaban y brincaban, muy disforzados: te queremos Chunga Chunguita, eres nuestra reina, nuestra mamita, Chunga Chunguita.
– Déjense de cojudeces y consuman, o se mandan mudar -dijo la Chunga. Se volvió a la orquesta-: ¿Por qué no tocan?
– No podíamos -dijo el Bolas-. Los inconquistables hacían una bulla salvaje. Se los notaba contentísimos.
– Es que esa noche estaban forrados de billetes -dijo la Chunga.
– Mira, mira -el Mono le mostraba un abanico de libras y se chupaba los labios-. ¿Cuánto calculas?
– Qué angurrienta eres, Chunga, qué ojos has puesto -dijo Josefino.
– Seguro que es robado -repuso la Chunga-. ¿Qué les sirvo?
– Estarían tomados -dijo la Selvática-. Siempre les da por hacer chistes y cantar.
Atraídas por el ruido, tres habitantas aparecieron en la escalera: Sandra, Rita, Maribel. Pero, al ver a los inconquistables, parecieron defraudadas, abandonaron sus gestos orondos y se oyó la gigantesca carcajada de la Sandra, eran ellos, qué ensarte, pero el Mono les abrió los brazos, que vinieran, que pidieran cualquier cosa, y les mostró los billetes.
También sírveles algo a los músicos, Chunga -dijo Josefino.
– Muchachos amables -sonrió el arpista-. Siempre andan convidándonos. Yo conocí al padre de Josefino, muchacha. Era lanchero y cruzaba las reses que venían de Catacaos. Carlos Rojas, tipo muy simpático.
La Selvática llenó de nuevo la taza del arpista y le echó azúcar. Los inconquistables se sentaron en una mesa con la Sandra, la Rita y la Maribel y recordaban una partida de póquer que acababan de disputar en el Reina. El Joven Alejandro bebía su café con aire lánguido: eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo chupar, sólo timbear, eran los inconquistables y ahora iban a culear.
– Les ganamos limpiamente, Sandra, te juro. Nos ayudaba la suerte.
– Escalera real tres veces seguidas, ¿alguien ha visto cosa igual?
– Les enseñaban la letra a las muchachas -dijo el arpista, con voz risueña y benévola-. Y después se vinieron donde nosotros, para que les tocáramos su himno. Por mí lo haría, pero pídanle permiso primero a la Chunga.
– Y tú nos hiciste señas que sí, Chunga -dijo el Bolas.
– Estaban consumiendo como nunca -explicó la Chunga a la Selvática-. Por qué no les iba a dar gusto.
– Así comienzan a veces las desgracias -dijo el joven, con un gesto melancólico-. Por una canción.
– Canten, para pescar la música -dijo el arpista-. A ver, Joven, Bolas, abran bien las orejas.
Mientras los inconquistables coreaban el himno, la Chunga se balanceaba en su mecedora como una apacible ama de casa, y los músicos seguían el compás con el pie y repetían la letra entre dientes. Después, todos cantaron a voz en cuello, con acompañamiento de guitarra, arpa y platillos.
– Se acabó -dijo Seminario-. Basta de cantitos y de groserías.
– Hasta entonces no había hecho caso de la bulla y estuvo muy pacífico, conversando con su amigo -dijo el Bolas.
– Yo lo vi pararse -dijo el Joven-. Como una furia, creí que se nos echaba encima.
– No tenía voz de borracho -dijo el arpista-. Le hicimos caso, nos callamos, pero él no se calmaba. ¿Desde qué hora estaba aquí, Chunga?
– Desde temprano. Se vino de frente de su hacienda, con botas, pantalón de montar y pistola.
– Un toro de hombre ese Seminario -dijo el joven-. Y una mirada maligna. Más fuerte eres, más malo eres.
– Gracias, hermano -dijo el Bolas.
– Tú eres la excepción, Bolas -dijo el joven-. Cuerpo de boxeador y almita de oveja, como dice el maestro.
– No se ponga así, señor Seminario -dijo el Mono-. Sólo cantábamos nuestro himno. Permítanos invitarle una cerveza.
– Pero él estaba de malas -dijo el Bolas-. Se había picado por algo y buscaba pelea.
– ¿Así que ustedes son los gallitos que arman líos por calles y plazas? -dijo Seminario-. ¿A que no se meten conmigo?
Rita, Sandra y Maribel se alejaban de puntillas hacia el bar y el Joven y el Bolas escudaban con sus cuerpos al arpista que, sentado en su banquito, la expresión tranquila, se había puesto a ajustar las clavijas del arpa. Y Seminario seguía, él también era un pendejo, contoneándose, y sabía divertirse, golpeándose el pecho, pero trabajaba, se rompía los lomos en su tierra, no le gustaban los vagabundos, corpulento y locuaz bajo la bombilla violeta, los muertos de hambre, esos que se dan de locos.
– Somos jóvenes, señor. No estamos haciendo nada malo.
– Ya sabemos que usted es muy fuerte, pero no es una razón para insultarnos.
– ¿De veras que una vez levantó en peso a un catacaos y lo tiró a un techo? ¿De veras, señor Seminario?
– ¿Se le rebajaban tanto? -dijo la Selvática-. No me lo creía de ellos.
– Qué miedo me tienen -reía Seminario, aplacado-. Cómo me soban.
– A la hora de la hora, los hombres siempre se despintan -dijo la Chunga.
– No todos, Chunga -protestó el Bolas-. Si se metía conmigo, yo le respondía.
– Estaba armado y los inconquistables tenían razón de asustarse -sentenció el joven, suavemente-: El miedo es como el amor, Chunga, cosa humana.
– Te crees un sabio -dijo la Chunga-. Pero a mí me resbalan tus filosofías, por si no lo sabes.
– Lástima que los muchachos no se fueran en ese momento -dijo el arpista.
Seminario había vuelto a su mesa, y también los inconquistables, sin rastros de la alegría de un momento atrás: que se emborrachara y vería, pero no, andaba con pistola, mejor aguantarse las ganas para otro día, ¿y por qué no quemarle la camioneta?, estaba ahí afuerita, junto al Club Grau.
– Más bien salgamos y lo dejamos encerrado aquí y metemos fuego a la Casa Verde -dijo Josefino-. Un par de latas de kerosene y un fosforito bastarían. Como hizo el padre García.
– Ardería como paja seca -dijo José-. También la barriada y hasta el Estadio.
– Mejor quememos todo Piura -dijo el Mono-. Una fogata grandisisísima, que se vea desde Chiclayo. Todo el arenal se pondría retinto.
– Y caerían cenizas hasta en Lima -dijo José-. Pero, eso sí, habría que salvar la Mangachería.
– Claro, no faltaba más -dijo el Mono-. Buscaríamos la forma.
– Yo tenía unos cinco años cuando el incendio -dijo Josefino-. ¿Ustedes se acuerdan de algo?
– No del comienzo -dijo el Mono-. Fuimos al día siguiente, con unos churres del barrio, pero nos corrieron los cachacos. Parece que los que llegaron primero se robaron muchas cosas.
– Me acuerdo sólo del olor a quemado -dijo Josefino-. Y que se veía humo, y que muchos algarrobos se habían vuelto carbones.
– Vamos a decirle al viejo que nos cuente -dijo el Mono-. Le invitaremos unas cervezas.