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Terrorista

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Terrorista
Название: Terrorista
Дата добавления: 15 январь 2020
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Terrorista - читать бесплатно онлайн , автор Апдайк Джон

Ahmad ha nacido en New Prospect, una ciudad industrial venida a menos del ?rea de Nueva York. Es hijo de una norteamericana de origen irland?s y de un estudiante egipcio que desapareci? de sus vidas cuando ten?a tres a?os. A los once, con el benepl?cito de su madre, se convirti? al Islam y, siguiendo las ense?anzas de su rigorista imam, el Sheij Rashid, lo fue asumiendo como identidad y escudo frente a la sociedad decadente, materialista y hedonista que le rodeaba.

Ahora, a los dieciocho, acuciado por los agobios y angustias sexuales y morales propios de un adolescente despierto, Ahmad se debate entre su conciencia religiosa, los consejos de Jack Levy el desencantado asesor escolar que ha sabido reconocer sus cualidades humanas e inteligencia, y las insinuaciones cada vez m?s expl?citas de implicaci?n en actos terroristas de Rashid. Hasta que se encuentra al volante de una furgoneta cargada de explosivos camino de volar por los aires uno de los t?neles de acceso a la Gran Manzana.

Con una obra literaria impecable a sus espaldas, Updike asume el riesgo de abordar un tema tan delicado como la sociedad estadounidense inmediatamente posterior al 11 de Septiembre. Y lo hace desde el filo m?s escarpado del abismo: con su habitual mezcla de crueldad y empat?a hacia sus personajes, se mete en la piel del «otro», de un adolescente ?rabe-americano que parece destinado a convertirse en un «m?rtir» inmisericorde, a cometer un acto espeluznante con la beat?fica confianza del que se cree merecedor de un para?so de hur?es y miel.

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Se queda tumbado, afligido, quiere vestirse pero sabe que así no haría más que darle la razón a ella. Cuando Terry sale finalmente del baño, tras haberse olvidado de él con una ducha, recoge su ropa interior y se la pone con gestos comedidos. Sus pechos se balancean al agacharse, y son lo primero que se cubre, encajándolos en las copas de gasa del sostén y cerrándolo, con una mueca, por detrás. Luego se pone las bragas por los pies, manteniendo el equilibrio con un brazo alargado, apoyándose con mano firme en el tocador, que está oculto bajo una capa de tubos de pintura al óleo. Con la otra mano da un primer tirón y después se ayuda de las dos para terminar de subirse la prenda de nailon; el ensortijado tapiz de color cedro asoma, tras la rápida captura, por encima de la tira elástica de la cintura, como la espuma en una cerveza mal tirada. El sujetador es negro, pero el tanga, lila. Le queda bien abajo de las caderas, deja descubierta la turgencia nacarada de su vientre, como en los pantalones adolescentes más osados, aunque después se pone encima unos vaqueros ordinarios y viejos, de cintura alta, con un brochazo o dos de pintura en la parte delantera. Un jersey de cordoncillo y un par de sandalias de lona y ya tendrá la armadura completa, estará preparada para enfrentarse a la calle y sus oportunidades. Otro hombre podría robársela. Jack teme que cada vez que la ve desnuda pueda ser la última. El desconsuelo lo abate con fuerza suficiente para hacerle gritar:

– ¡No te pongas todo eso! Vuelve a la cama, Terry. Por favor.

– No tienes tiempo.

– Sí que tengo. Acabo de recordar que la tutoría no es hasta las tres. Y en cualquier caso, ese chaval es un perdedor, vive en Fair Lawn, y sus padres son unos ilusos que creen que con mi ayuda entrará en Princeton. Evidentemente, no está en mis manos. ¿No te quedas?

– Bueno… un ratito. Sólo me acurrucaré. Odio que discutamos. No deberíamos tener nada por lo que pelear.

– Nos peleamos -aclara él- porque nos importamos el uno al otro. Si no, no discutiríamos.

Desabrocha el cierre de los tejanos escondiendo barriga, lo que le da un aspecto momentáneamente cómico con los ojos más saltones, y se desliza rápido bajo la sábana arrugada, en su ropa interior negra y lila. El atuendo tiene un cierto desenfado de furcia, como en la imagen de zorra adolescente que adoptan algunas de las chicas más descaradas del Central High, que le estremece furtivamente el pene. Trata de no darle importancia, le pasa un brazo alrededor de los hombros -el vello de la nuca todavía está húmedo tras la ducha- y la acerca con casto compañerismo.

– ¿Qué tal le va a Ahmad?

Terry contesta con recelo, consciente de la abrupta transición de puta a madre.

– Parece que bien. Está contento con la gente para la que trabaja, un padre y un hijo libaneses que se han repartido los papeles de poli bueno y poli malo. Parece que el hijo es todo un personaje. A Ahmad le encanta el camión.

– ¿El camión?

– Podría ser un camión cualquiera, pero éste es su camión, como si fuera suyo. Ya sabes cómo son estos enamoramientos. Cada mañana comprueba la presión de los neumáticos, los frenos, todos los líquidos. Suele explicármelo: el aceite del motor, el refrigerante, el líquido del limpiaparabrisas, el ácido de la batería, el líquido de la dirección asistida, el de la transmisión automática… Y ya está, creo. También verifica que las correas del ventilador estén tensas y no sé cuántas cosas más. Dice que los mecánicos de las estaciones de servicio, en las revisiones programadas, van demasiado apurados y resacosos para hacerlo como es debido. El camión también tiene nombre: Excellency. Excellency Home Furnishings. Creían que era la palabra para «excelente».

– Bueno -admite Jack-, casi. Qué ingeniosos.

La erección vuelve mientras intenta pensar en Terry como madre y profesional, auxiliar de enfermería y pintora abstracta, una persona inteligente y polifacética a quien le gustaría conocer aunque no fuera del sexo contrario. Pero sus pensamientos se han despegado de la ropa interior de seda, lila y negra, y de la facilidad, el descuido casi, con que lo trata sexualmente: tanta experiencia, tantos novios acumulados desde que el padre de Ahmad fracasó en su intento de resolver el acertijo americano y se largó. Incluso entonces ella era una muchacha educada en el catolicismo a quien no le importaba irse a vivir con un amante de los turbantes, con un musulmán. Era una chica alocada, le gustaba saltarse las normas. Terri-ble. Un sagrado Terr-or. Se interesa:

– ¿Quién te ha hablado de los judíos y la alianza?

– No sé. Un tío que conocí.

– ¿Lo conociste en qué sentido?

– Lo conocí, Jack. Oye, ¿no hicimos un pacto? Tú no preguntas y yo no tengo que explicarte nada. En los mejores años que se supone que tiene una mujer, yo he estado abandonada y soltera. Y ya he cumplido los cuarenta. No receles porque tenga un pasado.

– No, no es que lo piense, está claro. Pero, como decíamos, cuando te importa alguien, te vuelves posesivo.

– ¿Es eso lo que estábamos diciendo? Yo no he oído eso. Lo único que he oído es que pensabas en Beth. En la patética de Beth.

– En la biblioteca no es tan patética. Se sienta tras el mostrador de consultas y con Internet se desenvuelve mucho mejor que yo.

– Suena fantástico.

– No, pero es una persona.

– Genial. ¿Y quién no? ¿Estás diciendo que yo no?

El genio de los irlandeses te hace apreciar a los luteranos. Su polla percibe el cambio de humor de Teresa, y la erección vuelve a remitir.

– Todos lo somos -la calma-. Tú en especial. En cuanto a lo de la alianza, ahí va un judío que nunca se sintió incluido en ese grupo: mi padre odiaba la religión, y los únicos pactos de que tuve noticia se hacían en barrios en los que no dejaban entrar a los judíos. ¿Cómo está Ahmad de religioso estos días?

Ella se relaja un poco, se recuesta en su almohada. Jack mueve la mirada unos centímetros más abajo, al sujetador negro. La piel pecosa de la zona del esternón parece un poco una tela de crespón, expuesta a los efectos dañinos del sol año tras año, en contraste con la tira de blancura jabonosa que asoma por el costado del sujetador. Jack piensa: «Conque antes que yo ha habido otro judío». ¿Y los demás? Egipcios, chinos, quién sabe. Muchos de los pintores que Terry conoce son tipos a los que dobla en edad. Les debe de parecer una madre con un buen polvo. Quizá sea ése el motivo por el que su hijo es marica, vaya, si es que lo es.

– No te sabría decir -responde-. Nunca me ha hablado mucho de ello. El pobre, qué pinta más frágil y asustada tenía cuando lo dejaba en la mezquita, y subía solo esas escaleras. Después, si le preguntaba cómo le había ido, decía «Muy bien», y luego ni pío. Incluso se sonrojaba. Era algo que no podía compartir. Ahora, con el trabajo, me dijo que no siempre puede llegar a tiempo a la mezquita los viernes, y ese tal Charlie que va con él no parece que sea muy practicante. Pero mira, la verdad es que el chico parece más tranquilo, en general. Por ejemplo, en cómo me habla: tiene más el aire de un hombre, me mira a los ojos. Está satisfecho consigo mismo, por ganar dinero, y no sé, puede que sean imaginaciones mías, pero quizás está también más abierto a ideas nuevas, no tan encerrado en ese sistema de creencias, en opinión mía, tan limitado e intolerante. Se está renovando.

– ¿Tiene novia? -inquiere Jack Levy, agradecido a Terry por haberse decidido a pasar a otro tema que no sean los defectos que ve en él.

– No que yo sepa -dice. A Jack le encanta esa boca irlandesa, sobre todo cuando se pone meditabunda y se olvida de cerrar los labios, el superior un poco tieso, con su pequeño pliegue de carne en medio-. Creo que lo sabría. Llega a casa cansado, deja que le ponga la comida, lee el Corán o, últimamente, el periódico, sobre esta guerra idiota contra el terrorismo, para luego poder hablar con ese tal Charlie, y después se va a la cama. En sus sábanas -se arrepiente de sacar el tema, pero sigue adelante- no hay manchas. -Y añade-: No siempre fue así.

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