Terrorista
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Ahmad ha nacido en New Prospect, una ciudad industrial venida a menos del ?rea de Nueva York. Es hijo de una norteamericana de origen irland?s y de un estudiante egipcio que desapareci? de sus vidas cuando ten?a tres a?os. A los once, con el benepl?cito de su madre, se convirti? al Islam y, siguiendo las ense?anzas de su rigorista imam, el Sheij Rashid, lo fue asumiendo como identidad y escudo frente a la sociedad decadente, materialista y hedonista que le rodeaba.
Ahora, a los dieciocho, acuciado por los agobios y angustias sexuales y morales propios de un adolescente despierto, Ahmad se debate entre su conciencia religiosa, los consejos de Jack Levy el desencantado asesor escolar que ha sabido reconocer sus cualidades humanas e inteligencia, y las insinuaciones cada vez m?s expl?citas de implicaci?n en actos terroristas de Rashid. Hasta que se encuentra al volante de una furgoneta cargada de explosivos camino de volar por los aires uno de los t?neles de acceso a la Gran Manzana.
Con una obra literaria impecable a sus espaldas, Updike asume el riesgo de abordar un tema tan delicado como la sociedad estadounidense inmediatamente posterior al 11 de Septiembre. Y lo hace desde el filo m?s escarpado del abismo: con su habitual mezcla de crueldad y empat?a hacia sus personajes, se mete en la piel del «otro», de un adolescente ?rabe-americano que parece destinado a convertirse en un «m?rtir» inmisericorde, a cometer un acto espeluznante con la beat?fica confianza del que se cree merecedor de un para?so de hur?es y miel.
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– Es una bestia vieja y fiel -dice Charlie-. Ciento cincuenta mil kilómetros y no ha dado muchas molestias. Baja y familiarízate con él. No saltes, usa los escalones de más allá. Sólo faltaba que te rompieras un tobillo el primer día de trabajo.
A Ahmad esta zona ya le resulta un poco familiar. En el futuro la va a conocer mucho mejor: la plataforma de carga, el aparcamiento con el pavimento de hormigón agrietado cociéndose al reluciente sol de verano, los edificios adyacentes, de ladrillo, bajos, el caos de galerías de las casas adosadas, un contenedor oxidado en una esquina, propiedad de alguna empresa cerrada hace mucho, el lejano ruido oceánico de las oleadas de tráfico, rompiendo por los cuatro carriles del Reagan Boulevard. Este espacio siempre tendrá algo mágico, algo pacífico cuyo origen no es de este mundo, la extraña cualidad de quedar magnificado por una posición ventajosa. Es un lugar que ha recibido el hálito de Dios.
Ahmad desciende el tramo de cuatro peldaños, también de gruesos tablones, y queda al mismo nivel del camión. En el distintivo en la puerta del conductor, lee: Ford Tritón E-350 Super Duty. Charlie abre esa puerta y dice:
– Venga, campeón. Arriba.
En el calor de la cabina flota un hedor a cuerpos masculinos, humo rancio de cigarrillos, cuero, café frío y al fiambre de los bocadillos que en él se han consumido. Ahmad se sorprende, tras las horas dedicadas a los folletos del permiso de conducción comercial, con todo su rollo sobre el doble embrague y la reducción de marcha en las pendientes peligrosas, de que en el suelo no haya una palanca de cambio.
– ¿Cómo se cambia de marcha?
– No se cambia -le explica Charlie, arrugando el ceño pero manteniendo un tono neutro de voz-. Es automático. Como en tu querido coche familiar.
El vergonzoso Subaru de su madre. Su nuevo amigo percibe cierto rubor y añade, tranquilizándolo:
– Cambiar de marcha es sólo una preocupación extra. El antepenúltimo chaval que contratamos se cargó la caja de cambios al meter marcha atrás cuesta abajo.
– Pero en las pendientes inclinadas, ¿no hay que reducir? Para no abusar del freno y gastar las pastillas.
– Sí, puedes reducir con la palanca que hay en el volante. Pero en esta parte de Jersey no hay tantos desniveles. No es que estemos en Virginia Occidental.
Charlie conoce los estados, es un hombre de mundo. Rodea la cabina y con un salto ágil, estirando los brazos como un mono, se sube al asiento del copiloto. Para Ahmad es como si alguien se hubiera metido en la cama con él. Charlie saca una cajetilla de cigarrillos medio roja del bolsillo de la camisa -de un tejido áspero y duro, parecido a la tela vaquera pero de color verde militar en vez de azul- y le da un diestro toquecito para que varios pitillos de filtro marrón asomen un par de centímetros. Le pregunta:
– ¿Para templar los nervios?
– Gracias, señor, pero no. No fumo.
– ¿De verdad? Sabia elección. Vivirás eternamente, campeón. Y déjate de señor, ni me trates de usted. Con «Charlie» basta. Bueno, vamos a ver cómo conduces este trasto.
– ¿Ahora mismo?
Charlie da un bufido, propiciando una detonación de humo en un extremo del ángulo de visión de Ahmad.
– No, la semana que viene. ¿Para qué has venido? No estés tan nervioso. Está chupado. Hay retrasados que lo hacen cada día, créeme. Esto no es ingeniería aeronáutica.
Son las ocho y media de la mañana. Demasiado temprano, siente Ahmad, para iniciarse. Pero si el Profeta confió su cuerpo al temible caballo Buraq, Ahmad puede también ascender al alto asiento negro, rajado, manchado y partido por los ocupantes anteriores, y conducir esta altísima caja naranja sobre ruedas. El motor, cuando la llave lo hace arrancar, ruge en un tono muy bajo, como si el combustible fuera una sustancia más espesa y grumosa que la gasolina.
– ¿Es diésel? -pregunta Ahmad.
Con un farfullo, a Charlie se le escapa más humo, que sigue brotando de lo más hondo de sus pulmones.
– ¿Estás de broma, chaval? ¿Alguna vez has conducido un diesel? Lo deja todo apestado y el motor tarda una eternidad en calentarse. Es imposible arrancar y pisar a fondo. A ver, debes tener en cuenta que no hay retrovisor sobre el salpicadero. Que no te entre el pánico si, mientras aún te estás acostumbrando, echas una mirada y no lo ves. Utiliza los retrovisores laterales. Otra cosa, recuerda que aquí todo tarda más: cuesta más rato frenar y aún más reanudar la marcha. Los semáforos no están para ganar carreras. Vaya, ni lo intentes. Es como una viejecita: no le pidas demasiado pero tampoco la subestimes. Aparta la vista por un momento de la carretera y te aseguro que puede matar. Bueno, no te asusto más. Vamos, dale. Espera: asegúrate de que pones marcha atrás. Hemos chocado más de una vez con la plataforma. El mismo conductor del que te he hablado antes. ¿Sabes lo que he aprendido con los años? No existe nada, por estúpido que parezca, que nadie no haya hecho alguna vez. Marcha atrás, tres maniobras y fuera. Estarás en la Calle Trece, luego sales a Reagan. No puedes girar a la izquierda. Hay una mediana de cemento pero, como te he dicho, hay cosas que por estúpidas que parezcan siempre hay alguien que las ha hecho, así que te aviso.
Charlie aún está hablando cuando Ahmad saca el camión lentamente hacia atrás, traza un semicírculo perfecto y, ya con la marcha correcta, abandona el solar. Descubre que, a esta altura del suelo, va flotando por encima de los techos de los coches. Cuando llega al cruce con el bulevar toma la curva demasiado cerrada, de modo que sube las ruedas traseras a la acera, pero apenas lo nota. Se siente transportado a otra escala, a otro plano. Charlie, atareado en apagar el cigarrillo en el cenicero del salpicadero, no dice nada de la sacudida.
Tras unas cuantas manzanas, los ojos de Ahmad se habitúan a saltar del retrovisor de la izquierda, el que tiene mayor ángulo de visión, al de la derecha. El reflejo naranja que entrevé del rótulo con ribetes brillantes de ambos lados del vehículo ya ha dejado de alarmarlo y se convierte en una parte más de sí mismo, como los hombros y los brazos que entran en su visión periférica cuando va andando por la calle. En sueños, desde la niñez, a veces volaba por pasillos, descendía casi a ras de tierra por las aceras, y a veces despertaba con una erección o, aún más vergonzoso, con una mancha húmeda en la entrepierna del pijama. En vano consultó el Corán para recibir consejos sexuales. Hablaba de la impureza, pero sólo en referencia a las mujeres: la menstruación y el amamantamiento de los bebés. En la segunda sura halló estas misteriosas palabras: «Vuestras mujeres son campo labrado para vosotros. ¡Id, pues, a vuestro campo como queráis, pero antes haced algo por el bien de vuestras almas! ¡Temed a Dios y sabed que Le encontraréis!». En la aleya previa, leyó que las mujeres son un mal. «¡Manteneos, pues, apartados de las mujeres durante la menstruación y no os acerquéis a ellas hasta que se hayan purificado! Y cuando se hayan purificado, id a ellas como Dios os ha ordenado. Dios ama a quienes se arrepienten. Y ama a quienes se purifican.» Ahmad se siente puro en el camión, desligado de las bajezas del mundo, de sus calles repletas de excrementos de perro y de trozos de plástico y papel barridos por el viento; se siente limpio y libre, haciendo volar como una cometa la caja naranja que aparece detrás, en los retrovisores.
– No adelantes si estás en la derecha -lo reprende de golpe Charlie, con voz aguda de alarma. Ahmad aminora, no se había dado cuenta de que estaba rebasando a los coches que tenía a su izquierda, en el carril de al lado de la mediana, compuesta de una ristra de pilones de seguridad, firmes, sucios, los postes de Jersey, como los llaman en este estado.
– ¿Por qué se llaman así? -inquiere-. ¿Qué nombre les han puesto en Maryland?
– No cambies de tema, campeón. Cuando llevas un camión no puedes estar ahí sentado y soñar despierto. En tus manos están la vida y la muerte, por no hablar de las reparaciones, que subirán las primas del seguro si haces el tonto. Nada de comer perritos calientes ni hacer el gilipollas con el teléfono móvil, como si esto fuera un coche. Eres más grande, por lo tanto tienes que ser mejor.