Amor, Curiosidad, Prozac Y Dudas
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Luc?a Etxbarr?a ha construido una novela sobre la dif?cil b?squeda de la identidad femenina al margen de convenciones absurdas y esterotipadas, con un estilo personal?simo, esculpido a golpe de gui?os y ambivalencias en el lenguaje de lo cotidiano.
El libro re?ne tres historias, donde cada una de ellas corresponde a una de las hermanas Gaena. Al principio nacieron como historias aisladas, pero luego quedaron fusionadas dando lugar a esta obra. Son tres historias de tres mujeres, tres hermanas, con personalidades muy diferentes, pero con un nexo de uni?n entre ellas. Cristina es politoxic?mana, promiscua y a veces atenta contra su propia vida, pero desde que Lain le ha abandonado su vida ya no es la misma y se siente naufragar. No sabe d?nde agarrarse. Su hermana Rosa, mayor que ella, le envidia porque su padre le prefer?a a ella, por eso se dedic? a hincar los brazos para ser una buena estudiante, conseguir una carrera y lograr el ?xito, su ?nica raz?n de ser. Es una alta ejecutiva cuya vida se cierne vac?a m?s all? de su labor profesional. Su vida es gris y es adicta al Prozac. La mayor de todas, Ana, es una pija. Se cas? con un buen marido y se dedic? siempre a tener una gran casa y una hermosa familia. No entiende a sus hermanas menores. Pero ha sufrido una p?rdida y trata de comunicarse con sus hermanas, mientras tanto supera sus d?as con anfetaminas y somn?feros.
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El 17 de mayo de 1980, en Madrid, Rosa Gaena, mi otra hermana, encorvada sobre su libro, intentaba atiborrarse de tablas estadísticas y lanzarse de cabeza al interior de un mundo desconocido, donde en lugar de casas, carreteras, tiendas, portales y familias había probabilidades y desviaciones, medidas de dispersión, modelos econométricos y cálculos matriciales. Rosa intentaba desesperadamente buscar su lugar en un mundo hecho de números, porque no había podido encontrarlo en un mundo construido con sentimientos encontrados y traiciones disimuladas.
El 17 de mayo de 1980, Cristina Gaena, yo, abrazada en silencio al cuerpo de su primo Gonzalo, repetía despacio, mentalmente, los nombres de todos los peluches y las muñecas de su infancia, a los que inmediatamente antes de irse a dormir solía besar y dar las buenas noches, uno por uno, y juntaba sus labios con los de Gonzalo Anasagasti, y escurría sus dedos entre las ondas del pelo rubio y suave de su primo, y dejaba que él le besase lentamente el cuello y aspirase su olor a Nenuco, porque sabía perfectamente que ella, y sólo ella, era su muñeca preferida.
Quince años después, en prueba de amor, Iain Bruton me regaló su disco más querido: Love Will Tear Us Apart, de Joy Division, en versión maxisingle. Una rareza de coleccionista. Yo sabía muy bien cuánto le había costado separarse de él. Así que convertí la primera escucha en una ceremonia religiosa. Apagué todas las luces del apartamento y encendí un único cirio rojo que tiñó las sombras de misterio. Puse el disco. Escuché ese sonido chirriante y obsesivo de la aguja cuando comienza a rascar el vinilo. Me tumbé en la cama y cerré los ojos. Allí dentro, humo y jirones de nube roja flotaban hacia un horizonte negro. La voz de lan Curtis invadió de improviso aquel territorio bicolor, y se hizo con él. When the routine bites hard and ambitions are low and the resentment rides high but emotions won't grow… Do you cry in your sleep all your Jailings expose? Era la voz de un muerto. Amé su soledad y amé su orgullo. Get a taste in my mouth as desperation takes hold. It is something so good Just can't function no more…? El amor nos va a separar. Pero yo no necesitaba escuchar aquella canción desoladora y dura, demasiado bella y demasiado real, aquella rotunda aniquilación de la esperanza, aquel retrato en blanco y negro del placer y el tormento, aquella afirmación de la impotencia ante un mundo sin respuestas que penetraba en mi carne con la misma aséptica certeza con que lo haría el bisturí de un cirujano, para saber lo que había sabido desde niña, desde siempre: el amor destroza. Profunda, hiriente, dolorosamente.
El mundo está lleno de vampiros. Aquel que muerde fue un día mordido. El que golpea fue golpeado. El que abusa sufrió abuso. El bien y el mal no surgen de la nada, alguien los metió en nuestra cabeza a golpes de martillo. Al nacer éramos piedras que esperábamos que la vida nos tallara. Al crecer nos convertimos en estatuas. Podemos quebrarnos o rompernos, pero básicamente ya no cambiamos.
Yo creo que en el mundo hay dos tipos de personas: los que creen y los que no creen en el Gran Porqué. Los psicoanalistas creen en el Gran Porqué, y los psicólogos no, y Yo, que a ojos de mi madre y mis hermanas estoy chalada, y que he tenido que aguantar a unos y a otros desde que cumplí quince años, he conocido de cerca ambas opiniones.
El Gran Porqué es ese hecho particular de la vida que te hace ser como eres. Los maltratos infantiles que convirtieron en asesino al Estrangulador de Boston, la carencia de padre que volvió depresivo a Baudelaire, la ausencia de figura paterna que hizo una lesbiana de Jane Bowles. Pero si no crees en el Gran Porqué podrás decir que el Estrangulador de Boston se cargó a diez tías porque era un hijo de puta, sin más; que Baudelaíre no era depresivo sino que nació artista y sensible, y que Jane Bowles era lesbiana desde el primer día, y vino al mundo con el amor por las mujeres impreso en su código genético.
De esta manera los psicoanalistas creen que tus problemas pueden arreglarse si logras aislar el Gran Porqué, si logras encontrar el hecho particular que te convirtió en lo que eres; mientras que los psicólogos insisten en modificar la conducta, en tratar de alterar las pautas de comportamiento que, según los psicoanalistas, el Gran Porqué habría creado.
Yo lo he intentado todo y no ha servido de nada. He ido a psicoanalistas que me han hecho hablar de mis primeros recuerdos (algunos me tumbaban en un diván, otros no), y he ido a psicólogos que me han hecho dibujar árboles e interpretar el significado de unas manchas de tinta impresas en un papel.
Pero aún no sé por qué pierdo los nervios y me pongo histérica y me ataco a mí misma cuando no viene a cuento.
Puede que yo sea como soy porque padezco un exceso de testosterona. Y puede que Gonzalo sea mi Gran Porqué.
Pues sí, Gonzalo fue el saqueador de mis tesoros virginales, si es así como queréis llamarlo.
El mundo se destrozó para mí cuando nuestro padre nos dejó. Yo sólo tenía cuatro años y la gente cree que aquella Cristinita no se enteró de nada, pero sí que me enteré. Me enteré de todo, perfectamente. Me enteré de que la persona que más quería en el mundo se había marchado. Me enteré de que ya nadie me hacía mímos y carantoñas, nadie me llevaba en volandas, nadie jugaba conmigo a la carretilla. Me enteré de que mi madre se pasaba el día llorando. Me enteré de todo, a pesar de que llevaba baby y coletitas, a pesar de que aún jugaba con mi Nancy.
Al principio me encerraba en el armarlo del recibidor y pasaba horas sumida en la oscuridad, entre el manto cálido de las trencas y los abrigos, envuelta entre tantísimas capas de protección que todo lo que pudiera pasar en casa dejaba de afectarme. Debía de pasar allí horas, y sin embargo nadie me echaba en falta.
Y cuando llegó Gonzalo, vi por fin una luz al final del túnel. Volvía a tener un hombre que me prestaba atención, que se concentraba exclusivamente en mí, que me encontraba maravillosa. Además, era guapo, tan guapo como había sido mi padre, y era evidente que a todas las mujeres les gustaba. Diréis que a los cinco años una no se da cuenta de eso. Que a los cinco años una no se enamora. Mentira.
Sentía una extraña afinidad con él. Era como si yo también pudiera gustarle. Era como si los ángeles me lo hubieran enviado expresamente para protegerme, para compensarme de la catástrofe que supuso la partida de mi padre. Sabía que Gonzalo había sido enviado expresamente para mí. Era mío.
Y una noche, años después, estábamos mirando la tele en el salón, solos. Mamá y la tía habían salido de compras, Ana había quedado con Borja y Rosa estaba encerrada en su cuarto, estudiando. Yo estaba tapada con una vieja manta de viaje a cuadros escoceses y noté que su mano se colaba por debajo de la manta y avanzaba por mis piernas. Sus dedos iniciaron una aventurada incursión por debajo de mis bragas. Y no intenté detenerle. Noté que el corazón se me aceleraba y que respiraba más deprisa que de costumbre, pero traté de disimularlo porque pensé que si reaccionaba de cualquier manera él se detendría. Y yo no quería que se detuviese. No hice otra cosa que seguir como estaba y asumir lo que estaba pasando. No sabía muy bien qué estaba haciendo él, pero de alguna forma yo lo había deseado, aunque no supiese de qué se trataba. Sólo sabía que nadie debía tocarme ahí. Y por eso precisamente quería que él lo hiciera, porque él era especial, porque él no era cualquiera. A él debía, quería, concederle privilegios especiales. Su mano seguía avanzando y el resto del cuerpo permanecía quieto, mientras miraba fijamente la tele. Él también prefería fingir que todo seguía como siempre, que no estábamos saltándonos ninguna regla. Y así seguimos, con los ojos puestos en la pantalla y el cerebro concentrado en lo que sucedía debajo de la manta a cuadros. Yo estaba muy nerviosa, y feliz a la vez. Sabía muy bien que al hacer lo que estaba haciendo Gonzalo estaba concediéndome la categoría de persona mayor. Para él ya no era su primita, era algo más. Yo nunca había experimentado una sensación parecida, nunca me había acercado siquiera a esa especie de cosquilleo que parecía darme vueltas en el estómago, como la colada en una lavadora. Sentía como si me hubiese tocado el premio gordo de la rifa de fin de curso del colegio, que llevaba cinco años deseando con toda mi alma y que nunca había conseguido.
La cosa no quedó ahí. Siguió adelante noche a noche. Pronto aprendí a tocarle a él. Con los dedos, con las manos, con la boca. Cada día aprendía un poco más. Avanzaba peligrosamente, como a través de un campo minado. A veces, cuando veía a otro chico mayor que me gustaba, a los estudiantes de los Maristas con los que coincidíamos en el autobús, al chico de la panadería, al quiosquero, me entraban ganas de intentarlo con ellos, y me preguntaba si responderían de la misma manera que Gonzalo, o si no sería algo exclusivamente de éste. Pero no podía decir una palabra, porque Gonzalo me había hecho jurar que lo mantendría en secreto, me había hecho entender que todo el mundo pensaría que él estaba abusando de mi porque yo sólo tenía nueve años y él veinte, que si alguien se enteraba me echarían del colegio, me encerrarían en un reformatorio o en un hospital psiquiátrico, y yo no quería que nada de aquello ocurriese, porque sabía que era una buena chica, una buena chica a mi manera.
Así estuvimos un año. A veces en mitad de la noche, me colaba en su cuarto, donde me encantaba mezclar aquellas dos sensaciones: el miedo a ser descubiertos y el descubrimiento de mi propia capacidad para el placer. Deseaba que pudiera hacerme a todas horas aquello que me hacía, porque nunca había sospechado que en mi cuerpo existiera semejante disposición para la dicha. Adoraba dormir abrazada a él. Adoraba su olor y su calor jamás me planteé la posibilidad de perderle.
Y, de pronto, la tía Carmen decidió irse a vivir a Donosti y mi vida se pulverizó en pequeños pedacitos de colores, como una vidriera rota. Gonzalo intentó explicarme que yo tenía que crecer y hacerme mayor sin él, cuando fuera mayor tenía que ir con chicos de mi edad, que no debía llorar.