Miedo A Los Cincuenta
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Este libro de memorias est? escrito a los cincuneta a?os, punto de inflexi?n de la existencia. Y es tambi?n el testimonio de varias d?cadas fundamentales en la historia de las mujeres. El sentido del humor y el ingenio con que Erica Jong levanta acta de los logros obtenidos por las mujeres desde la eclosi?n del feminismo a finales de los sesenta y principios de los setenta han convertido esta inusitada autobiograf?a en un verdadero ?xito mundial. Miedo a los cincuenta encierra la vida de una generaci?n de mujeres educadas para ser como Doris Day cuando fueran mayores y que ahora tienen que educar a sus hijas en los tiempos de Madonna y las Spice Girls.
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Porque algunas mujeres te verían allí y conseguirían que tu marido tocara el silbato, y harían una redada en el local.
Las mujeres no protegen el placer de las otras. Tienen tan poco por sí mismas, que quieren que también sufran las demás mujeres.
Y luego está la cuestión del arrebato. Una mujer enamorada pierde la cabeza. No puede centrar su sexualidad en un sitio. Al cabo de un tiempo haría saltar el esquema. Sólo para demostrar lo explosivo que es el amor.
Las mujeres en grupo tienden a ser puritanas. No encontrarás arrebato en tu club de campo, el club de jardinería, el banquete de bodas. Hasta las putas se vuelven puritanas en grupo. ¿Hay algo más controlado y controlador que un harén?
¿Qué empuja a las mujeres hacia el puritanismo? El sexo también significa mucho para nosotras. Nos perdemos. Durante generaciones, esto fue literalmente verdad: muerte al dar a luz, muerte por un embarazo obligado, y todo lo demás que les corresponde a las mujeres. Todavía tenemos una memoria racial de todo eso. Todavía nos inquieta mucho el sexo para dejarlo en libertad.
Por eso es tan difícil aceptar las fantasías de los hombres y aplicarlas a las mujeres. No parecen corresponderles. La anatomía es distinta, pero también lo es el contexto del sexo. Un hombre especializa su polla. El coño de una mujer es una metáfora de su existencia. Quiere que la tomen. Quiere que se la lleven.
Durante varios años participé en una terapia de grupo. Todos los participantes eran estrellas: artistas, escritores, actores, bailarines. Unos eran heteros, otros gay, otros bi, y todos tenían problemas sexuales con su pareja.
No siempre. A veces. Cuanto más enamorados estaban, el sexo se volvía más difícil de conseguir. No era la falta de amor lo que originaba eso, sino la sobreabundancia. Y el miedo al abandono que la sobreabundancia originaba.
Un hombre estaba demasiado enamorado de su mujer para follársela. Cuando ella se iba de la ciudad, siempre llamaba a su ex novia, la mujer con la que no se había casado. Se ponía en erección con sólo marcar su número de teléfono. Cuando llegaba al apartamento de la mujer, tenía la polla dura y una mancha de humedad en la parte de delante de sus vaqueros.
Uno de los miembros del grupo era un hombre gay algo mayor que había elegido el celibato. Se llevaba a casa chicos guapos para charlar y pasar el rato. Mientras los chicos dormían en la habitación de su hijo (el hijo estaba en la universidad), fantaseaba sobre ellos y se la meneaba sin parar. Nunca tocó a ninguno de esos chicos, ni a su mujer, que era su mejor amiga.
Así eran las cosas en el grupo. El actor se volvió impotente con su mujer cuando ésta hizo una película que tuvo mucho éxito y él no. El artista dejó a su mujer y se trasladó a las montañas de Colorado con una instructora de esquí. El sexo parecía un enigma para cada uno y para todos; el sexo con la propia pareja, esto es. Y sin embargo, lo que más querían era tener una pareja, en especial cuando eran solteros.
La terapeuta era una mujer que creía en el matrimonio. Su marido era el otro terapeuta.
Mientras se apilaban las pruebas de que el sexo con la propia pareja es algo que se contradice en sus términos, ella analizaba y analizaba, considerando miedo esa anestesia sexual.
En la época del grupo, yo estaba soltera. Distribuía mi vida sexual entre tres galanes, incluyendo a Piero, y aunque muchas veces era anárquica y no siempre satisfactoria, nunca resultaba triste.
¿Por qué se casaron estas personas, me preguntaba yo, si el matrimonio eliminaba el sexo? A ellas les daba pena que yo estuviera soltera. Yo despreciaba su estado de casados. Sin embargo también estaba celosa. Anhelaba una pareja, un compañero, un novio. Sabía que el matrimonio era una búsqueda de eso.
Algunos de los miembros del grupo se separaron de su pareja, tuvieron aventuras, se volvieron a casar, se sintieron inquietos otra vez. Yo por fin también me volví a casar, encontrando gran consuelo en ser capaz de echar raíces en un sitio, gran consuelo por tener aquel amigo.
Y sin embargo la inquietud no se iba. Y el anhelo no se iba. En los sueños, en las fantasías, volvía a surgir, originando los pensamientos más apasionados.
Necesitamos una bacanal, un carnaval, un aquelarre de brujas, mucho más de lo que necesitamos todos esos divorcios y nuevos matrimonios. Necesitamos un sitio donde soñar, un sitio donde encontrarnos con el tentador. Los videojuegos no sirven. Ni siquiera sirve la realidad virtual. Nos condenan a repetir las fantasías del que hizo los dibujos una y otra vez. Necesitamos fantasías corpóreas, no fantasías encarnadas en películas y chips. Pero hemos perdido los antiguos misterios de las vestales, ¿o los tenemos?
Ayer por la noche, en mitad de este capítulo, me acosté y soñé. Soñé que recibía una llamada de un antiguo novio que se llamaba Laurence. Se reunía conmigo en Connecticut, cerca de mi casa de junto al bosque, y me llevaba por entre la maleza y bajo los salientes de piedra. En los bosques de Nueva Inglaterra había un jardín con formas de las que yo no sabía nada: arcadas, terrazas, pastos, setos de boj con ingeniosas formas isabelinas: corazones, zorros, camas con dosel. Atravesamos andando el jardín, buscando un laberinto privado en el que tumbarnos.
Nuestras familias nos perseguían. Había gritos y risas al otro lado de los setos. Pero nosotros teníamos prisa, buscábamos un santuario.
Entonces cambió la escena. Yo subía la escalera hacia una casa de masajes de la parte alta de los bosques. Me esperaban dos mujeres. Una me puso unas gafas especiales para oscurecer la habitación. Otra me quitó las medias y el sostén. No llevaba bragas, sólo un liguero sobre mi centro húmedo. Me tumbaron en una mesa y se pusieron a chuparme, terapéuticamente, por supuesto. Una me chupaba los labios de la vulva y el clítoris, mientras la otra me daba masaje en la nuca, en los brazos, la cabeza, y me chupaba los labios. El teléfono no dejaba de sonar, pero yo no hacía caso. Laurence, Piero y mi marido estaban fuera llamando molestamente a la puerta. Soñolienta, murmuré:
– Largo.
Desperté con el rocío del sueño todavía entre las piernas.
En mis sueños siempre estoy de viaje, en busca de una satisfacción que nunca llega. El sueño es la búsqueda y la búsqueda es el sueño. Si hay orgasmo en el sueño, éste es incompleto. Lo que es satisfactorio no origina nuestros sueños. El mejor matrimonio es como un dormir sin sueños: sin conflictos, inocente.
Despierto porque un enorme hombre barbudo me sacude y me trae zumo de naranja. Tengo los muslos húmedos por los deseos del sueño. ¿Se trata de una paradoja? No más de lo que es la vida.
– Cuéntame tu fantasía -dice él-, cuenta -me mete la mano entre las piernas-. Estás toda mojada -dice.
– Estaba escribiendo en sueños -digo yo.
Según este capítulo se ha ido desplegando en mi mesa de trabajo -estas fantasías, ensueños, recuerdos-, mi vida de vigilia con mi marido se ha vuelto más y más sexual. Nos encontramos haciendo el amor todas las noches, riendo y besándonos por la mañana. Me encuentro contándole mis sueños y fantasías, leyéndole páginas que le excitan, bromeando con él como con un amante nuevo. Nos entregamos a un idilio doméstico.
Eso me asombra. Todos los días escribo que el sexo es imposible en el matrimonio. Todas las noches me muestro en desacuerdo.
Puede que la verdad sea que lo que hace el sexo posible es compartir honradamente las fantasías, y que vivir en pareja en cautividad habitualmente resulta antitético con esa honradez. Nos enredamos en papeles maritales. Personificamos a nuestros padres. Olvidamos los sueños y cuentos de hadas que oímos en nuestra adolescencia. Acumulamos rabia para construir el muro de Berlín.
Y entonces el sexo desaparece. En Norteamérica nos divorciamos y nos volvemos a casar. En Europa seguimos casados y tenemos «aventuras». En ninguna parte nos enfrentamos al problema.
El matrimonio sólo puede ser libre y sexual cuando no es en cautividad. El matrimonio sólo puede ser sexual cuando la fantasía incluye el no estar casado. Ser libre en el matrimonio puede que sea el desafío más duro. No poseemos las fantasías del otro. Toda nuestra intimidad -sexual y de otro tipo- depende de que sepamos eso.
No somos monógamas de modo natural. Tanto si elegimos activar nuestra falta de monogamia como si no, reside en nosotras y la erradicamos por nuestra cuenta. Una mujer liberada es la que conoce su propia mente y no la oculta. Sus fantasías le pertenecen a ella. Puede compartirlas si lo elige.
Sé que el sexo en el matrimonio viene y va. A veces ponemos en juego nuestras fantasías y a veces no. A veces obramos con petulancia infantil, distanciadas de la persona de la que más dependemos, y nos dormimos y soñamos con otra. Esto es humano. Somos niños con un gran cerebro que tiene demasiada materia gris para ser consistente. Seríamos más felices si nuestros lóbulos frontales estuvieran menos ocupados, pero también seríamos menos humanos. Los humanos somos monos y ángeles al mismo tiempo. Por eso es tan compleja nuestra sexualidad. Soñamos cosas que están más allá de nuestro alcance. Tenemos sueños inquietantes.
Ayer por la noche vi una película basada en la novela de un amigo. En ella, un hombre echa por la borda toda su vida por unos pocos minutos de pasión con una chica extrañamente hermosa y extrañamente triste que necesita perturbar la vida de los demás, empujándoles hacia la tragedia.
El público se reía disimuladamente ante las obsesivas escenas sexuales. Había una incomodidad palpable en el aire. No querían saber que las fantasías pueden invadir nuestras vidas y empujarlas hacia las tinieblas. No querían creer en la fuerza destructiva, obsesiva, del sexo.
Y sin embargo todos vivimos haciendo equilibrios por encima del caos. Tratamos de mantener ordenadas nuestras vidas pero el caos nos llama a través del sexo, a través de la enfermedad, a través de la muerte. El sida y el cáncer están al acecho por debajo de nuestros placeres. La calavera atisba por debajo de la piel.
A los diecinueve años fui a Italia por primera vez y me alojé en una villa florentina que daba al Arno desde la colina de Bellosguardo.
Allí, adonde había ido a estudiar italiano, estudié a los italianos, aprendiendo lo que aprenden tantas chicas norteamericanas: que el sexo era mejor en un idioma extranjero porque se podía dejar la culpabilidad en casa.
