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El Amor En Los Tiempos Del Colera

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El Amor En Los Tiempos Del Colera
Название: El Amor En Los Tiempos Del Colera
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Amor En Los Tiempos Del Colera - читать бесплатно онлайн , автор Marquez Gabriel Garcia

La historia de amor entre Fermina Daza y Florentino Ariza en el escenario de un pueblecito portuario del Caribe y a lo largo de m?s de sesenta a?os, podr?a parecer un melodrama de amantes contrariados que al final vencen por la gracia del tiempo y la fuerza de sus propios sentimientos, ya que Garc?a M?rquez se complace en utilizar los m?s cl?sicos recursos de los folletines tradicionales. Pero este tiempo – por una vez sucesivo, y no circular -, este escenario y estos personajes son como una mezcla tropical de plantas y arcillas que la mano del maestro modela y fantasea a su placer, para al final ir a desembocar en los territorios del mito y la leyenda. Los zumos, olores y sabores del tr?pico alimentan una prosa alucinatoria que en esta ocasi?n llega al puerto oscilante del final feliz.

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La última tentativa del doctor Urbino fue la mediación de la hermana Franca de la Luz, superiora del colegio de la Presentación de la Santísima Virgen, quien no podía negarse a la solicitud de ufamilia que había favorecido a su comunidad desde que se estableció en las Américas. Apareció acompañada por una novicia a las nueve de la mañana, y ambas tuvieron que entretenerse media hora con las jaulas de pájaros mientras Fermina Daza terminaba de bañarse. Era una alemana viril con un acento metálico y una mirada imperativa que no tenían ninguna relación con sus pasiones pueriles.

No había nada en este mundo que Fermina Daza odiara más que a ella, y a cuanto tuviera que ver

con ella, y el solo recuerdo de su falsa piedad le causaba un reconcomio de alacranes en las entrañas. Le bastó con reconocerla desde la puerta del baño para revivir de un golpe los suplicios del colegio, el sueño insoportable de la misa diaria, el terror de los exámenes, la diligencia servil de las novicias, la vida entera pervertida por el prisma de la pobreza de espíritu. La hermana Franca de la Luz, en cambio, la saludó con un júbilo que parecía sincero. Se sorprendió de cuánto había crecido y madurado, y alabó el juicio con que llevaba la casa, el buen gusto del patio, el brasero de los azahares. Le ordenó a la novicia que la esperara ahí, sin acercarse demasiado a los cuervos, que en un descuido podían sacarle los ojos, y buscó un lugar apartado donde sentarse a conversar a solas con Fermina. Ella la invitó a la sala.

Fue una visita breve y áspera. La hermana Franca de la Luz, sin perder el tiempo en preámbulos' le ofreció a Fermina Daza una rehabilitación honorable. La causa de la expulsión sería borrada no sólo de las actas sino de la memoria de la comunidad, y esto le permitiría terminar los estudios y obtener el diploma de Bachiller en Letras. Fermina Daza, perpleja, quiso conocer el motivo.

– Es la petición de alguien que lo merece todo, y cuyo único anhelo es hacerte feliz -dijo la monja-. ¿Sabes quién es?

Entonces entendió. Se preguntó con qué autoridad servía como emisaria del amor una mujer que le había torcido la vida por una carta inocente, pero no se atrevió a decirlo. Dijo, en cambio, que sí, que ella conocía a ese hombre, y por lo mismo sabía que no tenía ningún derecho a inmiscuirse en su vida.

– Lo único que te suplica es que le permitas conversar contigo cinco minutos -dijo la monja-. Estoy segura de que tu padre estará de acuerdo.

La rabia de Fermina Daza se hizo más intensa por la idea de que su padre fuera cómplice de aquella visita.

– Nos vimos dos veces cuando estuve enferma -dijo-. Ahora no hay ninguna razón.

– Para cualquier mujer con dos dedos de frente ese hombre es un regalo de la Divina Providencia -dijo la monja.

Siguió hablando de sus virtudes, de su devoción, de su consagración al servicio de los doloridos. Mientras hablaba, se sacó de la manga una camándula de oro con el Cristo tallado en marfil, y la movió frente a los ojos de Fermina Daza. Era una reliquia de familia, antigua de más de cien años, tallada por un orfebre de Siena y bendecida por Clemente IV.

– Es tuya -dijo.

Fermina Daza sintió el torrente de sangre atropellado en sus venas, y entonces se atrevió.

– No me explico cómo es que usted se presta para esto -dijo-, si le parece que el amor es pecado.

La hermana Franca de la Luz fingió pasar por alto la notificación, pero sus párpados se encendieron. Siguió moviendo el rosario frente a sus ojos.

– Es mejor que te entiendas conmigo -dijo-, porque después de mí puede venir el señor arzobispo, y con él las cosas son distintas.

– Que venga -dijo Fermina Daza.

La hermana Franca de la Luz escondió el rosario de oro en la manga. Después sacó de la otra un pañuelo muy usado, hecho una bola, y lo mantuvo apretado en el puño, mirando a Fermina desde muy lejos con una sonrisa de conmiseración.

– Pobre hija mía -suspiró-, todavía sigues pensando en aquel hombre.

Fermina Daza masticó la impertinencia mirando a la monja sin parpadear, la miró fijo a los ojos, sin hablar, masticando en silencio, hasta que vio con una complacencia infinita que sus ojos de hombre se anegaron de lágrimas. La hermana Franca de la Luz se las secó con la bola del pañuelo, y se puso de pie.

– Bien dice tu padre que eres una mula -dijo.

El arzobispo no fue. De modo que el asedio hubiera terminado aquel día, de no haber sido porque Hildebranda Sánchez vino a pasar la Navidad con su prima, y la vida cambió para ambas. La recibieron en la goleta de Riohacha a las cinco de la mañana, en medio de una turba de pasajeros moribundos por el mareo, pero ella desembarcó radiante, muy mujer, y con el espíritu alborotado por la mala noche de mar. Vino cargada de guacales de pavos vivos y de cuantos frutos se daban en sus prósperas vegas, para que a nadie le faltara de comer durante su visita. Lisímaco Sánchez, su padre, mandaba a preguntar si hacían falta músicos para las fiestas de Pascua, pues él tenía los mejores a su disposición, y prometía mandar más adelante un cargamento de fuegos artificiales. Anunciaba además que no podía venir por la hija antes de marzo, así que había tiempo de sobra para vivir.

Las dos primas empezaron de inmediato. Se bañaron juntas desde la primera tarde, desnudas, haciéndose abluciones recíprocas con el agua de la alberca. Se ayudaban a jabonarse, se sacaban las liendres, comparaban sus nalgas, sus pechos inmóviles, la una mirándose en el espejo de la otra para apreciar con cuánta crueldad las había tratado el tiempo desde la última vez que se vieron desnudas. Hildebranda era grande y maciza, de piel dorada, pero todo el pelo de su cuerpo era de mulata, corto y enroscado como espuma de alambre.

Fermina Daza, en cambio, tenía una desnudez pálida, de líneas largas, de piel serena, de vellos lacios. Gala Placidia les había hecho poner dos camas iguales en el dormitorio, pero a veces se acostaban en una y conversaban con las luces apagadas hasta el amanecer. Fumaban unas panetelas de salteadores que Hildebranda había llevado ocultas en los forros del baúl, y después tenían que quemar hojas de papel de Armenia para purificar el aire de tugurio que dejaban en el dormitorio. Fermina Daza lo había hecho por primera vez en Valledupar, y había seguido haciéndolo en Fonseca, en Riohacha, donde se encerraban hasta diez primas en un cuarto a hablar de hombres y a fumar a escondidas. Aprendió a fumar al revés, con el fuego dentro de la boca, como fumaban los hombres en las noches de las guerras para que no los delatara la brasa del tabaco. Pero nunca había fumado a solas. Con Hildebranda en su casa lo hizo todas las noches antes de dormir, y desde entonces adquirió el hábito de fumar, aunque siempre a escondidas, aun de su marido y de sus hijos, no sólo porque era mal visto que una mujer fumara en público, sino porque tenía el placer asociado a la clandestinidad.

También el viaje de Hildebranda había sido impuesto por sus padres para tratar de alejarla de su amor imposible, aunque le hicieron creer que era para ayudar a Fermina a decidirse por un buen partido. Hildebranda lo había aceptado con la ilusión de burlar el olvido, como lo hizo la prima en su momento, y había quedado de acuerdo con el telegrafista de Fonseca para que mandara sus mensajes con el mayor sigilo. Por eso fue tan amarga su desilusión cuando supo que Fermina Daza había repudiado a Florentino Ariza. Además, Hildebranda tenía una concepción universal del amor, y pensaba que cualquier cosa que le pasara a uno afectaba a todos los amores del mundo entero. Sin embargo, no renunció al proyecto. Con una audacia que le causó a Fermina Daza una crisis de espanto, fue sola a la oficina del telégrafo con la disposición de ganarse el favor de Florentino Ariza.

No lo hubiera reconocido, pues no tenía ni un rasgo que correspondiera a la imagen que ella se había formado a través de Fermina Daza. A primera vista le pareció imposible que su prima hubiera estado a punto de enloquecer por aquel empleado casi invisible, con aires de perro apaleado, cuyo atuendo de rabino en desgracia y cuyas maneras solemnes no podían alterar el corazón de nadie. Pero muy pronto se arrepintió de la primera impresión, pues Florentino Ariza se puso a su servicio incondicional sin saber quién era: no lo supo nunca. Nadie la hubiera entendido como él, así que no le exigió identificarse ni le pidió dirección alguna. Su solución fue muy simple: ella pasaría los miércoles en la tarde por la oficina del telégrafo para que él le entregara las respuestas en su mano, y nada más. Por otra parte, cuando él leyó el mensaje que Hildebranda llevaba escrito le preguntó si aceptaba una sugerencia, y ella estuvo de acuerdo. Florentino Ariza hizo primero unas correcciones entre líneas, las suprimió, las volvió a escribir, se quedó sin espacio, y al final rompió la hoja y escribió completo un mensaje distinto que a ella le pareció enternecedor. Cuando salió de la oficina del telégrafo, Hildebranda iba al borde de las lágrimas.

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