El Amor En Los Tiempos Del Colera
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La historia de amor entre Fermina Daza y Florentino Ariza en el escenario de un pueblecito portuario del Caribe y a lo largo de m?s de sesenta a?os, podr?a parecer un melodrama de amantes contrariados que al final vencen por la gracia del tiempo y la fuerza de sus propios sentimientos, ya que Garc?a M?rquez se complace en utilizar los m?s cl?sicos recursos de los folletines tradicionales. Pero este tiempo – por una vez sucesivo, y no circular -, este escenario y estos personajes son como una mezcla tropical de plantas y arcillas que la mano del maestro modela y fantasea a su placer, para al final ir a desembocar en los territorios del mito y la leyenda. Los zumos, olores y sabores del tr?pico alimentan una prosa alucinatoria que en esta ocasi?n llega al puerto oscilante del final feliz.
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No pasó mucho tiempo. Antes de un año, sus alumnos del Hospital de la Misericordia le pidieron que los ayudara con un enfermo de caridad que tenía una rara coloración azul en todo el cuerpo. Al doctor Juvenal Urbino le bastó con verlo desde la puerta para reconocer al enemigo. Pero hubo suerte: el enfermo había llegado tres días antes en una goleta de Curazao y había ido a la consulta externa del hospital por sus propios medios, y no parecía probable que hubiera contagiado a nadie. En todo caso, el doctor Juvenal Urbino previno a sus colegas, consiguió que las autoridades dieran la alarma a los puertos vecinos para que se localizara y se pusiera en cuarentena a la goleta contaminada, y tuvo que moderar al jefe militar de la plaza, que quería decretar la ley marcial y aplicar de inmediato la terapéutica del cañonazo cada cuarto de hora.
– Economice esa pólvora para cuando vengan los liberales -le dijo de buen talante-. Ya no estamos en la Edad Media.
El enfermo murió a los cuatro días, ahogado por un vómito blanco y granuloso, pero en las semanas siguientes no fue descubierto ningún otro caso a pesar de la alerta constante. Poco después, el Diario del Comercio publicó la noticia de que dos niños habían muerto de cólera en distintos lugares de la ciudad. Se comprobó que uno de ellos tenía disentería común, pero el otro, una niña de cinco años, parecía haber sido, en efecto, víctima del cólera. Sus padres y tres hermanos fueron separados y puestos en cuarentena individual, y todo el barrio fue sometido a una vigilancia médica estricta. Uno de los niños contrajo el cólera y se recuperó muy pronto, y toda la familia volvió a casa cuando pasó el peligro. Once casos más se registraron en el curso de tres meses, y al quinto hubo un recrudecimiento alarmante, pero al término del año se consideró que los riesgos de una epidemia habían sido conjurados. Nadie puso en duda que el rigor sanitario del doctor Juvenal Urbino, más que la suficiencia de sus pregones, había hecho posible el prodigio. Desde entonces, y hasta muy avanzado este siglo, el cólera fue endémico no sólo en la ciudad sino en casi todo el litoral del Caribe y la cuenca de La Magdalena, pero no volvió a recrudecerse como epidemia. La alarma sirvió para que las advertencias del doctor Juvenal Urbino fueran atendidas con más seriedad por el poder público. Se impuso la cátedra obligatoria del cólera y la fiebre amarilla en la Escuela de Medicina, y se entendió la urgencia de cerrar los albañales y construir un mercado distante del muladar. Sin embargo, el doctor Urbino no se preocupó entonces por reclamar su victoria ni se sintió con ánimos para perseverar en sus misiones sociales, porque él mismo estaba entonces con un ala rota, atolondrado y disperso, y decidido a cambiarlo todo y a olvidarse de todo lo demás en la vida por el relámpago de amor de Fermina Daza.
Fue, en efecto, el fruto de una equivocación clínica. Un médico amigo, que creyó vislumbrar los síntomas premonitorios del cólera en una paciente de dieciocho años, le pidió al doctor Juvenal Urbino que fuera a visitarla. Fue esa misma tarde, alarmado por la posibilidad de que la peste hubiera entrado en el santuario de la ciudad vieja, pues todos los casos hasta entonces habían sido en los barrios marginales, y casi todos entre la población negra. Encontró otras sorpresas menos ingratas. La casa, a la sombra de los almendros del parque de Los Evangelios, parecía desde fuera tan destruida como las otras del recinto colonial, pero adentro había un orden de belleza y una luz atónita que parecía de otra edad del mundo. El zaguán daba directo sobre un patio sevillano, cuadrado y blanco de cal reciente, con naranjos florecidos y el piso empedrado con los mismos azulejos de las paredes. Había un rumor invisible de agua continua, macetas de claveles en las cornisas y jaulas de pájaros raros en las arcadas. Los más raros, en una jaula muy grande, eran tres cuervos que al sacudir las alas saturaban el patio de un perfume equívoco. Varios perros encadenados en algún lugar de la casa empezaron a ladrar de pronto, enloquecidos por el olor del extraño, pero un grito de mujer los hizo callar en seco, y numerosos gatos saltaron de todas partes y se escondieron entre las flores, asustados por la autoridad de la voz. Entonces se hizo un silencio tan diáfano, que a través del desorden de los pájaros y las sílabas del agua en la piedra se percibía el aliento desolado del mar.
Estremecido por la certidumbre de la presencia física de Dios, el doctor Juvenal Urbino pensó que una casa como aquella era inmune a la peste. Siguió a Gala Placidia por el corredor de arcos, pasó frente a la ventana del costurero donde Florentino Ariza vio por primera vez a Fermina Daza cuando el patio estaba todavía en escombros, subió por las escaleras de mármoles nuevos hasta el segundo piso, y esperó a ser anunciado antes de entrar en el dormitorio de la enferma. Pero Gala Placidia volvió a salir con un recado:
– La señorita dice que no puede entrar ahora porque su papá no está en la casa.
Así que volvió a las cinco de la tarde, de acuerdo con la indicación de la criada ' y Lorenzo Daza en persona le abrió el portón y lo condujo hasta el dormitorio de la hija. Permaneció sentado en la penumbra del rincón, con los brazos cruzados y haciendo esfuerzos vanos por dominar la respiración farragosa, mientras duró el examen. No era fácil saber quién estaba más cohibido, si el médico con su tacto púdico o la enferma con su recato de virgen dentro del camisón de seda, pero ninguno miró al otro a los ojos, sino que él preguntaba con voz impersonal y ella respondía con voz trémula, ambos pendientes del hombre sentado en la penumbra. Al final ` el doctor Juvenal Urbino le pidió a la enferma que se sentara, y le abrió la camisa de dormir hasta la cintura con un cuidado exquisito: el pecho intacto y altivo, de pezones infantiles, resplandeció un instante como un fogonazo en las sombras de la alcoba, antes de que ella se apresurara a ocultarlo con los brazos cruzados. Imperturbable, el médico le apartó los brazos sin mirarla, y le hizo la auscultación directa con la oreja contra la piel, primero el pecho y luego la espalda.
El doctor Juvenal Urbino solía contar que no experimentó ninguna emoción cuando conoció a la mujer con quien había de vivir hasta el día de la muerte. Recordaba el camisón celeste con bordes de encaje, los ojos febriles, el largo cabello suelto sobre los hombros, pero estaba tan obnubilado por la irrupción de la peste en el recinto colonial, que no se fijó en nada de lo mucho que ella tenía de adolescente floral, sino en lo más ínfimo que pudiera tener de apestada. Ella fue más explícita: el joven médico de quien tanto había oído hablar a propósito del cólera le pareció un pedante incapaz de querer a nadie distinto de sí mismo. El diagnóstico fue una infección intestinal de origen alimenticio que cedió con un tratamiento casero de tres días. Aliviado con la comprobación de que la hija no había contraído el cólera, Lorenzo Daza acompañó al doctor Juvenal Urbino hasta el estribo del coche, le pagó el peso oro de la visita que le pareció excesivo aun para un médico de ricos, pero lo despidió con muestras inmoderadas de gratitud. Estaba deslumbrado por el resplandor de sus apellidos, y no sólo no lo disimulaba, sino que hubiera hecho cualquier cosa para verlo otra vez, y en circunstancias menos formales.
El caso debió darse por terminado. Sin embargo, el martes de la semana siguiente, sin ser llamado y sin anuncio alguno, el doctor Juvenal Urbino volvió a la casa a la hora inoportuna de las tres de la tarde. Fermina Daza estaba en el costurero, tomando una lección de pintura al óleo junto con dos amigas, cuando él apareció en la ventana con la levita blanca, intachable, y el sombrero también blanco, de copa alta, y le hizo una seña de que se acercara. Ella puso el bastidor en la silla y se dirigió a la ventana caminando en puntas de pies con la falda de volantes alzada hasta los tobillos para impedir que arrastrara. Llevaba una diadema con un dije que le colgaba en la frente, cuya piedra luminosa tenía el mismo color esquivo de sus ojos, y todo en ella exhalaba un aura de frescura. Al médico le llamó la atención que se vistiera para pintar en casa como si fuera para una fiesta. Le tomó el pulso desde el exterior de la ventana, le hizo sacar la lengua, le examinó la garganta con una espátula de aluminio, le miró por dentro el párpado inferior, y cada vez hizo un gesto aprobatorio. Estaba menos cohibido que en la visita anterior, pero ella LO estaba más porque no entendía la razón de aquel examen imprevisto, si él mismo había dicho que no volvería a menos que lo llamaran por alguna novedad. Más aún: no quería volver a verlo jamás. Cuando terminó el examen, el médico guardó la espátula en el maletín atiborrado de instrumentos y frascos de medicinas, y lo cerró con un golpe seco.