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Los cuentos de eva luna

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Los cuentos de eva luna
Название: Los cuentos de eva luna
Автор: Allende Isabel
Дата добавления: 15 январь 2020
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Los cuentos de eva luna - читать бесплатно онлайн , автор Allende Isabel

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Al bandido le bastó una mirada para comprender que su enemigo se encontraba a salvo de cualquier castigo, durmiendo su muerte en paz, pero allí estaba su mujer flotando en la reverberación de la luz. Saltó del caballo y se le acercó. Ella no bajó los ojos ni se movió y él se detuvo sorprendido, porque por primera vez alguien lo desafiaba sin asomo de temor. Se midieron en silencio durante algunos segundos eternos, calibrando cada uno las fuerzas del otro, estimando su propia tenacidad y aceptando que estaban ante un adversario formidable. Nicolás Vidal guardó el revólver y Casilda sonrió.

La mujer del juez se ganó cada instante de las horas siguientes. Empleó todos los recursos de seducción registrados desde los albores del conocimiento humano y otros

que improvisó inspirada por la necesidad, para brindar a aquel hombre el mayor deleite. No sólo trabajó sobre su cuerpo como diestra artesana, pulsando cada fibra en busca del placer, sino que puso al servicio de su causa el refinamiento de su espíritu. Ambos entendieron que se jugaban la vida y eso daba a su encuentro una terrible intensidad. Nicolás Vidal había huido del amor desde su nacimiento, no conocía la intimidad, la ternura, la risa secreta, la fiesta de los sentidos, el alegre gozo de los amantes. Cada minuto transcurrido acercaba el destacamento de guardias y con ellos el pelotón de fusilamiento, pero también lo acercaba a esa mujer prodigiosa y por eso los entregó con gusto a cambio de los dones que ella le ofrecía. Casilda era pudorosa y tímida y había estado casada con un viejo austero ante quien nunca se mostró desnuda. Durante esa inolvidable tarde ella no perdió de vista que su objetivo era ganar tiempo, pero en algún momento se abandonó, maravillada de su propia sensualidad, y sintió por ese hombre algo parecido a la gratitud. Por eso, cuando oyó el ruido lejano de la tropa le rogó que huyera y se ocultara en los cerros. Pero Nicolás Vidal prefirió envolverla en sus brazos para besarla por última vez, cumpliendo así la profecía que marcó su destino.

UN CAMINO HACIA EL NORTE

Claveles Picero y su abuelo, Jesús Dionisio

Picero, demoraron treinta y ocho días en cubrir los doscientos setenta kilómetros entre su aldea y la capital. Cruzaron a pie las tierras bajas, donde la humedad maceraba la vegetación en un caldo eterno de lodo y sudor, subieron y bajaron los cerros entre iguanas inmóviles y palmeras agobiadas, atravesaron las plantaciones de café esquivando capataces, lagartos y culebras, anduvieron bajo las hojas del tabaco entre mosquitos fosforescentes y mariposas siderales. Iban directo hacia la ciudad, bordeando la carretera, pero en un par de ocasiones debieron dar largos rodeos para evitar los campamentos de soldados. A veces los camioneros disminuían la marcha al pasar por su lado, atraídos por la espalda de reina mestiza y el largo cabello negro de la muchacha, pero la mirada del viejo los disuadía enseguida de cualquier intento de molestarla. El abuelo y su nieta no tenían dinero y no sabían mendigar. Cuando se le terminaron las provisiones que llevaban en una cesta, siguieron adelante a punta de puro coraje. Por las noches se envolvían en sus rebozos y se dormían bajo los árboles con un avemaría en los labios y el alma puesta en el niño, para no pensar en pumas y en alimañas ponzoñosas. Despertaban cubiertos de escarabajos azules. Con los primeros signos del amanecer, cuando el paisaje permanecía envuelto por las últimas brumas del sueño y todavía los hombres y las bestias no empezaban las faenas del día, ellos echaban a andar otra vez para aprovechar el fresco. Entraron en la capital por el Camino de los Españoles, preguntando a quienes cruzaban en las calles dónde podían hallar al Secretario del Bienestar Social. Para entonces a Jesús Dionisio le sonaban todos los huesos y a Claveles los colores del vestido se le habían desvanecido, tenía la expresión hechizada de una sonámbula y un siglo de fatiga se había derramado sobre el esplendor de sus veinte años.

Jesús Dionisio era el artesano más conocido de la provincia, en su larga vida había ganado un prestigio del cual no se jactaba, porque consideraba su talento como un don al servicio de Dios, del cual él era sólo su administrador. Había comenzado como alfarero y todavía hacía cacharros de barro, pero su fama provenía de santos de

madera y pequeñas esculturas en botellas, que compraban los campesinos para sus altares domésticos o se vendían a los turistas en la capital. Era un trabajo lento, cosa de ojo, tiempo y corazón, como les explicaba el hombre a los chiquillos arremolinados a su alrededor para verlo trabajar. Introducía con pinzas en las botellas los palitos pintados, con un punto de cola en las partes que debía pegar, y esperaba con paciencia que secaran antes de poner la pieza siguiente. Su especialidad eran los Calvarios: una cruz grande al centro donde colgaba el Cristo tallado, con sus clavos, su corona de espinas y una aureola de papel dorado, y otras dos cruces más sencillas para los ladrones del Gólgota. En Navidad fabricaba nichos para el Niño Dios, con palomas representando el Espíritu Santo y con estrellas y flores para simbolizar la Gloria. No sabía leer ni firmar su nombre porque cuando él era niño no había escuela por esos lados, pero podía copiar del libro de misa algunas frases en latín para decorar los pedestales de sus santos. Decía que sus padres le habían enseñado a respetar las leyes de la Iglesia y a las gentes, lo cual era más valioso que tener instrucción. El arte no le daba para mantener su casa y redondeaba su presupuesto criando gallos de raza, finos para la pelea. A cada gallo debía dedicarle muchos cuidados, los alimentaba en el pico con una papilla de cereales machacados y sangre fresca, que conseguía en el matadero, debía despulgarlos a mano, airearles las plumas, pulirles las espuelas y entrenarlos a diario para que no les faltara valor a la hora de probarlos. A veces iba a otros pueblos para verlos pelear, pero nunca apostaba, pues para él todo dinero ganado sin sudor y trabajo era cosa del diablo. Los sábados por la noche iba con su nieta Claveles a limpiar la iglesia para la ceremonia del domingo. No siempre alcanzaba a llegar el sacerdote, que recorría los pueblos en bicicleta, pero los cristianos se juntaban de todos modos a rezar y cantar. Jesús Dionisio era también el encargado de colectar y guardar la limosna para el cuidado del templo y la ayuda al cura.

Trece hijos tuvo Picero con su mujer, Amparo Medina, de los cuales cinco sobrevivieron a las pestes y accidentes de la infancia. Cuando la pareja pensaba que ya había terminado la crianza, porque todos los muchachos eran adultos y habían salido de la casa, el menor volvió con permiso del Servicio Militar trayendo un bulto envuelto en trapos y se lo puso sobre las rodillas a Amparo. Al abrirlo vieron que se trataba de una niña recién nacida, medio agónica por la falta de leche materna y por el vapuleo del viaje.

— ¿De dónde sacó esto, hijo? — preguntó Jesús Dionisio Picero.

— Al parecer es de la misma sangre mía–replicó el joven sin atreverse a sostener la mirada de su padre, estrujándose la gorra del uniforme entre sus dedos sudorosos.

— Y si no es mucho preguntar, ¿dónde se metió la madre? — No sé. Dejó a la chiquita en la puerta del cuartel con un papel escrito de que el padre soy yo. El Sargento me mandó a entregársela a las monjas, dice que no hay manera de probar que es mía. Pero a mí me da lástima, no quiero que sea huérfana…

— ¿Dónde se ha visto que una madre abandone a su crío recién parido? — Son cosas de la ciudad. — Ha de ser, pues. ¿Y cómo se llama esta pobrecita? — Como usted la bautice, padre, pero si me lo pregunta, a mí me gusta Claveles, que era la flor preferida de su madre.

Jesús Dionisio salió a buscar la cabra para ordeñarla, mientras Amparo limpiaba al bebé con aceite y le rezaba a la Virgen de la Gruta pidiendo que le diera ánimo para hacerse cargo de otro niño. Una vez que vio a la criatura en buenas manos, el hijo menor se despidió agradecido, se echó el bolso al hombro y regresó al cuartel a cumplir su castigo.

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