Los cuentos de eva luna
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LA MUJER DEL JUEZ
Nicolás Vidal siempre supo que perdería la vida por una mujer. Lo pronosticaron el día de su nacimiento y lo confirmó la dueña del almacén en la única ocasión en que él permitió que le viera la fortuna en la borra del café, pero no imaginó que la causa sería Casilda, la esposa del Juez Hidalgo. La divisó por primera vez el día en que ella llegó al pueblo a casarse. No la encontró atractiva, porque prefería las hembras desfachatadas y morenas, y esa joven transparente en su traje de viaje, con la mirada huidiza y unos dedos finos, inútiles para dar placer a un hombre, le resultaba inconsistente como un puñado de ceniza. Conociendo bien su destino, se cuidaba de las mujeres y a lo largo de su vida huyó de todo contacto sentimental, secando su corazón para el amor y limitándose a encuentros rápidos para burlar la soledad. Tan insignificante y remota le pareció Casilda que no tomó precauciones con ella, y llegado el momento olvidó la predicción que siempre estuvo presente en sus decisiones. Desde el techo del edificio, donde se había agazapado con dos de sus hombres, observó a la señorita de la capital cuando ésta bajó del coche el día de su matrimonio. Llegó acompañada por media docena de sus familiares, tan lívidos y delicados como ella, que asistieron a la ceremonia abanicándose con aire de franca consternación y luego partieron para nunca más regresar.
Como todos los habitantes del pueblo, Vidal pensó que la novia no aguantaría el clima y dentro de poco las comadres deberían vestirla para su propio funeral. En el caso improbable de que resistiera el calor y el polvo que se introducía por la piel y se fijaba en el alma, sin duda sucumbiría ante el mal humor y las manías de solterón de su marido. El Juez Hidalgo la doblaba en edad y llevaba tantos años durmiendo solo, que no sabía por dónde comenzar a complacer a una mujer. En toda la provincia temían su temperamento severo y su terquedad para cumplir la ley, aun a costa de la justicia. En el ejercicio de sus funciones ignoraba las razones del buen sentimiento, castigando con igual firmeza el robo de una gallina que el homicidio calificado. Vestía de negro riguroso para que todos conocieran la dignidad de su cargo, y a pesar de la polvareda irreductible de ese pueblo sin ilusiones llevaba siempre los botines lustrados con cera
de abeja. Un hombre así no está hecho para marido, decían las comadres, sin embargo no se cumplieron los funestos presagios de la boda, por el contrario, Casilda sobrevivió a tres partos seguidos y parecía contenta. Los domingos acudía con su esposo a la misa de doce, imperturbable bajo su mantilla española, intocada por las inclemencias de ese verano perenne, descolorida y silenciosa como una sombra. Nadie le oyó algo más que un saludo tenue, ni le vieron gestos más osados que una inclinación de cabeza o una sonrisa fugaz, parecía volátil, a punto de esfumarse en un descuido. Daba la impresión de no existir, por eso todos se sorprendieron al ver su influencia en el Juez, cuyos cambios eran notables.
Si bien Hidalgo continuó siendo el mismo en apariencia, fúnebre y áspero, sus decisiones en la Corte dieron un extraño giro. Ante el estupor público dejó en libertad a un muchacho que robó a su empleador, con el argumento de que durante tres años el patrón le había pagado menos de lo justo y el dinero sustraído era una forma de compensación. También se negó a castigar a una esposa adúltera, argumentando que el marido no tenía autoridad moral para exigirle honradez, si él mismo mantenía una concubina. Las lenguas maliciosas del pueblo murmuraban que el Juez Hidalgo se daba vuelta como un guante cuando traspasaba el umbral de su casa, se quitaba los ropajes solemnes, jugaba con sus hijos, se reía y sentaba a Casilda sobre sus rodillas, pero esas murmuraciones nunca fueron confirmadas. De todos modos, atribuyeron a su mujer aquellos actos de benevolencia y su prestigio mejoró, pero nada de eso interesaba a Nicolás Vidal, porque se encontraba fuera de la ley y tenía la certeza de que no habría piedad para él cuando pudieran llevarlo engrillado delante del Juez. No prestaba oídos a los chismes sobre doña Casilda y las pocas veces que la vio de lejos, confirmó su primera apreciación de que era sólo un borroso ectoplasma.
Vidal había nacido treinta años antes en una habitación sin ventanas del único prostíbulo del pueblo, hijo de Juana La Triste y de padre desconocido. No tenía lugar en este mundo y su madre lo sabía, por eso intentó arrancárselo del vientre con yerbas, cabos de vela, lavados de lejía y otros recursos brutales, pero la criatura se empeñó en sobrevivir. Años después Juana La Triste, al ver a ese hijo tan diferente, comprendió que los drásticos sistemas para abortar que no consiguieron eliminarlo, en cambio templaron su cuerpo y su alma hasta darle la dureza del hierro. Apenas nació,
la comadrona lo levantó para observarlo a la luz de un quinqué y de inmediato notó que tenía cuatro tetillas.
— Pobrecito, perderá la vida por una mujer–pronosticó guiada por su experiencia en esos asuntos.
Esas palabras pesaron como una deformidad en el muchacho. Tal vez su existencia hubiera sido menos mísera con el amor de una mujer. Para compensarlo por los numerosos intentos de matarlo antes de nacer, su madre escogió para él un nombre pleno de belleza y un apellido sólido, elegido al azar; pero ese nombre de príncipe no bastó para conjurar los signos fatales y antes de los diez años el niño tenía la cara marcada a cuchillo por las peleas y muy poco después vivía como fugitivo. A los veinte era jefe de una banda de hombres desesperados. El hábito de la violencia desarrolló la fuerza de sus músculos, la calle lo hizo despiadado y la soledad, a la cual estaba condenado por temor a perderse de amor, determinó la expresión de sus ojos. Cualquier habitante del pueblo podía jurar al verlo que era el hijo de Juana La Triste, porque tal como ella, tenía las pupilas aguadas de lágrimas sin derramar. Cada vez que se cometía una fechoría en la región, los guardias salían con perros a cazar a Nicolás Vidal para callar la protesta de los ciudadanos, pero después de unas vueltas por los cerros regresaban con las manos vacías. En verdad no deseaban encontrarlo, porque no podían luchar con él. La pandilla consolidó en tal forma su mal nombre, que las aldeas y las haciendas pagaban un tributo para mantenerla alejada. Con esas donaciones los hombres podían estar tranquilos, pero Nicolás Vidal los obligaba a mantenerse siempre a caballo, en medio de una ventolera de muerte y estropicio para que no perdieran el gusto por la guerra ni se les mermara el desprestigio. Nadie se atrevía a enfrentarlos. En un par de ocasiones el Juez Hidalgo pidió al Gobierno que enviara tropas del ejército para reforzar a sus policías, pero después de algunas excursiones inútiles volvían los soldados a sus cuarteles y los forajidos a sus andanzas.
Sólo una vez estuvo Nicolás Vidal a punto de caer en las trampas de la justicia, pero lo salvó su incapacidad para conmoverse. Cansado de ver las leyes atropelladas, el Juez Hidalgo decidió pasar por alto los escrúpulos y preparar una trampa para el bandolero.
Se daba cuenta de que en defensa de la justicia iba a cometer un acto atroz, pero de dos males escogió el menor. El único cebo que se le ocurrió fue Juana La Triste, porque Vidal no tenía otros parientes ni se le conocían amores. Sacó a la mujer del local, donde fregaba pisos y limpiaba letrinas a falta de clientes dispuestos a pagar por sus servicios, la metió dentro de una jaula fabricada a su medida y la colocó en el centro de la Plaza de Armas, sin más consuelo que un jarro de agua.
— Cuando se le termine el agua empezará a gritar. Entonces aparecerá su hijo y yo estaré esperándolo con los soldados–dijo el Juez.
El rumor de ese castigo, en desuso desde la época de los esclavos cimarrones, llegó a oídos de Nicolás Vidal poco antes de que su madre bebiera el último sorbo del cántaro. Sus hombres lo vieron recibir la noticia en silencio, sin alterar su impasible máscara de solitario ni el ritmo tranquilo con que afilaba su navaja contra una cincha de cuero. Hacía muchos años que no tenía contacto con Juana La Triste y tampoco guardaba ni un solo recuerdo placentero de su niñez, pero ésa no era una cuestión sentimental, sino un asunto de honor. Ningún hombre puede aguantar semejante ofensa, pensaron los bandidos, mientras alistaban sus armas y sus monturas, dispuestos a acudir a la emboscada y dejar en ella la vida si fuera necesario. Pero el jefe no dio muestras de prisa.