Conversaci?n En La Catedral
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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Per?, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odr?a. Unas cuantas cervezas y un r?o de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que ?stos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripci?n minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustraci?n.
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Ahora gritaba, sus manos eran dos aspas, y su voz ascendía y tronaba como una gran ola que de pronto se rompió ¡viva el Perú! Una salva de aplausos en la tribuna, una salva en la Plaza. Trifulcio agitaba su banderita, viva-don-Emilio-Arévalo, ahora sí muchas banderas asomaron sobre las cabezas, viva-el-general-Odría, ahora sí. Los parlantes roncaron un segundo, luego inundaron la Plaza con el Himno Nacional.
– Yo le di mi opinión a Espina cuando me anunció que iba a detener a Montagne con el pretexto de una conspiración -dijo don Fermín-. No se lo va a tragar nadie, va a perjudicar al General, ¿acaso no tenemos gente segura en el Jurado Electoral, en las mesas? Pero Espina es un imbécil, sin ningún tacto político.
– Así que el jefe máximo, así que mil apristas van a asaltar la Prefectura para rescatarte -dijo Ludovico-. Así que crees que haciéndote el loco nos vas a cojudear, Trinidad.
– No me crea un curioso, pero ¿por qué se escapó de la casa esa vez, niño? -dice Ambrosio-. ¿No estaba bien donde sus papás?
Don Emilio Arévalo estaba sudando; estrechaba las manos que convergían hacia él de todos lados, se limpiaba la frente, sonreía, saludaba, abrazaba a la gente de la tribuna, y la armazón de madera se bamboleaba, mientras don Emilio acudía hacia la escalerilla. Ahora te tocaba a ti, Trifulcio.
– Demasiado bien, por eso me fui. -dice Santiago-. Era tan puro y tan cojudo que me fregaba tener la vida tan fácil y ser un niño decente.
– Lo curioso es que la idea de encarcelarlo no fue del Serrano -dijo don Fermín-. Ni de Arbeláez ni de Ferro. El que los convenció, el que se empeñó fue Bermúdez.
– Tan puro y tan cojudo que creía que jodiéndome un poco me haría hombrecito, Ambrosio -dice Santiago.
– Que todo eso fue obra de un directorcito de gobierno, de un empleadito, tampoco me lo trago -dijo el senador Landa-. Eso lo inventó el Serrano Espina para echarle la pelota a alguien si las cosas salían mal.
Trifulcio estaba ahí, al pie de la escalerilla, defendiendo a codazos su sitio, escupiéndose las manos, la mirada fanáticamente incrustada en las piernas de don Emilio que se acercaban mezcladas con otras, el cuerpo tenso, los pies bien apoyados en la tierra: a él, le tocaba a él.
– Lo tienes que creer porque es la verdad -dijo don Fermín-. Y no lo basurees mucho. Como quien no quiere la cosa, ese empleadito se está convirtiendo en hombre de confianza del General.
– Ahí lo tienes, Hipólito, te lo regalo -dijo Ludovico-. Quítale las locuras al jefe máximo de una vez.
– Entonces ¿no se fue porque tenía distintas ideas políticas que su papá? -dice Ambrosio.
– Le cree todo, lo considera infalible -dijo don Fermín-. Cuando Bermúdez opina, Ferro, Arbeláez, Espina y hasta yo nos vamos al diablo, no existimos. Se vio cuando lo de Montagne.
– El pobre no tenía ideas políticas -dice Santiago-. Sólo intereses políticos, Ambrosio.
Trifulcio dio un salto, las piernas estaban ya en el último escalón, dio un empellón, dos, y se agachó y ya iba a alzarlo. No, no amigo, dijo un don Emilio risueño y modesto y sorprendido, muchas gracias pero, y Trifulcio lo soltó, retrocedió, confuso, los ojos abriéndose y cerrándose, ¿pero, pero?, y don Emilio pareció también confuso, y en el grupo apiñado en torno a él hubo codazos, cuchicheos.
– La verdad es que, aun cuando no sea infalible, tiene cojones -dijo el senador Arévalo-. En año y medio nos borró del mapa a los apristas y a los comunistas y pudimos llamar a elecciones.
– ¿Sigues siendo el jefe máximo del Apra, papacito? -dijo Ludovico-. Bueno, muy bien. Sigue, Hipólito.
– Lo de Montagne fue así -dijo don Fermín-. Un buen día Bermúdez se desapareció de Lima y volvió a las dos semanas. He recorrido medio país, General, si Montagne llega de candidato a las elecciones, usted pierde.
Qué esperas, imbécil, dijo el que daba las órdenes y Trifulcio disparó una mirada angustiada a don Emilio que hizo un signo de rápido o apúrate. La cabeza de Trifulcio se agachó velozmente, atravesó el horcón que formaban las piernas, alzó a don Emilio como una pluma.
– Eso era un disparate -dijo el senador Landa-. Montagne no iba a ganar jamás. No tenía dinero para una buena campaña, nosotros controlábamos todo el aparato electoral.
– ¿Y por qué te parecía tan gran hombre mi viejo? -dice Santiago.
– Pero los apristas iban a votar por él, todos los enemigos del régimen iban a votar por él -dijo don Fermín-. Bermúdez lo convenció. Si voy en estas condiciones, pierdo. En fin, así fue, por eso lo metieron preso.
– Porque era, pues, niño -dice Ambrosio-. Tan inteligente y tan caballero y tan todo, pues.
Oía aplausos y vítores mientras avanzaba con su carga a cuestas, rodeado de Téllez, de Urondo, del capataz y del que daba las órdenes, también él gritando Arévalo-Odría, seguro, tranquilo, sujetando bien las piernas, sintiendo en sus pelos los dedos de don Emilio, viendo la otra mano que agradecía y estrechaba las manos que se le tendían.
– Ya déjalo, Hipólito -dijo Ludovico-. No ves que ya lo soñaste.
– A mí no me parecía un gran hombre, sino un canalla -dice Santiago-. Y lo odiaba.
– Está truqueando -dijo Hipólito-. Y te lo voy a demostrar.
El Himno Nacional había terminado cuando acabaron de dar la vuelta a la Plaza. Hubo un redoble de tambor, un silencio, y comenzó una marinera. Entre las cabezas y los puestos de refrescos y de viandas,
Trifulcio divisó una pareja que bailaba: ya, llévalo a la camioneta, negro. A la camioneta, don.
– Lo mejor será que hablemos con él -dijo el senador Arévalo-. Usted le cuenta su charla con el Embajador, Fermín, y nosotros le diremos ya se acabaron las elecciones, el pobre Montagne no es un peligro para nadie, suéltelo y ese gesto le ganará simpatía. A Odría hay que trabajarlo así.
– Niño, niño -dice Ambrosio-. Cómo va a decir eso de él, niño.
– Cómo conoces la psicología del cholo, senador -dijo el senador Landa.
– Ya ves que no está truqueando -dijo Ludovico-. Suéltalo ya.
– Pero ya no lo odio, ahora que está muerto ya no -dice Santiago-. Lo fue, pero sin saberlo, sin quererlo. Y además en este país hay canallas para regalar, y él creo que lo pagó, Ambrosio.
Ya bájalo, dijo el que daba las órdenes, y Trifulcio se agachó: vio que los pies de don Emilio tocaban el suelo, vio sus manos que sacudían el pantalón.
Entró a la camioneta y tras él Téllez, Urondo y el capataz. Trifulcio se sentó adelante. Un grupo de hombres y mujeres miraban, boquiabiertos. Riéndose, sacando la cabeza por la ventanilla, Trifulcio les gritó: ¡viva don Emilio Arévalo!
– No sabía que Bermúdez tenía tanta influencia en Palacio -dijo el senador Landa-. ¿Cierto que tiene una querida que es bailarina o algo así?
– Está bien, Ludovico, menos bulla -dijo Hipólito-. Ya lo solté.
– Le acaba de poner una casita en San Miguel -sonrió don Fermín-. A esa que era querida de Muelle.
– ¿Y también te parecía un gran hombre ése con el que trabajaste antes de ser chofer de mi viejo? -dice Santiago.
– ¿A la Musa? -dijo el senador Landa-. Caracoles, una señora mujer. ¿Esa es la querida de Bermúdez? Es un pájaro de alto vuelo, para ponerla en una jaula hay que tener bien forrados los bolsillos.
– Ya lo creo que se te pasó, mierda -dijo Ludovico-. Échale agua, haz algo, no te quedes ahí.
– Tan de alto vuelo que lo dejó a Muelle en la tumba -se rió don Fermín-. Y maricona, y se droga.
– ¿Don Cayo? -dice Ambrosio-. Nunca, niño, él no tenía ni para comenzar con su papá.
– No se pasó, está vivo -dijo Hipólito-. De qué te asustas, no le dejé ni un arañón, ni un moretón. Se soñó de susto, Ludovico.
– Quién no es maricón en estos tiempos, quién no se droga ahora en Lima -dijo el senador Landa-. Nos estamos civilizando ¿no?
– ¿No te daba vergüenza trabajar con ese hijo de puta? -dice Santiago.
– Quedamos en eso, veremos a Odría mañana -dijo el senador Arévalo-. Hoy le han puesto la banda presidencial y hay que dejarlo que se pase el día mirándose al espejo y gozando.
– Por qué me iba a dar -dice Ambrosio-. Yo no sabía que don Cayo se iba a portar mal con su papá. Si en esa época eran tan amigos, niño.
Cuando llegaron a la casa-hacienda y bajó de la camioneta, Trifulcio no fue a pedir de comer, sino al riachuelo a mojarse la cabeza, la cara y los brazos.
Después se tendió en el patio de atrás, bajo el alero de la desmotadora. Le ardían las manos y la garganta, estaba cansado y contento. Ahí mismo sé quedó dormido.
– El sujeto ése, señor Lozano, el Trinidad López ése -dijo Ludovico-. Sí, de repente se nos loqueó.
– ¿Te encontraste con ella en la calle? -dijo Queta-. ¿La que era sirvienta de Bola de Oro, la que se acostaba contigo? ¿Esa de la que té enamoraste?
– Me alegro que hiciera soltar a Montagne, don Cayo -dijo don Fermín-. Los enemigos del régimen se estaban aprovechando de este pretexto para decir que las elecciones fueron una farsa.
– ¿Cómo que se loqueó? -dijo el señor Lozano-. ¿Habló o no habló?
– Es verdad que fueron, entre usted y yo lo podemos reconocer -dijo Cayo Bermúdez-. Apresar al único candidato opositor no fue la mejor solución, pero no hubo más remedio. Se trataba de que el General saliera elegido ¿no?
– ¿Te contó que se había muerto su marido, que se había muerto su hijo? -dijo Queta-. ¿Que andaba buscando trabajo?
Lo despertaron las voces del capataz, de Urondo y de Téllez. Se sentaron a su lado, le invitaron un cigarrillo, conversaron. ¿Había salido bien la manifestación de Grocio Prado, no? Sí, había salido bien. ¿Más gente hubo en la de Chincha, no? Sí, más. ¿Ganaría las elecciones don Emilio? Claro que ganaría. Y Trifulcio: ¿si don Emilio se iba a Lima de senador a él lo despedirían? No hombre, lo contratarían, dijo el capataz. Y Urondo: te quedarás con nosotros, ya verás. Todavía hacía calor, el sol del atardecer coloreaba el algodonal, la casa-hacienda, las piedras.
– Habló, pero locuras, señor Lozano -dijo Ludovico-. Que era el segundo jefe máximo, que era el primer jefe máximo. Que los apristas iban a venir a rescatarlo con cañones. Se loqueó, palabra.
– ¿Y le dijiste hay una casita en San Miguel donde buscan empleada? -dijo Queta-. ¿Y la llevaste donde Hortensia?
– ¿De veras piensa que Odría hubiera sido derrotado por Montagne? -dijo don Fermín.
– Más bien di que los cojudeó -dijo el señor Lozano-. Ah, par de inútiles. Y encima tontos.