La torre vig?a
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La torre vig?a es la primera novela de la trilog?a medieval de Ana Mar?a Matute. Ambientada en una Edad Media m?tica, m?gica y sensual, la novela es un peculiar libro de caballer?as que narra, en primera persona y con una sensibilidad moderna, los a?os de formaci?n y aprendizaje de un joven caballero, a lo largo de una trama repleta de hero?smo, superstici?n y barbarie.
La torre vig?a relata el descubrimiento del mundo y sus conflictos, la memoria, la a?oranza y la dificultad para establecer relaciones en la infancia y la adolescencia del protagonista que habr? de ser armado caballero en un marco donde todo se rige por instintos primitivos y febriles, en el que el amor, el odio, la violencia, la soledad, la crueldad o la nostalgia se alternan en una espl?ndida narraci?n que ofrece un mundo inquietante y misterioso y, al mismo tiempo, salvaje y pasional.
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Desde las márgenes del Gran Río llegó, entre el viento y la arena, una nube negruzca y agorera; cayó sobre nosotros, con pestilencia de muerte. Entonces, Mohl pasó su mano enguantada de negro sobre el cuello tembloroso de su amado Hal. Con la reptante suavidad con que, a buen seguro, acariciaba la creciente borrasca de su ira. Al fin estalló:
– ¡Horda esteparia, hambrientos despojos de un engendro infernal!
Su voz no era tal, sino un rugido. Y no es exagerado designarla así (antes bien, considero esta definición harto recatada), como podría atestiguarlo -si fuera capaz de estas cosas- el escalofrío y espeluznante piafar que sacudió, de parte a parte, al valeroso animal donde mi señor asentaba su ira y persona (en verdad, una misma sustancia). Y si tal rugido estuvo a punto de desbocar al valiente Hal, excusa decir la repercusión que hubo en las demás criaturas que rodeaban al airado señor.
Tras dominar a Hal, Mohl prosiguió, en tono algo menos peligroso para su apostura ecuestre:
– ¡Devastados residuos de la peor derrota, mal paridos retoños de la tierra esteparia, hijos de tal madre sois, como revela la imbecilidad que cabalga a lomos de unas bestias del todo superiores a vosotros! ¡Juro por mi honor, que aquel que jamás descendió a enfrentarse con tamaña componenda de carroña y necedad, ha rebasado en el presente día los límites de su generoso desprecio! Y, pese a la repugnancia que me inspira enfrentarme, no a vuestras desdentadas armas, ni a vuestras astucias de alimañas, sino a vuestro hedor, saltaré sobre vosotros montado en mi noble Hal (cuya suerte deploro), hasta sentir el reventón de tan obtusos cráneos bajo sus patas.
Al llegar a este punto de sus desahogos, tanto tiempo reprimidos, pareció no poder evitar un mayor brío a sus palabras, ya que la violencia que albergaba y que, sin duda, hasta el momento sólo habíamos atisbado a través de una rendija, le obligó a pronunciar su último y más sonoro reto guerrero:
– ¡Juro ante mis nobles caballeros y mis valientes soldados que Mohl llevará las piltrafas de tan repugnantes despojos hasta la más lejana memoria de vuestros hijos! (Si alguno escapara con vida para engendrarlos). Y pongo por testigos de cuanto digo a tan nobles guerreros, bajo solemne promesa de que, si no llegara a cumplir este envite y ofrenda, me arrojen a una fosa repleta de serpientes, sin más arma ni vestido que mi humillación y su desprecio.
Dicho lo cual, tan bruscamente como se había enardecido, pareció sosegarse. Y con serenidad de todo punto decorosa, miró en torno y comentó:
– Aunque, naturalmente, no habrá lugar a ello.
Afirmación que nadie puso en tela de juicio.
En la zona del Gran Río más próxima al castillo, el padre de mi señor había mandado construir un puente, por lo común intransitable a todo aquel que no tuviera un permiso especial. Más hacia el norte, existía una tosca pasarela, hecha de juncos y troncos de abedul, y que, año tras año, solía arrastrar el ímpetu de los deshielos. Para los campesinos era éste el único paso disponible hacia las praderas, y viceversa. Tras su destrucción, ellos volvían a construirlo nuevamente, todas las primaveras. Pero aquel año aún no habían tenido tiempo de llevar a cabo esta tarea, y un gran número de villanos se cruzaron en el puente señorial con nosotros. Acudían al castillo para sumarse a la tropa, pues si bien nadie los reclamaba en estos servicios durante las épocas de paz, todo hombre dueño de un caballo, un arma o herramienta equivalente, desde un hacha, como los leñadores, hasta una cuchilla, como los curtidores, en tiempos de peligro debía presentarse en la fortaleza, por si el Barón precisaba de su servicio (y vidas, se entiende).
Apenas entramos en las praderas de la orilla este, el viento se aplacó en una rara brisa, cesó la lluvia de arena y restos calcinados, y un sol pálido se abrió paso entre la bruma. Entonces, se encendió el verde, apenas nacido, de las altas hierbas, de forma que, en algunos puntos, semejaba de color azul. Mecíase, bajo el fresco soplo, en una suave ondulación, y me pareció reconocer el mar, aunque nunca lo había visto, en su viento, color y balanceo. Y en aquel mar (a un tiempo desaparecido y renacido) crepitó la violencia, en lo más hondo de mis entrañas. Levantóse en mi ánimo la pasión y sed de sangre, y avivé el trote de mi caballo, acercándolo cuanto pude al de mi señor. Inmerso nuevamente en aquel vino viejo, áspero y agraz donde flotaban las pequeñas cabezas -en forma de racimos azulnegro- de las moras. Como una diminuta, múltiple y aglutinada decapitación.
Por segunda vez durante aquella jornada tuve ocasión de comprobar la desatada furia que albergaba mi señor, el Barón Mohl. Y, por ende, la falsedad de su habitual continente. De suerte que hube de maravillarme de su poderosa voluntad, también, ya que la supo amordazar durante tanto tiempo.
Pues eran como uno y cien gritos de guerra, no sólo su cuerpo, su lanza y su montura, sino el suelo bajo los cascos de Hal, el cieno que saltaba bajo sus pezuñas entre salpicaduras de sangre, el viento que levantaba su crin, el cabello de Mohl y las colas negras de su capa. Toda la furia de la tierra era su furia, y no hallaba suficiente alimento para saciar la jauría que confundía su espíritu y cuerpo en una sola fiebre: hambre y sed de sangre le sustentaban y torturaban a la vez, desde las más remotas raíces de su vida. Arrastraba mi señor esta sed y esta hambre, y nunca llegó a ver su fin. Pero no había en él rastro alguno de odio.
Viéndole avanzar con todos sus hombres sobre la dispersa tropa enemiga, sin freno ni reflexión alguna, desmoronóse, de súbito, la ilusión de aquello que tenía por valor, y tanto me enorgullecía en los otros hombres como en mí mismo: comprendí que tan sólo albergaba la más grande ceguera e ignorancia de la tierra. Negro y alto entre los gritos de sus hombres, Mohl atravesaba los cuerpos con su lanza, y acudía, con júbilo, a aquéllos que con mayor furia venían a su encuentro. Así, unos y otros blandían espadas, y clavaban hombres y bestias en la tierra. Y viendo aquella furia sin honor, ni gloria, ni belleza, pensé que también todos ellos rebasaban la línea del odio, pues no hubiera bastado el odio entero del mundo para albergar un viento y una sed tan antiguas como insaciables. "El odio, me dije, era cosa de los hombres. Los guerreros -que a la hora del combate, no son jamás hombres- viven más allá del odio".
Al norte de la pradera, parte del bosque se incendió. El cielo se teñía de malva, y el viento trajo por sobre nuestras cabezas infinidad de partículas encendidas. Una lluvia de cenizas pareció anegarnos y abrasarnos. Luego, el viento giró como una enorme noria, y llevó su rescoldo de muerte hacia otra parte del mundo.
Cuando cesó el combate, recorrí la pradera, tras mi señor. Un olor espeso y dulzón, unido al de la leña ardiente y las cenizas, brotaba del suelo. Mohl avanzaba, en el silencio de los muertos. Reposado, altivo y rígido, contemplaba los diezmados despojos como puede contemplar un labrador el fruto de su siembra. Pues otro, al parecer, ni conocía ni podía dar.
Aquí y allá levantábanse humaredas, aún ardían rescoldos, y el conocido olor a carne quemada volvió. Apretando los dientes entré en él, y pasé sobre él reteniendo un vómito en verdad nunca olvidado. (Una mancha negra y grasienta en la tierra, un silencio igual al que hollábamos juntos mi señor y yo). Señor de la Muerte, salpicado de sangre, Mohl paseaba la oscura gloria de la guerra allí donde poco antes intentaba estallar la naciente primavera. Y de súbito, viendo frente a mí la silueta de mi señor y su arrogante desprecio por los vivos y los muertos, recordé a mi padre, bastón en alto, paseando por la viña a lomos de sus jorobados. Por un momento temí que, como aquel pobre viejo, estallase Mohl en una risa o un llanto infantiles, totalmente desprovistos de sentido. Pero otro recuerdo vino a borrar tan inquietante y paradójica imagen: la infinita desesperanza de mi señor, depositando un halcón en mi hombro; un pájaro, o un amigo, o un recuerdo, que no lograba recuperar, mientras decía que el mundo, y el rey, tan sólo residían en él. "Hordas a caballo", me pareció oír, "Ralea inmunda, bestias a caballo…"
Entonces Mohl se volvió a mí, y claramente oí su voz, aunque sus labios permanecían cerrados:
– Reino vagabundo, ¿cuándo hallarás…?
Un caballo corría desaforado hacia nosotros, con la crin en llamas. Tan blanco, bajo el pánico del fuego, que semejaba transparente. Hal, caballo negro, se alzó de patas, piafando con espanto impropio de él. Bajo la dura mano que lo conducía, volvió grupas, y así galopamos juntos, en el viento y azote de unas cenizas que no sabía si tenían el calor del fuego o de la sangre mientras las sentía resbalar viscosamente sobre mi rostro.
Antes de que la primavera llegara a adueñarse de la tierra, cesaron los combates, replegáronse los devastados grupos enemigos, cesaron los incendios y las muertes. Y los campesinos regresaron a los campos, lenta y resignadamente, como muy viejos y muy fatigados animales.
Antes de que la hierba ondeara en las praderas, gran cantidad de los hombres de Mohl habían perdido la vida. Pero vanamente busqué entre los muertos a tres feroces y muy bravos guerreros. Al frente y al fin de todas las luchas, cubiertos de sangre y lodo, reaparecieron siempre ante mis ojos.
El viento dispersó y enfrió las cenizas del bosque incendiado. Un tropel de aves voraces oscureció el cielo, los primeros brotes de los árboles. Muchas cruces se alzaron aquí y allá, y ciertas piedras, cubiertas de signos misteriosos, marcaron la ruta de alguna muerte tan oscura como prontamente olvidada.
Con el calor del sol volvió la paz al castillo. Cerca del río, en la colina, habían florecido los cerezos. A veces, trotaba hacia ellos, sobre el caballo de mi amada señora, y me tendía después bajo las blancas ramas, en busca de una parcela de soledad.
Pero raramente lo conseguía, pues tres jinetes me divisaban prestamente y me obligaban a huir.
Mis obligaciones junto al Barón aumentaban. Y día a día me ataban a su mesa, a la silla de su caballo, a sus libaciones, a sus solitarios discursos, y a sus silencios: los ojos en la nada, presos como incautos insectos en el vidrio verde de sus ventanas privadas.