El Amor En Los Tiempos Del Colera
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La historia de amor entre Fermina Daza y Florentino Ariza en el escenario de un pueblecito portuario del Caribe y a lo largo de m?s de sesenta a?os, podr?a parecer un melodrama de amantes contrariados que al final vencen por la gracia del tiempo y la fuerza de sus propios sentimientos, ya que Garc?a M?rquez se complace en utilizar los m?s cl?sicos recursos de los folletines tradicionales. Pero este tiempo – por una vez sucesivo, y no circular -, este escenario y estos personajes son como una mezcla tropical de plantas y arcillas que la mano del maestro modela y fantasea a su placer, para al final ir a desembocar en los territorios del mito y la leyenda. Los zumos, olores y sabores del tr?pico alimentan una prosa alucinatoria que en esta ocasi?n llega al puerto oscilante del final feliz.
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Florentino Ariza era uno de ellos, más por aburrimiento que por placer, pero no fue por ese atractivo adicional por lo que se hizo tan buen amigo del farero. El motivo real fue que después del desaire de Fermina Daza, cuando contrajo la fiebre de los amores desperdigados para tratar de reemplazarla, en ningún otro sitio diferente del faro vivió las horas más felices ni encontró un mejor consuelo para sus desdichas. Fue su lugar más amado. Tanto, que durante años estuvo tratando de convencer a su madre, y más tarde al tío León XII, de que lo ayudaran a comprarlo. Pues los faros del Caribe eran entonces de propiedad privada, y sus dueños cobraban el derecho de paso hacia el puerto según el tamaño de los barcos. Florentino Ariza pensaba que esa era la única manera honorable de hacer un buen negocio con la poesía, pero ni la madre ni el tío pensaban lo mismo, y cuando él pudo hacerlo con sus recursos ya los faros habían pasado a ser de propiedad del estado.
Ninguna de esas ilusiones fue vana, sin embargo. La fábula del galeón, y luego la novedad del faro, le fueron aliviando la ausencia de Fermina Daza, y cuando menos lo presentía le llegó la noticia del regreso. En efecto, después de una estancia prolongada en Riohacha, Lorenzo Daza había decidido volver. No era la época más benigna del mar, debido a los alisios de diciembre, y la goleta histórica, la única que se arriesgaba a la travesía, podía amanecer de regreso en el puerto de origen arrastrada por un viento contrario. Así fue. Fermina Daza había pasado una noche de agonía, vomitando bilis, amarrada a la litera de un camarote que parecía un retrete de cantina, no sólo por la estrechez opresiva sino por la pestilencia y el calor. El movimiento era tan fuerte que varias veces tuvo la impresión de que iban a reventarse las correas de la cama, desde la cubierta le llegaban retazos de unos gritos doloridos que parecían de naufragio, y los ronquidos de tigre de su padre en la litera contigua eran un ingrediente más del terror. Por primera vez en casi tres años pasó una noche en claro sin pensar un instante en Florentino Ariza, y en cambio él permanecía insomne en la hamaca de la trastienda contando uno a uno los minutos eternos que faltaban para que ella volviera. Al amanecer, el viento cesó de pronto y el mar se volvió plácido, y Fermina Daza se dio cuenta de que había dormido a pesar de los estragos del mareo, porque la despertó el estrépito de las cadenas del ancla. Entonces se quitó las correas y se asomó por la claraboya con la ilusión de descubrir a Florentino Ariza en el tumulto del puerto, pero lo que vio fueron las bodegas de la aduana entre las palmeras doradas por los primeros soles, y el muelle de tablones podridos de Riohacha, de donde la goleta había zarpado la noche anterior.
El resto del día fue como una alucinación, en la misma, casa donde había estado hasta ayer, recibiendo las mismas visitas que la habían despedido, hablando de lo mismo, y aturdida por la impresión de estar viviendo de nuevo un pedazo de vida ya vivido. Era una repetición tan fiel, que Fermina Daza temblaba con la sola idea de que lo fuera también el viaje de la goleta, cuyo solo recuerdo le causaba pavor. Sin embargo, la única posibilidad distinta de regresar a casa eran dos semanas de mula por las cornisas de la sierra, y en condiciones aún más peligrosas que la primera vez, pues una nueva guerra civil iniciada en el estado andino del Cauca estaba ramificándose por las provincias del Caribe. Así que a las ocho de la noche fue acompañada otra vez hasta el puerto por el mismo cortejo de parientes bulliciosos, con las mismas lágrimas de adioses y los mismos bultos de matalotaje de regalos de última hora que no cabían en los camarotes. En el momento de zarpar, los hombres de la familia despidieron la goleta con una salva de disparos al aire, y Lorenzo Daza les correspondió desde la cubierta con los cinco tiros de su revólver. La ansiedad de Fermina Daza se disipó muy pronto, porque el viento fue favorable toda la noche, y el mar tenía un olor de flores que la ayudó a bien dormir sin las correas de seguridad. Soñó que volvía a ver a Florentino Ariza, y que éste se quitó la cara que ella le había visto siempre, porque en realidad era una máscara, pero la cara real era idéntica. Se levantó muy temprano, intrigada por el enigma del sueño, y encontró a su padre bebiendo café cerrero con brandy en la cantina del capitán, con el ojo torcido por el alcohol, pero sin el menor indicio de incertidumbre por el regreso.
Estaban entrando en el puerto. La goleta se deslizaba en silencio por el laberinto de veleros anclados en la ensenada del mercado público, cuya pestilencia se percibía desde varias leguas en el mar, y el alba estaba saturada de una llovizna tersa que muy pronto se descompuso en un aguacero de los grandes. Apostado en el balcón de la telegrafía, Florentino Ariza reconoció la goleta cuando atravesaba la bahía de Las Ánimas con las velas desalentadas por la lluvia y ancló frente al embarcadero del mercado. Había esperado el día anterior hasta las once de la mañana, cuando se enteró por un telegrama casual del retraso de la goleta por los vientos contrarios, y había vuelto a esperar aquel día desde las cuatro de la madrugada. Siguió esperando sin apartar la vista de las chalupas que conducían hasta la orilla a los escasos pasajeros que decidían desembarcar a pesar de la tormenta. La mayoría de ellos tenían que abandonar a mitad de camino la chalupa varada, y alcanzaban el embarcadero chapaleando en el lodazal. A las ocho, después de esperar en vano a que escampara, un cargador negro con el agua a la cintura recibió a Fermina Daza en la borda de la goleta y la llevó en brazos hasta la orilla, pero estaba tan ensopada que Florentino Ariza no pudo reconocerla.
Ella misma no fue consciente de cuánto había madurado en el viaje, hasta que entró en la casa cerrada y emprendió de inmediato la tarea heroica de volver a hacerla vivible, con la ayuda de Gala Placidia, la sirvienta negra, que volvió de su antiguo palenque de esclavos tan pronto como le avisaron del regreso. Fermina Daza no era ya la hija única, a la vez consentida y tiranizada por el padre, sino la dueña y señora de un imperio de polvo y telarañas que sólo podía ser rescatado por la fuerza de un amor invencible. No se amilanó, porque se sentía inspirada por un aliento de levitación que le hubiera alcanzado para mover el mundo. La misma noche del regreso, mientras tomaban chocolate con almojábanas en el mesón de la cocina, su padre delegó en ella los poderes para el gobierno de la casa, y lo hizo con el formalismo de un acto sacramental.
– Te entrego las llaves de tu vida -le dijo.
Ella, con diecisiete años cumplidos, la asumió con pulso firme, consciente de que cada palmo de la libertad ganada era para el amor. Al día siguiente, después de una noche de malos sueños, padeció por primera vez la desazón del regreso, cuando abrió la ventana del balcón y volvió a ver la llovizna triste del parquecito, la estatua del héroe decapitado, el escaño de mármol donde Florentino Ariza solía sentarse con el libro de versos. Ya no pensaba en él como el novio imposible, sino como el esposo cierto a quien se debía por entero. Sintió cuánto pesaba el tiempo malversado desde que se fue, cuánto costaba estar viva, cuánto amor le iba a hacer falta para amar a su hombre como Dios mandaba. Se sorprendió de que no estuviera en el parquecito, como lo había hecho tantas veces a pesar de la lluvia, y de no haber recibido ninguna señal suya por ningún medio, ni siquiera por un presagio, y de pronto la estremeció la idea de que había muerto. Pero en seguida descartó el mal pensamiento, porque en el frenesí de los telegramas de los últimos días, ante la inminencia del regreso, habían olvidado concertar un modo de seguir comunicándose cuando ella volviera.
La verdad es que Florentino Ariza estaba seguro de que no había regresado, hasta que el telegrafista de Riohacha, le confirmó que se había embarcado el viernes en la misma goleta que no llegó el día anterior por los vientos contrarios. Así que el fin de semana estuvo acechando cualquier señal de vida en su casa, y desde el anochecer del lunes vio por las ventanas una luz ambulante que poco después de las nueve se apagó en el dormitorio del balcón. No durmió, presa de las mismas ansiedades de náuseas que perturbaron sus primeras noches de amor. Tránsito Ariza se levantó con los primeros gallos, alarmada de que el hijo hubiera salido al patio y no hubiera vuelto a entrar desde la media noche, y no lo encontró en la casa. Se había ido a errar por las escolleras, y estuvo recitando versos de amor contra el viento, llorando de júbilo, hasta que acabó de amanecer. A las ocho estaba sentado bajo los arcos del Café de la Parroquia, alucinado por la vigilia, tratando de concebir un modo de hacerle llegar su bienvenida a Fermina Daza, cuando se sintió sacudido por un estremecimiento sísmico que le desgarró las entrañas.