El Amor En Los Tiempos Del Colera
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La historia de amor entre Fermina Daza y Florentino Ariza en el escenario de un pueblecito portuario del Caribe y a lo largo de m?s de sesenta a?os, podr?a parecer un melodrama de amantes contrariados que al final vencen por la gracia del tiempo y la fuerza de sus propios sentimientos, ya que Garc?a M?rquez se complace en utilizar los m?s cl?sicos recursos de los folletines tradicionales. Pero este tiempo – por una vez sucesivo, y no circular -, este escenario y estos personajes son como una mezcla tropical de plantas y arcillas que la mano del maestro modela y fantasea a su placer, para al final ir a desembocar en los territorios del mito y la leyenda. Los zumos, olores y sabores del tr?pico alimentan una prosa alucinatoria que en esta ocasi?n llega al puerto oscilante del final feliz.
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Congestionado por el sol infernal dentro del atuendo fúnebre, Florentino Ariza le indicó a Euclides que tratara de descender a veinte metros y le trajera cualquier cosa que encontrara en el fondo. El agua era tan clara que lo vio moverse debajo, como un tiburón percudido entre los tiburones azules que se cruzaban con él sin tocarlo. Luego lo vio desaparecer en un matorral de corales, y justo cuando pensaba que no podía tener más aire oyó la voz a sus espaldas. Euclides estaba parado en el fondo, con los brazos levantados y el agua a la cintura. Así que siguieron buscando sitios más profundos, siempre hacia el norte, navegando por encima de las mantarrayas tibias, los calamares tímidos, los rosales de las tinieblas, hasta que Euclides comprendió que estaban perdiendo el tiempo.
– Si no me dice lo que quiere que encuentre, no sé cómo lo voy a encontrar -le dijo.
Pero él no se lo dijo. Entonces Euclides le propuso que se quitara la ropa y bajara con él, aunque sólo fuera para ver ese otro cielo debajo del mundo que eran los fondos de corales. Pero Florentino Ariza solía decir que Dios había hecho el mar sólo para verlo por la ventana, y nunca aprendió a nadar. Poco después se nubló la tarde, el aire se volvió frío y húmedo, y oscureció tan pronto que debieron guiarse por el faro para encontrar el puerto. Antes de entrar en la bahía, vieron pasar muy cerca de ellos el transatlántico de Francia con todas las luces encendidas, enorme y blanco, que iba dejando un rastro de guiso tierno y coliflores hervidas.
Así perdieron tres domingos, y habrían seguido perdiéndolos todos, si Florentino Ariza no hubiera resuelto compartir su secreto con Euclides. Éste modificó entonces todo el plan de la búsqueda, y se fueron a navegar por el antiguo canal de los galeones, que estaba a más de veinte leguas náuticas al oriente del lugar previsto por Florentino Ariza. Antes de dos meses, una tarde de lluvia en el mar, Euclides permaneció mucho tiempo en el fondo, y el cayuco había derivado tanto que tuvo que nadar casi media hora para alcanzarlo, pues Florentino Ariza no consiguió acercarlo con los remos. Cuando por fin logró abordarlo, se sacó de la boca y mostró como un triunfo de la perseverancia dos aderezos de mujer.
Lo que entonces contó era tan fascinante, que Florentino Ariza se prometió aprender a nadar, y a sumergirse hasta donde fuera posible, sólo por comprobarlo con sus ojos. Contó que en aquel sitio, a sólo dieciocho metros de profundidad, había tantos veleros antiguos acostados entre los corales, que era imposible calcular siquiera la cantidad, y estaban diseminados en un espacio tan extenso que se perdían de vista. Contó que lo más sorprendente era que de las tantas carcachas de barcos que se encontraban a flote en la bahía, ninguna estaba en tan buen estado como las naves sumergidas. Contó que había varias carabelas todavía con las velas intactas, y que las naves hundidas eran visibles en el fondo, pues parecía como si se hubieran hundido con su espacio y su tiempo, de modo que allí seguían alumbradas por el mismo sol de las once de la mañana del sábado 9 de junio en que se fueron a pique. Contó, ahogándose por el propio ímpetu de su imaginación, que el más fácil de distinguir era el galeón San José, cuyo nombre era visible en la popa con letras de oro, pero que al mismo tiempo era la nave más dañada por la artillería de los ingleses. Contó haber visto adentro un pulpo de más de tres siglos de viejo, cuyos tentáculos salían por los portillos de los cañones, pero había crecido tanto en el comedor que para liberarlo habría que desguazar la nave. Contó que había visto el cuerpo del comandante con su uniforme de guerra flotando de costado dentro del acuario del castillo, y que si no había descendido a las bodegas del tesoro fue porque el aire de los pulmones no le había alcanzado. Ahí estaban las pruebas: un arete con una esmeralda, y una medalla de la Virgen con su cadena carcomida por el salitre.
Esa fue la primera mención del tesoro que Florentino Ariza le hizo a Fermina Daza en una carta que le mandó a Fonseca poco antes de su regreso. La historia del galeón hundido le era familiar, porque ella le había oído hablar de él muchas veces a Lorenzo Daza, quien perdió tiempo y dinero tratando de convencer a una compañía de buzos alemanes que se asociaran con él para rescatar el tesoro sumergido. Habría persistido en la empresa, de no haber sido porque varios miembros de la Academia de la Historia lo convencieron de que la leyenda del galeón náufrago era inventada por algún virrey bandolero, que de ese modo se había alzado con los caudales de la Corona. En todo caso, Fermina Daza sabía que el galeón estaba a una profundidad de doscientos metros, donde ningún ser humano podía alcanzarlo, y no a los veinte metros que decía Florentino Ariza. Pero estaba tan acostumbrada a sus excesos poéticos, que celebró la aventura del galeón como uno de los mejor logrados. Sin embargo, cuando siguió recibiendo otras cartas con pormenores todavía más fantásticos, y escritos con tanta seriedad como sus promesas de amor, tuvo que confesarle a Hildebranda su temor de que el novio alucinado hubiera perdido el juicio.
Por esos días, Euclides había salido a flote con tantas pruebas de su fábula, que ya no era asunto de seguir triscando aretes y anillos desperdigados entre los corales, sino de capitalizar una empresa grande para rescatar el medio centenar de naves con la fortuna babilónica que llevaban dentro. Entonces ocurrió lo que tarde o temprano había de ocurrir, y fue que Florentino Ariza le pidió ayuda a su madre para llevar a buen término su aventura. A ella le bastó morder el metal de las joyas, y mirar a contraluz las piedras de vidrio, para darse cuenta de que alguien estaba medrando con el candor de su hijo. Euclides le juró de rodillas a Florentino Ariza que no había nada turbio en su negocio, pero no volvió a dejarse ver el domingo siguiente en el puerto de los pescadores, ni nunca más en ninguna parte.
Lo único que le quedó de aquel descalabro a Florentino Ariza, fue el refugio de amor del faro. Había llegado hasta allí en el cayuco de Euclides, una noche en que los sorprendió la tormenta en mar abierto, y desde entonces solía ir por las tardes a conversar con el farero sobre las incontables maravillas de la tierra y del agua que el farero sabía. Ese fue el principio de una amistad que sobrevivió a los muchos cambios del mundo. Florentino Ariza aprendió a alimentar la luz, primero con cargas de leña y luego con tinajas de aceite, antes de que nos Uegara la energía eléctrica. Aprendió a dirigirla y a aumentarla con los espejos, y en varias ocasiones en que el farero no pudo hacerlo se quedó vigilando las noches del mar desde la torre. Aprendió a conocer los barcos por sus voces, por el tamaño de sus luces en el horizonte, y a percibir que algo de ellos le llegaba de regreso en los relámpagos del faro.
Durante el día el placer era otro, sobre todo los domingos. En el barrio de Los Virreyes, donde vivían los ricos de la ciudad vieja, las playas de las mujeres estaban separadas de las de los hombres por un muro de argamasa: una a la derecha y otra a la izquierda del faro. Así que el farero había instalado un catalejo con el cual podía contemplarse, mediante el pago de un centavo, la playa de las mujeres. Sin saberse observadas, las señoritas de sociedad se mostraban lo mejor que podían dentro de sus trajes de baño de grandes volantes, con zapatillas y sombreros, que ocultaban los cuerpos casi tanto como la ropa de calle, y eran además menos atractivos. Las madres las vigilaban desde la orilla, sentadas a pleno sol en mecedoras de mimbre con los mismos vestidos, los mismos sombreros de plumas, las mismas sombrillas de organza con que habían ido a la misa mayor, por temor de que los hombres de las playas vecinas las sedujeran por debajo del agua. La realidad era que a través del catalejo no podía verse más ni nada más excitante de lo que podía verse en la calle, pero eran muchos los clientes que acudían cada domingo a disputarse el telescopio por el puro deleite de probar los frutos insípidos del cercado ajeno.