Cr?nica del rey pasmado
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Felipe IV pide un buen d?a ver a la reina desnuda.
El revuelo que ello provoca en Palacio no es poco, aun siendo la reina qui?n es, o lo que es lo mismo, su propia esposa, pues que los reyes en su lecho quieran verse desnudos, o en pelota picada, no es que no sea asunto privado, es que no lo es, y adem?s, es asunto de Estado.
El reino entero se pone en vilo y el Santo Tribunal de la Santa Inquisici?n convoca urgente reuni?n para decidir qu? es lo que se debe hacer al respecto, si permitir que semejante disparate (pecado mortal) se lleve a cabo o no, pues sabido es por todos que los pecados del rey los paga el pueblo entero y teniendo en cuenta los avatares hist?ricos que por el momento azuzan Espa?a, a saber, el posible desembarco de oro en C?diz para pagar deudas con los genoveses y la inminente batalla en Flandes que hace peligrar la supremac?a del reino espa?ol en el mundo… digamos que el horno no estaba para magdalenas.
El suceso es digno de ser recordado, para tal efecto se escribe la cr?nica de todo cuanto sucede aquellos d?as en Palacio y en la Corte, sin pasar por alto ni el m?s m?nimo detalle ni cuanto personaje aporte, aun siendo poco, vida a esta historia.
Delirante trama que Torrente Ballester nos regala en esta?Cr?nica del rey pasmado?, tan ingeniosa y divertida que dos a?os m?s tarde de ser publicado el libro, en 1991, el cineasta Imanol Uribe decide llevarla a la gran pantalla.
Un libro divertido, asombroso, descripci?n tremenda de aquella Espa?a del siglo XVII, Espa?a de Inquisiciones, comedias, glorias, poetas, de moralistas de medio pelo y fan?ticos de tres al cuarto.
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7.Esta vez, la carroza del padre Almeida se detuvo ante la puerta principal del alcázar. Un soldado de la guardia vino a tenerle el estribo, y quedó tieso mientras el jesuita descendía. Marfisa bajó después, ayudada del padre, y juntos entraron en el zaguán, lleno de nobles emperifollados y de soldados de la guardia. Pasaron entre saludos y miradas curiosas, y empezaron a subir las escaleras: Marfisa no recogió las haldas de los hábitos por no dejar al descubierto los zapatos de hebilla y las medias granate. Estuvo a punto de tropezar, pero logró evitarlo, una de las veces agarrándose al brazo de su compañero. Después entraron en los largos corredores.
Colette se hallaba detrás de la puerta. Abrió y les indicó que pasaran, en silencio. El jesuita le dio las gracias en francés; Marfisa, en castellano. Esperaron en una antesala. Cuando salió la Reina, el jesuita le hizo una reverencia, y Marfisa arrodilló una pierna. La Reina le dijo: «Alzaos.» Mientras la Reina se cubría con un velo, Marfisa tuvo tiempo de examinarla: la halló bonita de cara y gentil de talle, aunque se juzgó más guapa y garrida. No la despreció, ni tampoco sintió envidia, menos aun celos. Echaron a andar: el jesuita delante; Marfisa detrás de la Reina, y así recorrieron pasillos, bajaron escaleras, atravesaron zaguanes. Acaso alguien se haya preguntado quiénes eran, pero nadie les estorbó el camino. Dentro ya de la carroza, quedaron en silencio. No fueron al monasterio, sino a la plaza vecina. A los soldados y a los criados que esperaban la salida del Valido y de su esposa no les preocupó quiénes eran: ¿qué más daba que un clérigo y una monja entrasen en un monasterio en compañía de una dama? El jesuita las acompañó hasta la puerta; besó la mano de la Reina y a Marfisa le dio un lugar y una hora. La Reina quedó a solas con Marfisa, ya dentro de la clausura. No había nadie a la vista. Marfisa, sin decir palabra, se situó delante; la Reina la siguió por el claustro bajo, por el alto, por los pasillos. Al llegar ante la celda de Marfisa, ésta dijo: «Es aquí.» Sacó la llave de la faltriquera y abrió. La celda estaba sombría y fresca. Siempre en silencio, Marfisa encendió las velas de los candelabros, hasta dejar la celda medianamente alumbrada.
La Reina se había desvelado, y la miraba con expectación.
– Señora, yo marcharé en seguida. Ciérrese con llave, y no abra hasta que alguien llame tres veces con los nudillos. Y si Vuestra Majestad me lo permitiera, yo le daría algún consejo.
– ¿Es indispensable?
– No, Majestad, pero quizá fuese conveniente.
– Un consejo, ¿sobre qué?
– Sobre su manera de portarse cuando venga el Rey.
La Reina quedó en silencio y la miró. Marfisa permanecía medio cubierta con el velo.
– ¿Queréis desvelaros, hermana?
Marfisa se descubrió y aguantó la mirada escrutadora de la Reina.
– ¿Sabéis que sois muy bella?
– Eso no importa, Majestad. Lo que importa es que lo que suceda aquí sea para bien del Rey y de la Reina.
La Reina se le acercó y la miró de cerca.
– ¿Y tú sabes lo que va a suceder?
– Porque lo sé es por lo que me atrevo a aconsejaros.
La Reina le puso las manos en los hombros. Marfisa bajó la cabeza. La Reina se la empujó hacia arriba con la mano en la barbilla.
– Mírame. ¿Quién eres?
– Sólo una monja, Majestad.
– ¿Y estuviste casada?
– Tengo experiencia.
– Dime lo que tengas que decirme.
– El Rey es joven, Majestad. Los jóvenes tienen prisa y lo atropellan todo. Sosiéguelo, atrévase a negarse con ternura. Que cada no encierre un sí inmediato. Y olvídese del tiempo que transcurra. Por cierto, ahí hay mantas por si siente frío. Y, en ese cajoncito, media docena de paños blancos y limpios. Le bastará con tres, pero a lo mejor, el santo del día hace un milagro.
La Reina no parecía haberle entendido muy bien.
– ¿Tú sabes que el Rey quiere verme desnuda?
– Lo sabe todo el mundo en la corte y en la villa. Lo sabían ayer. Hoy lo sabrá ya el reino entero.
– ¡Qué vergüenza!
– No, Majestad. Menos algún que otro fraile, todo el mundo lo encuentra natural.
– ¿Y tú?
– Yo la he ayudado a esconderse aquí. Esta celda es mi celda, pero no volveré a ocuparla. Lo más probable es que aquí construyan una capilla al santo o a la santa que convenga.
La Reina no respondió. Miraba alrededor, y su mirada se fijó en el camastro. Marfisa dijo:
– No es digno de unos Reyes, pero no hay otra cosa mejor.
La Reina le tendió la mano, y mientras Marfisa se la besaba, le dio las gracias.
– Que todo salga bien, Majestad. Y cuando encuentre al Rey más contento, entérele de que este monasterio necesita un reloj nuevo. Si espera ya, lo entretendré un poco.
– Sí, pero cúbrete el rostro.
– Las monjas, Majestad, no podemos hablar con un hombre sin llevar la cara cubierta, aunque sea el Rey.
– Sobre todo si es el Rey.
Salió Marfisa. No sabía que a los reyes no se les puede dar la espalda, así que se la dio a la Reina, pero ésta no se fijó o no quiso fijarse. El claustro estaba vacío. Marfisa oyó el ruido de la cerradura. Se arrimó al quicio, y esperó. El Rey tardó todavía unos minutos; se oyeron pasos desorientados, y apareció al fin, allá lejos, como un fantasma delgado y negro, vacilante aún: quizá se hubiera perdido por los pasillos del monasterio. Al divisar a Marfisa, enderezó la figura y caminó con seguridad. Marfisa se había arrodillado, tenía la cabeza inclinada. Vio delante de sus ojos la mano delgada del Rey, y la besó.
– Levantaos.
Quedaron frente a frente: el Rey, larguirucho y un poco asustado; ella, firme, pero con la cabeza gacha.
– Tiene Su Majestad que esperar un poco.
– ¿Está la Reina dentro?
– Sí, pero acaba de entrar.
– ¿Y por qué tengo que esperar?
– Siempre conviene, señor, dar tiempo a los demás. Las cosas hay que hacerlas con calma.
– ¿A qué cosas te refieres?
– A todas, Majestad. Yo sé lo que son las mujeres. Prefieren esperar y ser deseadas. Su Majestad debe ser tierno y cauteloso, no darse prisa. Una mujer, por muy reina que sea, no se entrega a la primera, y me atrevería a decir a Vuestra Majestad que, después de que entre en esa celda, no habrá rey ni reina, sino una mujer y un hombre. Que sean esposos es lo de menos. El amor no sabe de leyes ni de bendiciones.
– ¿Por qué me dices eso?
– Porque me han ordenado que se lo diga.
– ¿Y te han dicho algo más?
– Sí, Majestad. Que actúe poco a poco, que se porte con comedimiento y que no se desanime si la Reina hace remilgos. Todo eso forma parte del ritual.
– No será porque la han prevenido en contra.
– ¿Su Majestad no saca consecuencias del hecho de que la Reina le espere aquí?
– Tienes razón. ¿Cómo hago para entrar?
– Espere un poco, acabo de decirle. Y también le aconsejé comedimiento. Esa prisa quiere decir que no me ha hecho caso.
– A un rey le cuesta caro obedecer.
– ¿Y qué hace Vuestra Majestad sino obedecer constantemente? Al Valido, a los amigos, a las leyes del reino. Debe estar acostumbrado.
– Otra vez tienes razón.
Se apartó un poco de Marfisa, se acercó a la puerta de la celda y aplicó el oído.
– No se oye nada.
– Las mujeres, señor, solemos desnudarnos en silencio.
– ¿Crees que se habrá desnudado?
– ¿Para qué, si no, han venido Vuestras Majestades a este lugar tan incómodo? ¿Y no era eso lo que Vuestra Majestad pretendía?
– Lo sabe demasiada gente.
– Lo sabe todo el mundo, hasta yo.
Marfisa no se había movido y mantenía la cabeza baja.
– Me gustaría saber cuándo hablas por ti misma y cuándo dices lo que te ordenaron.
– Van mezclados, señor, los dictados.
– ¿Puedo verte la cara?
– Lo prohíbe la regla.
– Pero yo soy el Rey.
– Sí, Majestad, pero la regla es cosa de Dios.
El Rey apartó la mano que encaminaba al velo.
– Eso dicen… -Volvió a escuchar, el Rey, a través de la puerta-. Ya debe de haber terminado, ¿no crees?
– En ese caso, señor, va mi último consejo: sea cariñoso y lento, y no olvide que quien le acompaña en el lecho es un ser de carne y hueso, pero, sobre todo, de carne.
– ¿Y quién te dijo esas cosas?
– Un pajarito, Majestad.
Marfisa empujó al Rey suavemente hacia la puerta.
– Dé tres golpes con los nudillos. Le abrirán… Que haya suerte.
Se apartó y corrió por el claustro hasta perderse. El Rey la vio marchar, y juraría haber descubierto, entre el vuelo de la falda, unos zapatos de hebilla y unas medias granate, y sólo después de que ella hubo desaparecido, llamó a la puerta de la celda.
– Entra.
9.Dieron las doce en algún reloj cercano. El padre Almeida atravesó la puerta del palacio de la Santa. «Su Excelencia le espera», le dijo el portero al abrirle. Recorrió pasillos y claustros con la teja en la mano. El fámulo que le precedía se detuvo. «Es aquí», y abrió sin llamar. El padre Almeida se halló en una antesala donde dos criados que esperaban se pusieron de pie.
– Por aquí, padre, haga Su Merced el favor.
Atravesó la puerta. El Gran Inquisidor le esperaba ante su ración de clarete frío, mediada ya la copa etrusca.
– Es usted puntual, padre.
– Su Excelencia me dijo que a las doce.
– Y las doce son. Venga conmigo.
Lo llevó a una habitación vecina, donde la mesa se había puesto como para la comida de dos Reyes; tales eran los relumbres del cristal y de la plata: por el zócalo de Talavera corrían monstruos azules sobre fondo amarillo, dragones de lengua florida y colas arbóreas, enlazadas unas a otras en una repetición avocada a lo infinito. El Gran Inquisidor señaló al jesuita un asiento.
– Obedezco, Excelencia -y se sentó.
El Gran Inquisidor lo hizo inmediatamente después.
– ¡Vaya tiempo que se nos ha echado encima!
– Sí, Excelencia. Tenemos ya ahí el invierno.
– Y Su Paternidad, ¿cuándo piensa marcharse?
– Mejor hoy que mañana.
– Va a encontrarse las lluvias, nada más pasado el Pirineo.
– También cuento con la nieve.
– ¿Y el peligro?
– Ése, Excelencia, es el compañero de mi misión.
– Sin embargo, en algún lugar se encontraría usted a cubierto. ¿Qué le parece Roma?
– No me atrae. Prefiero las brumas y los peligros de Londres.