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Los subterr?neos

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Los subterr?neos
Название: Los subterr?neos
Автор: Kerouac Jack
Дата добавления: 16 январь 2020
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Los subterr?neos - читать бесплатно онлайн , автор Kerouac Jack

"Los subterr?neos" es una de las mejores novelas de Jack Kerouac; en ella se precisa su voluntad de llevar a cabo una suerte de autobiograf?a literaria que ser?, al propio tiempo, una cr?nica legendaria de la generaci?n beat. En efecto, casi todo es aqu? relato autobiogr?fico, «fraseado» con ese inimitable estilo sincopado que aprendi? escuchando en el Minton?s de Nueva York a los grandes del bop. Al igual que Charlie Parker, Kerouac improvisa en torno a un tema, y escribe de la manera m?s flexible, adapt?ndose en cada episodio a las resonancias que le sugiere el momento. La novela transcurre en San Francisco, ciudad a la que Kerouac lleg? en 1953, antes de alcanzar la fama, y es un fresco de d?as y de noches habitadas por el jazz, el alcohol y las drogas, cabalgando entre la desesperaci?n absoluta y las ilusiones m?s descabelladas, al hilo de una estremecedora historia de amor: la del escritor Leo Percepied (una nueva encarnaci?n de Kerouac) y una muchacha negra, Mardou Fox, «el ?ngel negro, desesperado y sombr?o, de este mundo subterr?neo de Frisco»

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Mientras duermo tos tres se van (hacen bien) a la playa, en el coche de Sand, a treinta kilómetros de la casa; los muchachos se zambullen, nadan, Mardou se pasea por las orillas de la eternidad, mientras sus pies y los dedos de sus pies que yo tanto amo se imprimen en la arena clara, pisando las conchillas y las anémonas y las algas secas y empobrecidas, lavadas por las mareas y el viento que le despeina el cabello corto, como si la Eternidad se hubiera encontrado con Heavenly Lañe (así se me ocurrió mientras estaba en la cama). (Al imaginarla por otra parte paseándose sin rumbo, con una mueca de aburrimiento, sin saber qué hacer, abandonada por Leo el Sufriente, y realmente sola e incapaz de conversar acerca de todos los fulanos, menganos y zutanos de la historia del arte con Bromberg y Sand, ¿qué podía hacer?) Por lo tanto, cuando regresan, Mardou viene a verme (después de una visita preliminar de Bromberg, que sube como un loco la escalera y abre la puerta de golpe diciéndome «Despiértate Leo, no pensarás pasarte todo el día durmiendo, estuvimos en la playa, realmente hubieras debido venir con nosotros»). «Leo», me dice Mardou, «no quise dormir contigo porque me desagradaba la idea de despertarme en la cama de Bromberg a las siete de la noche, habría sido realmente superior a mis fuerzas, no estoy en condiciones…», refiriéndose a su cura psicoanalítica (que por otra parte había dejado completamente de lado, por pura parálisis y por culpa mía, de mi grupo y del alcohol), su incapacidad de hacer frente a las situaciones, el peso inmenso y en los últimos tiempos aplastante de la locura, y el temor a la misma locura que aumentaba constantemente con esta vida horrible y desordenada y esta aventura conmigo, casi sin amor; eran todos buenos motivos para no querer despertarse horrorizada por el dolor de cabeza y los efectos de la borrachera en la cama de un desconocido (un desconocido amable pero de todos modos no exageradamente acogedor) al lado del pobre Leo incapaz. De pronto la miré, no tanto para escuchar estas pobres súplicas verdaderas, sino para buscar en sus ojos esa luz que había brillando sobre Yuri, y no era culpa suya si brillaba sobre todo el mundo todo el tiempo, mi luz de amor…

«¿Lo dices sinceramente?» («Dios santo, me asustas», me dijo más tarde, «me haces pensar de repente que he sido dos personas al mismo tiempo, y que te he traicionado de algún modo, con una persona, y que la otra persona… realmente me asustaste…») Pero al mismo tiempo que le pregunto esto, «¿Lo dices sinceramente?», el dolor que siento es tan grande, acaba de despertarse tan fresco de ese tremendo sueño sin sentido («Dios tiene por norma hacer que nuestras vidas sean menos crueles que nuestros sueños», una cita que vi el otro día Dios sólo sabe dónde), sintiendo todo esto y rememorando otros horrendos despertares alcohólicos en casa de Bromberg, y todos los despertares alcohólicos de mi vida, pensando por fin: «Viejo, éste es el verdadero principio del fin, más allá de esto no se puede ir, hasta qué punto tu carne positiva puede tolerar más vaguedad, y hasta cuándo podrá mantenerse positiva, si tu psique insiste en martillar sobre tu carne; viejo, vas a morir; cuando los pájaros se vuelven tristes, ésa es la señal…» Y pienso cosas peores todavía, la visión de mis libros abandonados, mi bienestar (nuevamente el supuesto bienestar) destruido, mi cerebro ya irremediablemente dañado, mis proyectos de trabajar en el ferrocarril, ¡oh, Dios santo!, el ejército entero de las cosas y de absurdas ilusiones y la entera historia y locura que erigimos en lugar del amor único, llevados por nuestra tristeza; pero ahora que Mardou se inclina sobre mi rostro, cansada, solemne, sombría, capaz (mientras juega con los lunares mal afeitados de mi barbilla) de penetrar con la mirada a través de mi carne hasta el fondo de mi horror, y capaz también de sentir cada una de las vibraciones de dolor y de inutilidad que emito, lo cual por otra parte queda atestiguado por el hecho de que ya haya reconocido mi «¿Lo dices sinceramente?», la profundísima y remota llamada del fondo… «Querido, volvamos a casa».

«Tendremos que esperar hasta que se vaya Bromberg, tomar el tren con él supongo…» Por lo tanto me levanto, paso al cuarto de baño (donde ya estuve mientras ellos paseaban por la playa, demorándome en fantasías sexuales, recordando la otra vez, en ocasión de otro fin de semana pasado en casa de Bromberg, más loco aún que éste, y hace mucho tiempo, con la pobre Annie que se había hecho rizar el cabello y no tenía ni rastro de maquillaje en la cara, y Leroy, el pobre Leroy que estaba en el cuarto de al lado preguntándose qué estaría haciendo allí dentro su mujer, el pobre Leroy que más tarde vimos partir desesperadamente en el coche y perderse en la noche, cuando comprendió lo que estábamos haciendo en el cuarto de baño; recordando por lo tanto en mi propia carne el sufrimiento que le debo haber causado a Leroy esa mañana, por dar una breve satisfacción a ese gusano y esa serpiente que se llama sexo), paso al cuarto de baño, me lavo y bajo, tratando de parecer alegre.

Pero todavía me resulta imposible mirar a Mardou directamente a los ojos, percibiendo, en el fondo de mi corazón, «¿Oh, por qué lo habrás hecho?», desesperado, la profecía de lo que habrá de ocurrir.

Como si no fuera suficiente, fue la noche de ese mismo día cuando tuvo lugar la gran fiesta en casa de Jones, o sea la noche que me escapé del taxi de Mardou y la abandoné a los azares de la guerra, la guerra que el hombre Yuri sostiene contra el hombre Leo, uno contra otro. Para empezar, Bromberg empieza a llamar por teléfono, a recolectar regalos de cumpleaños y a prepararse para tomar el autobús y alcanzar el viejo 151 de las 16.47 a San Francisco; Sand nos lleva en el coche (un grupo de lamentable aspecto, realmente) hasta la parada del autobús, donde bebemos una copa de despedida en el bar de enfrente, mientras Mardou, que ahora se avergüenza no sólo de su persona sino también de la mía, se queda en el asiento de atrás del coche (aunque exhausta) pero en la plena luz de la tarde, con la excusa de cerrar los ojos por lo menos un momento; pero en realidad, tratando de imaginarse cómo puede hacer para escapar de la trampa que la aprisiona, de la Cual yo podría ayudarla a librarse, sin embargo, si me dieran una oportunidad solamente; en el bar, me asombro entre paréntesis de oír a Bromberg que sigue, como si no pasara nada, con vociferantes e incesantes comentarios sobre pintura y literatura, y hasta (por increíble que parezca) anécdotas homosexuales, sin preocuparse de la presencia de la gente de campo, los adustos granjeros del valle de Santa Clara alineados delante del mostrador; este Bromberg no tiene la menor idea del fantástico efecto que produce entre la gente ordinaria; y Sand se divierte, en realidad también él es bastante llamativo; pero éstos son detalles sin importancia. Salgo a la calle para anunciarle a Mardou que hemos decidido tomar el tren siguiente, porque tenemos que volver a la casa a buscar un paquete olvidado, lo que para ella no es más que otra manifestación del círculo vicioso de inanidad en que giramos todos, y recibe la noticia con expresión solemne; ¡ah, mi amor, mi perdido tesoro! (una palabra pasada de moda); si hubiera sabido entonces lo que sé ahora, en vez de volver al bar, para seguir conversando, en vez de mirarla con aire ofendido, etcétera, en vez de dejarla allí abandonada en el tétrico mar del tiempo, olvidada y no perdonada todavía por el pecado del mar del tiempo, habría entrado en el automóvil, le habría tomado la mano, le habría prometido mi vida y mi protección, «Porque te amo y por ningún otro motivo»; pero en realidad, muy lejos de haber comprendido completa y definitivamente este amor, todavía me encontraba en plena duda, empezaba apenas a emerger de la duda que me atenazaba. Por fin llegó el tren; era el 153 de las 17.31; después de todas nuestras demoras, subimos, e iniciamos el viaje hacia la ciudad, atravesando todo el barrio sur de San Francisco, pasando cerca de mi casa, de frente en nuestros asientos, mientras pasábamos junto a los grandes depósitos de Bayshore y yo alegremente (tratando de mostrarme alegre) les enseñaba un vagón de carga que golpeaba contra otro, y los desechos de lata temblando en la lejanía, qué divertido; pero el resto del tiempo iba tétrico y adusto bajo la mirada fija de mis dos compañeros, para decir por fin, «Realmente me parece que debo de tener una nariz cada vez más rara», cualquier cosa que me pasara por la imaginación, para aliviar la tensión de lo que en realidad me mantenía al borde de las lágrimas; aunque a grandes rasgos los tres estábamos tristes, viajando juntos en ese tren hacia el aturdimiento, el horror, la posible bomba de hidrógeno. Habiéndonos finalmente despedido de Austin en una esquina llena de gente y tráfico, en la calle Market, para perdernos Mardou y yo entre las vastas multitudes tristes y malhumoradas, en una masa confusa, como si de pronto nos hubiéramos perdido en la concreta manifestación física del estado mental en que ambos nos encontrábamos desde hacía dos meses, ni siquiera dándonos la mano pero abriéndonos paso ansiosamente a través de la muchedumbre (como si lo importante hubiera sido salir pronto de esa odiosa confusión) pero en realidad porque yo estaba demasiado «herido» para darle la mano y recordando (ahora más dolorosamente) su insistencia habitual en la conveniencia de no darle la mano en la calle porque la gente podía pensar que era una cualquiera; para terminar, en la triste y espléndida tarde perdida, doblando por la calle Price (¡oh, calle Price del destino!) en dirección a Heavenly Lañe, entre los niñitos, entre las jovencitas mexicanas flexibles y bonitas, cada una de las cuales me hacía pensar, con desdén «¡Ah!, como mujeres son casi todas mucho mejores que Mardou, me bastaría acercarme a una de éstas… pero ¡oh, oh!» Ninguno de los dos hablaba mucho, y en los ojos de Mardou se leía tanta pena, en esos mismos ojos en cuyo fondo, en otros tiempos, yo había vislumbrado ese calor de india que al principio me había inducido a decirle, una noche feliz a la luz de las velas: «Tesoro, lo que veo en tus ojos es una vida de cariño, no solamente por lo que hay en ti de india, sino también porque siendo en parte negra eres en cierto modo la mujer primera, esencial, y por lo tanto la más originalmente y la más completamente afectuosa y maternal»; en ellos leo ahora también la pena, que será una adición, un humor perdido, propio de la otra raza, la estadounidense. «El Edén está en África», yo le había dicho una vez; pero ahora, bajo el influjo de mi odio herido desviando de sus ojos la mirada, mientras recorremos la calle Price, cada vez que veo una muchacha mexicana o una negra me digo, «arrastradas, son todas iguales, siempre tratando de engañarnos y de robarnos», rememorando todas las relaciones que en el pasado he tenido con ellas; y Mardou intuye estas ondas de hostilidad que emergen de mi persona, y calla.

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