Los subterr?neos
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"Los subterr?neos" es una de las mejores novelas de Jack Kerouac; en ella se precisa su voluntad de llevar a cabo una suerte de autobiograf?a literaria que ser?, al propio tiempo, una cr?nica legendaria de la generaci?n beat. En efecto, casi todo es aqu? relato autobiogr?fico, «fraseado» con ese inimitable estilo sincopado que aprendi? escuchando en el Minton?s de Nueva York a los grandes del bop. Al igual que Charlie Parker, Kerouac improvisa en torno a un tema, y escribe de la manera m?s flexible, adapt?ndose en cada episodio a las resonancias que le sugiere el momento. La novela transcurre en San Francisco, ciudad a la que Kerouac lleg? en 1953, antes de alcanzar la fama, y es un fresco de d?as y de noches habitadas por el jazz, el alcohol y las drogas, cabalgando entre la desesperaci?n absoluta y las ilusiones m?s descabelladas, al hilo de una estremecedora historia de amor: la del escritor Leo Percepied (una nueva encarnaci?n de Kerouac) y una muchacha negra, Mardou Fox, «el ?ngel negro, desesperado y sombr?o, de este mundo subterr?neo de Frisco»
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La vez que la acompañé, una mañana, amplia, suave y seca como la meseta mexicana o Arizona, a su cita con el psicoanalista en el hospital, por el Embarcadero, negándonos a tomar el autobús, tomados de la mano; yo iba orgulloso, pensando «En México la verán así, exactamente, y no habrá un alma que sepa que no soy un indio, santo Dios, y así será por mucho tiempo», y señalándole la pureza y la claridad de las nubes le digo: «Igual que en México, querida, ¡oh, verás cómo te gustará!», y subimos por la avenida llena de gente hasta el enorme hospital melancólico de ladrillos; hemos convenido que de allí me voy a casa, pero ella no se decide a dejarme, con una sonrisa triste, una sonrisa de amor, hasta que por fin cedo y acepto esperarla hasta que salga, porque su entrevista con el médico dura unos veinte minutos; la veo alegre y feliz precipitarse hacia la entrada que ya habíamos dejado atrás en nuestro vagabundeo indeciso, porque ya estaba a punto de renunciar a la visita al analista; hombres, amor, no se vende, mi premio, posesión, que nadie se entrometa, si no recibirá un golpe en el estómago, una bota alemana en la trompa, soy un canadiense con un hacha, clavaré a todos estos poetas insectos sobre alguna muralla de Londres, aquí mismo donde estoy, explicados. Y mientras espero que salga, me siento al lado del agua, sobre la grava casi mexicana, la hierba y las casas de apartamentos de hormigón armado; saco mi cuaderno de apuntes y describo con palabras difíciles la silueta del horizonte y la bahía, incluyendo una breve mención del hecho grandioso del inmenso universo total con sus infinitos planos, desde la Standard Oil arriba hasta el muelle abajo con las chabolas donde los viejos marineros sueñan la diferencia que hay entre hombre y hombre, la diferencia tan enorme entre las preocupaciones de los presidentes de compañía en sus rascacielos y los lobos de mar en el puerto y los psicoanalistas en sus salitas sofocantes dentro de inmensos edificios hoscos, llenos de cadáveres en la morgue del sótano y de locas en las ventanas; con la esperanza de inducir de este modo a Mardou a reconocer el hecho de que el mundo es inmenso y que el psicoanálisis no es más que un medio muy limitado de explicarlo, ya que solamente rasca la superficie, o sea análisis, causa y efecto, por qué en vez de qué; y cuando sale se lo leo, no le causa mucha impresión pero me ama, me da la mano mientras volvemos por el Embarcadero a casa, y cuando la dejo en la esquina de la Tercera y Townsend en medio de la tarde clara y cálida me dice: «¡Oh, qué rabia me da separarme de ti, realmente te extraño, ahora, cuando no estoy contigo!» «Pero tengo que volver a casa, para preparar la cena antes de que llegue mi madre, y escribir, pero querida vuelvo mañana, recuérdalo, a las diez en punto.» Y al día siguiente, en cambio, llego a medianoche.
La vez que nos pusimos a temblar mientras hacíamos el amor y ella me dijo «De repente me sentí perdida», y se perdió en efecto conmigo, aunque sin terminar, ella, pero frenética en mi frenesí (la obnubilación de los sentidos de Reich); y cómo le gustó; todas nuestras lecciones en la cama, le explico cómo soy, me explica cómo es ella, trabajamos, gemimos, cantamos bop; nos quitamos toda la ropa y nos arrojamos uno sobre el otro (y siempre su paseíto al lavabo, para colocarse el diafragma, mientras la espero conteniéndome y diciendo estupideces y ella se ríe y hace correr el agua) luego se me acerca atravesando el Jardín del Edén y yo extiendo los brazos y la hago acostar a mi lado en la cama blanda, atraigo hacia mí su cuerpecito y lo siento caliente, y más caliente todavía su parte caliente, beso sus pechos marrones, los dos, beso sus hombros amorosos; y mientras ella hace «ps ps ps» constantemente con los labios, ruiditos de besos aunque en realidad no existe ningún contacto entre sus labios y mi cara salvo cuando, por casualidad, mientras estoy haciendo alguna otra cosa, mi cara pasa junto a la suya y sus besitos «ps ps» hacen por fin contacto y son tan tristes y tan suaves como cuando no lo hacen; es su pequeña letanía de la noche; y cuando se siente mal y estamos preocupados, entonces me atrae hacia sí, sobre su brazo, sobre el mío; se pone al servicio de la loca bestia irreflexiva; me paso largas noches, muchas horas haciendo de todo, finalmente la poseo, rezo para que le venga, la oigo respirar cada vez más ansiosamente, espero sin esperanza, ya va a ocurrir, de pronto un ruido en el vestíbulo (o el ruido de los borrachos en el apartamento de al lado) la distrae y no consigue terminar y se ríe; pero cuando le viene entonces la oigo llorar, gemir, el tembloroso orgasmo eléctrico femenino la convierte en una niñita que llora, que gime en la noche, dura por lo menos veinte segundos, y cuando ya ha terminado se queja, «¡Oh, por qué no podrá durar un poco más!», y «¡Oh, cuándo te vendrá a ti al mismo tiempo que a mí!» «Pronto, me parece», le digo, «te estás acercando cada vez más», sudando contra ella en la triste cálida San Francisco con sus malditas viejas chabolas que mugen frente al puerto cuando llega la marea, vum, vuum, y las estrellas que titilan sobre el agua frente a la punta de la escollera donde uno se imagina que los pistoleros arrojan sus cadáveres dentro de bloques de cemento, o ratas, o La Sombra; mi pequeña Mardóu que yo amo, que no ha leído nunca mis obras inéditas, solamente la primera novela, que tiene bastante coraje pero escrita en una prosa bastante mediocre para decir la verdad, y ahora que la poseo, extenuado por el sexo, sueño con el día en que leerá las grandes obras que yo habré escrito y me admirará, recordando la vez que Adam dijo tan inesperadamente en la cocina de su casa: «Mardou, ¿qué piensas realmente de Leo y de mí como escritores, nuestra posición en el mundo, en el tiempo?», y se lo preguntaba sabiendo que sus ideas están en muchos sentidos más o menos de acuerdo con las de los subterráneos, que le inspiran admiración y temor, y cuya opinión aprecia con asombro; pero Mardou en realidad no contestó sino que eludió la pregunta, pero este viejo que vive en mí proyecta grandes libros famosos para dejarla atónita; tantos buenos momentos, tantas cosas maravillosas que vivimos juntos, y otras también que ahora en el calor de mi frenesí olvido, pero decirlas todas, todas, los ángeles las conocen todas y las registran en sus libros…
Aunque si pienso en los malos momentos… tengo una lista de malos momentos que compensa la de los buenos (las pocas veces que fui bueno con ella y como debía ser), lo bastante como para arruinarlo todo; cuando apenas iniciado nuestro amor llegué tres horas tarde, que son muchas horas de retraso para dos amantes recientes, y por lo tanto protestó, se asustó, se puso a dar vueltas alrededor de la iglesia con las manos en los bolsillos, haciéndose mala sangre, buscándome en la niebla del amanecer, y yo bajé corriendo (al ver su notita que decía «Bajé para ver si te encuentro»), (en la inmensa San Francisco, ese norte y sur, este y oeste de desolación sin alma y sin amor que ella había divisado desde lo alto de la cerca, todos esos hombres incontables con sombreros, que suben a los autobuses y no les importa nada la muchacha desnuda sobre la cerca, ¿por qué?), y cuando la vi, yo también corriendo, ansioso por encontrarla, le abrí los brazos a cinco manzanas de distancia…
El momento peor, casi el peor de todos, cuando una llamarada roja me atravesó el cerebro: yo estaba sentado con ella y con Larry O'Hara en el cuarto de éste, habíamos estado bebiendo borgoña francés y haciendo un poco de música, se hablaba ya no sé de qué cosa, yo tenía una mano sobre la rodilla de Larry y gritaba: «Pero, ¡escuchadme, escuchadme un momento!» con tantas ganas de explicarles mi punto de vista que mi voz dejaba traslucir una inmensa y loca súplica, y Larry totalmente absorto en lo que Mardou está diciendo al mismo tiempo, y alimentando con palabras sueltas su diálogo, y en el vacío que sigue a la llamarada me levanto repentinamente de un salto y trato vanamente de abrir la puerta, uf, está cerrada con la cadena interior, hago correr la cadena, abro de un tirón la puerta y me zambullo en el pasillo, bajo las escaleras con toda la velocidad que me permiten mis zapatos con suela de goma, veloces suelas de ratero, pat patapat, piso tras piso van girando en torno de mí mientras yo giro en torno del hueco de la escalera, dejándolos a los dos con la boca abierta allí arriba; luego llamo por teléfono, media hora después me encuentro con Mardou en la calle, a tres manzanas de la casa; no hay esperanza.
Y también la vez que decidimos que yo debía darle algún dinero para comprar algo de comer, dije que iría a casa a buscarlo y se lo traería y me quedaría un rato; pero en esa época estaba tan lejos todavía del amor, y me fastidió, no solamente su conmovedora petición de dinero sino también la duda, la vieja duda de siempre, por lo tanto entro con violencia en su cuarto, está Alice su amiga, lo que me sirve de excusa (porque Alice es más silenciosa que una pared, desagradable y rara, y nadie le gusta) para dejar los dos billetes sobre los platos de Mardou en la fregadera de la cocina, le doy un beso rápido en el lóbulo de la oreja, le digo «Vuelvo mañana», y me voy, siempre corriendo, sin siquiera preguntarle si está de acuerdo, como una prostituta que me hubiera pedido los dos dólares después de haber hecho el amor, y yo me hubiera ofendido.
Qué claramente nos damos cuenta de cuándo nos estamos volviendo locos; la mente se sume en el silencio, físicamente no ocurre nada, la orina se acumula en la vejiga, las costillas se contraen.
Un mal momento, la vez que me preguntó: «¿Qué piensa realmente de mí Adam? No me lo has dicho nunca, sé que no está muy contento de vernos juntos pero…» y yo le dije más o menos lo que me había dicho Adam, cosas de las cuales no debería en absoluto haberle hablado para no turbar su tranquilidad de espíritu, «Dijo que era solamente una cuestión social suya personal, que no quería tener historias de amor contigo porque eres una negra», y otra vez sentí su pequeño choque telepático que me llegaba a través de la habitación; la hirió profundamente. Me pregunto qué motivo habré tenido para decírselo.
La vez que vino su vecino, tan cordial, el joven escritor John Golz (se pasa ocho horas al día, con toda aplicación, escribiendo cuentos para revistas, admira a Hemingway, a menudo da de comer a Mardou; es un simpático muchacho de Indiana y no tiene malas intenciones y por cierto no es un viperino, tortuoso, interesante subterráneo, sino un tipo jovial y de cara franca, juega con los chicos en el patio, imagínense) vino a visitar a Mardou, yo estaba solo (no sé ya por qué motivo, Mardou estaba en el bar como habíamos establecido de común acuerdo, la noche que salió con un muchacho negro que no le gustaba mucho, pero sólo por divertirse, y le dijo a Adam que había aceptado porque quería tratar de hacer el amor otra vez con un muchacho negro, para probar, lo que me dio muchos celos, pero Adam dijo: «Si me dijeran, si le dijeran que estuviste con una muchacha blanca para ver si podías todavía hacer el amor con una blanca, te aseguro que se sentiría halagada, Leo»); esa noche, yo estaba en su cuarto esperando, leyendo, cuando llegó el joven John Golz a pedir cigarrillos prestados y al ver que yo estaba solo quiso conversar un rato de literatura: «Bueno, yo diría que la cosa más importante es la capacidad de selección»; yo exploté y le dije: «Ah, no me vengas con todas esas frasecitas de escuela secundaria que ya he oído mil veces, mucho antes de que tú hubieras nacido, casi; por el amor de Dios, realmente, vamos, hazme el favor de decir algo interesante y nuevo sobre el tema», desconcertándolo, de mal humor, por motivos sobre todo de irritación, y porque parecía tan indefenso y por lo tanto uno sabía que podía gritarle sin peligro de que contestara, lo que por supuesto era cierto; le puse en ridículo, aunque era su amigo, y estuve bastante mal; no, el mundo no es un lugar adecuado para este tipo de actividades, ¿y qué haremos?, ¿y dónde?, ¿cuándo?, ua ua ua, el bebé llora en el estrépito de mi medianoche.