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Aura

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Aura
Название: Aura
Автор: Fuentes Carlos
Дата добавления: 16 январь 2020
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Aura читать книгу онлайн

Aura - читать бесплатно онлайн , автор Fuentes Carlos

La acci?n narrada en Aura (1962), la novela de Carlos Fuentes a que me deseo referir (5), constituye aparentemente un proceso de reencuentro con la historia. El protagonista, Felipe Montero, un historiador de 27 a?os, se desplaza desde un espacio exterior y perif?rico, en el que prevalecen las apariencias superficiales y las m?scaras -el de la moderna Ciudad de M?xico, cotidiana, alienante- hacia otro espacio interior y central, en el que supuestamente descubre una realidad esencial- la Ciudad de M?xico colonial, hist?rica, representada por la calle Donceles, en la que se encuentra la casa de la anciana Consuelo, con el n?mero 815.(6) Sin embargo, si se lee la novela atendiendo a su elaboraci?n simb?lica, el mencionado reencuentro se traduce en una efectiva regresi?n en la que el pasado, del que es portadora la anciana Consuelo, se apodera del presente, representado por el joven historiador. Ni las hechicer?as de aqu?lla ni la juventud de Felipe, son suficientes para revitalizar a una situaci?n de encierro est?ril, en la que el pasado, convocado por el presente, termina por apoderarse de ?ste ?ltimo hasta identificarse con ?l.

La imagen de la bruja metaforiza en Aura las contradicciones de la memoria hist?rica latinoamericana, especialmente el anquilosamiento que le produce su incapacidad de introspecci?n.

La historia que se relata en Aura, aunque vincula los poderes de la bruja con el conocimiento de la naturaleza y la b?squeda del amor eterno, conduce a los protagonistas a un estado de encierro, asfixia y esterilidad.

La historia que conduce a esta situaci?n es de amor: en ella dos amantes se vuelven a unir, superando las barreras del tiempo y de la muerte.

Se la ha interpretado como la narraci?n de una aventura interior, que puede ocurrir tanto en la imaginaci?n de Felipe como en la de Consuelo. Quien propone que la historia no es otra cosa que un sue?o de Consuelo, interpreta a este personaje como a una anciana demente a causa de su propia esterilidad y temor a la senectud, que en su delirio recuperar?a a su amado por medio de la imaginaci?n. Las dos interpretaciones se fundamentan en marcas textuales muy precisas que permiten atribuir el relato a uno u otro de los dos personajes.

El ep?grafe, tomado de La sorci?re de Michelet, es uno de los elementos que inducen a afirmar que la historia narrada es producto de la imaginaci?n de la anciana Consuelo:

El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sue?a, es la madre de la fantas?a, de los dioses. Posee la segunda visi?n, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginaci?n… Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer…

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– Quizás, señora, seria mejor que no la importunara. Yo puedo seguir viviendo donde siempre y revisar los papeles en mi propia casa…

– Mis condiciones son que viva aquí. No queda mucho tiempo.

– No se…

– Aura…

La señora se moverá por la primera vez desde que tu entraste a su recamara; al extender otra vez su mano, tu sientes esa respiración agitada a tu lado y entre la mujer y tu se extiende otra mano que toca los dedos de la anciana. Miras a un lado y la muchacha esta allí, esa muchacha que no alcanzas a ver de cuerpo entero porque esta tan cerca de ti y su aparición fue imprevista, sin ningún ruido -ni siquiera los ruidos que no se escuchan pero que son reales porque se recuerdan inmediatamente, porque a pesar de todo son mas fuertes que el silencio que los acompaño-.

– Le dije que regresaría…

– ¿Quien?

– Aura. Mi compañera. Mi sobrina.

– Buenas tardes.

La joven inclinara la cabeza y la anciana, al mismo tiempo que ella, remedara el gesto.

– Es el señor Montero. Va a vivir con nosotras

Te moverás unos pasos para que la luz de las veladoras no te ciegue. La muchacha mantiene los ojos cerrados, las manos cruzadas sobre un muslo: no te mira. Abre los ojos poco a poco, como si temiera los fulgores de la recamara. Al fin, podrás ver esos ojos de mar que fluyen, se hacen espuma, vuelven a la calma verde, vuelven a inflamarse como una ola: tu los ves y te repites que no es cierto, que son unos hermosos ojos verdes idénticos a todos los hermosos ojos verdes que has conocido o podrás conocer. Sin embargo, no te engañas: esos ojos fluyen, se transforman, como si te ofrecieran un paisaje que sola tu puedes adivinar y desear.

– Si. Voy a vivir con ustedes.

LA ANCIANA SONREIRA, INCLUSO REIRA CON SU TIMBRE agudo y dirá que le agrada tu buena voluntad y que la joven te mostrara tu recamara, mientras tu piensas en el sueldo de cuatro mil pesos, el trabajo que puede ser agradable porque a ti te gustan estas tareas meticulosas de investigación, que excluyen el esfuerzo físico, el traslado de un lugar a otro, los encuentros inevitables y molestos con otras personas. Piensas en todo esto al seguir los pasos de la joven -te das cuenta de que no la sigues con la vista, sino con el oído: sigues el susurro de la falda, el crujido de una tafeta- y estas ansiando, ya, mirar nuevamente esos ojos. Asciendes detrás del ruido, en medio de la oscuridad, sin acostumbrarte aún a las tinieblas: recuerdas que deben ser cerca de las seis de la tarde y te sorprende la inundación de luz de tu recamara, cuando la mano de Aura empuje la puerta

– otra puerta sin cerradura- y en seguida se aparte de ella y te diga:

– Aquí es su cuarto. Lo esperamos a cenar dentro de una hora.

Y se alejara, con ese ruido de tafeta, sin que hayas podido ver otra vez su rostro.

Cierras -empujas- la puerta detrás de ti y al fin levantas los ojos hacia el tragaluz inmenso que hace las veces de techo. Sonríes al darte cuenta de que ha bastado la luz del crepúsculo para cegarte y contrastar con la penumbra del resto de la casa. Pruebas, con alegría, la blandura del colchón en la cama de metal dorado y recorres con la mirada el cuarto: el tapete de lana roja, los muros empapelados, oro y oliva, el sillón de terciopelo rojo, la vieja mesa de trabajo, nogal y cuero verde, la lámpara antigua, de quinqué, luz opaca de tus noches de investigación, el estante clavado encima de la mesa, al alcance de tu mano, con los tomos encuadernados. Caminas hacia la otra puerta y al empujarla descubres un baño pasado de moda: tina de cuatro patas, con florecillas pintadas sobre la porcelana, un aguamanil azul, un retrete incomodo. Te observas en el gran espejo ovalado del guardarropa, también de nogal, colocado en la sala de baño. Mueves tus cejas pobladas, tu boca larga y gruesa que llena de vaho el espejo; cierras tus ojos negros y, al abrirlos, el vaho habrá desaparecido. Dejas de contener la respiración y te pasas una mano por el pelo oscuro y lacio; tocas con ella tu perfil recto, tus mejillas delgadas. Cuando el vaho opaque otra vez el rostro, estarás repitiendo ese nombre, Aura.

Consultas el reloj, después de fumar dos cigarrillos, recostado en la cama. De pie, te pones el saco y te pasas el peine por el cabello. Empujas la puerta y tratas de recordar el camino que recorriste al subir. Quisieras dejar la puerta abierta, para que la luz del quinqué te guié: es imposible, porque los resortes la cierran. Podrías entretenerte columpiando esa puerta. Podrías tomar el quinqué y descender con el. Renuncias porque ya sabes que esta casa siempre se encuentra a oscuras. Te obligaras a conocerla y reconocerla por el tacto. Avanzas con cautela, como un ciego, con los brazos extendidos, rozando la pared, y es tu hombro lo que, inadvertidamente, aprieta el contacto de la luz eléctrica. Te detienes, guiñando, en el centre iluminado de ese largo pasillo desnudo. Al fondo, el pasamanos y la escalera de caracol..

Desciendes contando los peldaños: otra costumbre inmediata que te habrá impuesto la casa de la señora Llorente. Bajas contando y das un paso atrás cuando encuentres los ojos rosados del conejo que en seguida te da la espalda y sale saltando.

No tienes tiempo de detenerte en el vestíbulo porque Aura, desde una puerta entreabierta de cristales opacos, te estará esperando con el candelabro en la mano. Caminas, sonriendo, hacia ella; te detienes al escuchar los maullidos dolorosos de varios gatos -si, te detienes a escuchar, ya cerca de la mano de Aura, para cerciorarte de que son varios gatos- y la sigues a la sala: Son los gatos -dirá Aura-. Hay tanto ratón en esta parte de la ciudad.

Cruzan el salón: muebles forrados de seda mate, vitrinas donde han sido colocados muñecos de porcelana, relojes musicales, condecoraciones y bolas de cristal; tapetes de diseño persa, cuadros con es-cenas bucólicas, las cortinas de terciopelo verde corridas. Aura viste de verde.

– ¿Se encuentra cómodo?

– Si. Pero necesito recoger mis cosas en la casa donde…

– No es necesario. El criado ya fue a buscarlas.

– No se hubieran molestado.

Entras, siempre detrás de ella, al comedor. Ella colocara el candelabro en el centre de la mesa; tú sientes un frió húmedo. Todos los muros del salón están recubiertos de una madera oscura, labrada al estilo gótico, con ojivas y rosetones calados. Los gatos han dejado de maullar. Al tomar asiento, notas que han sido dispuestos cuatro cubiertos y que hay dos platones calientes bajo cacerolas de plata y una botella vieja y brillante por el limo verdoso que la cubre.

Aura apartara la cacerola. Tu aspiras el olor pungente de los riñones en salsa de cebolla que ella te sirve mientras tu tomas la botella vieja y llenas los vasos de cristal cortado con ese liquido rojo y espeso. Tratas, por curiosidad, de leer la etiqueta del vino, pero el limo lo impide. Del otro platón, Aura toma unos tomates enteros, asados

– Perdón -dices, observando los dos cubiertos extra, las dos sillas desocupadas- Esperamos a alguien mas?

Aura continúa sirviendo los tomates:

– No. La señora Consuelo se siente débil esta noche. No nos acompañara.

– ¿La señora Consuelo? ¿Su tía?

– Si. Le ruega que pase a verla después de la cena.

Comen en silencio. Beben ese vino particularmente espeso, y tu desvías una y otra vez la mirada para que Aura no te sorprenda en esa impudicia hipnótica que no puedes controlar. Quieres, aún entonces, fijar las facciones de la muchacha en tu mente. Cada vez que desvíes la mirada, las habrás olvidado ya y una urgencia impostergable te obligara a mirarla de nuevo. Ella mantiene, como siempre, la mirada baja y tu, al buscar el paquete de cigarrillos en la bolsa del saco, encuentras ese llavín, recuerdas, le dices a Aura:

– ¡Ah! Divide que un cajón de mi mesa esta cerrado con llave. Allí tengo mis documentos. Y ella murmurara:

– Entonces… ¿quiere usted salir?

Lo dice como un reproche. Tu te sientes confundido y alargas la mano con el llavín colgado de un dedo, se lo ofreces.

– No urge.

Pero ella se aparta del contacto de tus manos, mantiene las suyas sobre el regazo, al fin levanta la mirada y tu vuelves a dudar de tus sentidos, atribuyes al vino el aturdimiento, el mareo que te producen esos ojos verdes, limpios, brillantes, y te pones de pie, detrás de Aura, acariciando el respaldo de madera de la silla gótica, sin atreverte a tocar los hombros desnudos de la muchacha, la cabeza que se mantiene inmóvil. Haces un esfuerzo para contenerte, distraes tu atención escuchando el batir imperceptible de otra puerta, a tus espaldas, que debe conducir a la cocina, descompones los dos elementos plásticos del comedor: el circulo de luz compacta que arroja el candelabro y que ilumina la mesa y un extremo del muro labrado, el circulo mayor, de sombra, que rodea al primero. Tienes, al fin, el valor de acercarte a ella, tomar su mano, abrirla y colocar el llavero, la prenda, sobre esa palma lisa.

La veras apretar el puño, buscar tu mirada, murmurar:

– Gracias.. -, levantarse, abandonar de prisa el comedor.

Tu tomas el lugar de Aura, estiras las piernas, enciendes un cigarrillo, invadido por un placer que jamás has conocido, que sabias parte de ti, pero que solo ahora experimentas plenamente, liberándolo, arrojándolo fuera porque sabes que esta vez encontrara respuesta… Y la señora Consuelo te espera: ella te lo advirtió: te espera después de la cena…

Has aprendido el camino. Tomas el candelabro y cruzas la sala y el vestíbulo. La primera puerta, frente a ti, es la de la anciana. Tocas con los nudillos, sin obtener respuesta. Tocas otra vez. Empujas la puerta: ella te espera. Entras con cautela, murmurando:

– Señora… Señora…

Ella no te habrá escuchado, porque la descubres hincada ante ese muro de las devociones, con la cabeza apoyada contra los puños cerrados. La ves de lejos: hincada, cubierta por ese camisón de lana burda, con la cabeza hundida en los hombros delgados: delgada como una escultura medieval, emaciada: las piernas se asoman como dos hebras debajo del camisón, llacas, cubiertas por una erisipela inflamada; piensas en el roce continuo de la tosca lana sobre la piel, hasta que ella levanta los puños y pega al aire sin fuerzas, como si librara una batalla contra las imágenes que, al acercarte, empiezas a distinguir: Cristo, Maria, San Sebastián, Santa Lucia, el Arcángel Miguel, los demonios sonrientes, los únicos sonrientes en esta iconografía del dolor y la cólera: sonrientes porque, en el viejo grabado iluminado por las veladoras, ensartan los tridentes en la piel de los condenados, les vacían calderones de agua hirviente, violan a las mujeres, se embriagan, gozan de la libertad vedada a los santos. Te acercas a esa imagen central, rodeada por las lagrimas de la Dolorosa, la sangre del Crucificado, el gozo de Luzbel, la cólera del Arcángel, las vísceras conservadas en frascos de alcohol, los corazones de plata: la señora Consuelo, de rodillas, amenaza con los puños, balbucea las palabras que, ya cerca de ella, puedes escuchar:

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