Un tranvia en SP
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Lucas, el anciano viajero que sue?a con alcanzar las cumbres m?s altas del Himalaya a pesar de la fragilidad de su mente. Marcos, un m?sico que busca su lugar en el mundo y encuentra el amor de Roma. Y Mar?a, la hermana de Lucas, escritora an?nima en busca del instante feliz que da sentido a la vida.
Esta novela es tambi?n el lugar de encuentro entre la juventud y la vejez, un espacio lleno de humor, ternura, sabidur?a y asombro, una manera de contar, directa y cristalina, el nacimiento del amor, el avance de la enfermedad, la pr?ctica de la convivencia y el valor de la buena compa??a. Y adem?s, una exploraci?n sutil y directa de las ilusiones y los deseos, no s?lo de los personajes, sino los del propio lector tambi?n.
Lo que la cr?tica ha dicho de Un tranv?a en SP:
«Continuamente se escucha la m?sica alegre y p?cara, un ritmo excitante, audaz, que te hace sentir un temblor de satisfacci?n.»
Jos? Luis Padr?n, P?rgola
«Una historia maravillosa. En cada p?rrafo hay mucho que disfrutar, que paladear, que leer una y otra vez.»
Lutxos Egia, Deia
«El libro de Elorriaga no tiene ant?doto. Conviene arriesgarse o renunciar a tiempo.»
Rosa Aneiros, La Voz de Galicia
«He dejado las ?ltimas p?ginas para leerlas en un sitio tranquilo. Y tanta historia para que al final, en lugar del llanto me aflorara una incontenible sonrisa. Se lo tengo que agradecer a Unai Elorriaga.»
Amagoia Iban, Egunkaria
«Ha sido una sorpresa impresionante. Una gozada. El libro es un estallido continuo, una serie de peque?as explosiones: una enorme cantidad de im?genes e ideas. Hay que subrayar la poes?a que emana de muchos de sus p?rrafos, el amor que se vislumbra alrededor de los personajes… Unai Elorriaga dar? que hablar.»
Alberto Barandiaran, Nabarra
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– Ya lo sé.
– ¿Y ya sabes que un suizo de sesenta y un años está preparando una expedición al Shisha Pangma? -dijo Lucas alegrándose de lo que había dicho.
– No, eso no lo sabía.
– ¡El bastón! -gritó Lucas de repente-. Mira a ver si está en el armario.
Rosa, un poco asustada, se levantó y fue hacia el armario con las manos pegadas al vientre todavía. Cuando estuvo cerca, separó por fin una mano del cuerpo y abrió el armario. Estaba vacío. Pero cómo decirle a Lucas que el bastón no estaba allí, que el bastón que le había regalado su hermano no estaba allí, «Toma, lo he hecho para ti», «Pero…». No estaba en el armario. Ángel murió poco después de terminar el bastón. Lucas estaba convencido de que su hermano había metido en el bastón la poca vida que le quedaba y se la había regalado a él. «Ángel metió aquí lo poco que le quedaba para vivir.»
– Sí, está aquí -dijo Rosa, no sin sufrir un poco.
– Sólo cerraba el taller cuando hacía viento. Luego me puse viejo y el frío no me hacía bien. Pero tampoco entonces cerraba el taller. Por si venía Ángel, para que entrase directo.
– Sí, ya lo sé.
La puerta se abrió de golpe.
– Te veo como para hacer una media maratón -le dijo María a su hermano.
– ¿Y de dónde crees que vengo? Ahora estoy descansando un poco. En esta posada o mesón -dijo Lucas.
María se sentó en la silla y se quitó el abrigo; en vez de hacerlo al revés, lo cual habría sido más cómodo e incluso más estético.
– ¿Y qué? -preguntó Lucas-. ¿Ya habéis hecho cumbre?
– ¿Y de dónde crees que vengo? Eso sí, tengo síntomas de congelación en los dedos de los pies.
Entonces se quitó un zapato y una media, y metió el pie en la cama de Lucas. Dijo «Ahora sí que estoy a gusto», o algo parecido, y empezaron a reírse. Se rieron como se ríen los bolígrafos de las notarías, los que escriben los precios. Hasta que Anas hizo ademán de despertarse. Lucas dijo a María que silencio, que Anas tenía que dormir. Más todavía.
– Ha estado Rosa -dijo Lucas en voz baja.
– ¿Rosa? -repitió María con un poco de angustia. Cómo explicarle a Lucas que Rosa.
– Rosa no -dijo Lucas adivinando lo que pensaba su hermana-; otra Rosa, una chica joven. Y hemos estado hablando del bastón y del Shisha Pangma y de la heladería Humboldt.
– Vaya juerga, ¿no?
– Pero ya sabía todo lo que le he contado y se ha ido pronto.
– ¿Y quién era?
– No sé -dijo Lucas antes de quedarse en silencio bastante tiempo-. Aquí no hay polillas, María.
María alzó la vista y era verdad. La habitación tenía más lejía que cemento. Mucha higiene; demasiada higiene. Y cuarenta días ya sin volver a casa.
– Polillas sólo hay en las casas de los viejos -explicó María.
– Echo de menos a la polilla de casa, María, a don Rodrigo.
– ¿Y cuál es don Rodrigo? En casa hay cientos de polillas.
– Pero todas son una; todas son don Rodrigo.
– Anas -continuó Lucas-, tú también estuviste en la guerra, ¿verdad?
– Sí, Lucas; ayer me preguntaste lo mismo, y anteayer igual -dijo Anas, aburrido/orgulloso.
Lucas no hablaba de la guerra hasta que no se quedaban solos.
– ¿Y por dónde anduviste?
– En el sur.
– Yo en el monte, como las lagartijas, siete años. Todavía no sabía ni lo que era una polilla.
– ¡Pero todavía en la cama, so vago! -María entró en la habitación seria y rápido.
– … -Lucas.
– El médico me ha dicho que se acabó lo que se daba, que ni caviar ni nada ya, que a casa.
«Me voy, Anas», dijo Lucas, e intentó levantarse sin conseguirlo. «No vuelvas», se oyó desde la cama de Anas. María, mientras tanto, había llamado a una enfermera y estaban sentando a Lucas en la cama. Las piernas colgando.
– Te he comprado una revista de monte -le dijo María a su hermano.
– ¿Y cuál viene? -Lucas, feliz ya.
– El Annapurna y el Nanga Parbat.
– Déjame ver.
– Cuando lleguemos a casa.
Era difícil vestir a Lucas: cuando le ponían el calcetín izquierdo se quitaba el derecho y cuando le estaban atando la camisa se metía las mangas del pijama por los pies. Y lo hacía con virtuosismo y gracia.
– Me voy, Anas.
– No vuelvas.
María. Ficciones
Empiezas a mirar hacia atrás, ¿no? Y encuentras una barbaridad de recuerdos. Algunos bonitos. Pero luego piensas en tu edad y sólo treinta y cuatro años, en abril. Aun así, recuerdos tienes muchos, pequeños y bonitos algunos. Recuerdas, por ejemplo, cómo viste, desde abajo, desde muy abajo, cogida de la mano de tu padre, por primera vez, aquella noria gigante, y qué grande y qué brillante y sus hierros, unos oxidados y otros no, y qué grande era sobre todo.
A mí eso me pasa en el cuarto de baño. Cierro la puerta y tengo recuerdos. Normalmente recuerdos buenos. A veces me echan en cara que estoy demasiadas horas en el baño y que al salir no doy explicaciones. Lo que pasa es que los recuerdos no se pueden explicar. Eso es lo que pasa. Y, claro, mi madre se enfada. Seguramente porque está mayor ya, pero no hay que tenérselo en cuenta, no muy en cuenta por lo menos. Mi padre no. Mi padre no escucha nada, o ésa es la impresión que da, como si tuviera una abeja en cada oído, y parece más sosegado que mi madre. Caza polillas y las clava en un corcho. Luego pone el nombre debajo, casi siempre en latín. También escribe mucho. De ahí mi afición, creo yo. Pero él escribe mucho mejor que yo, y pienso copiar algo suyo aquí, en estos apuntes míos, si consigo coger su cuaderno, para demostrar que escribe mejor que yo y que gracias a él tengo yo esta afición.
La cuestión es que suelo entrar mucho al baño, para no tener que escuchar a mi madre y para recordar cosas.
Lucas. Ejercicios
Si tuviera algo importante que decir. De joven hubiera podido contar cosas. De la guerra y de antes. Pero he olvidado casi todas. Algunas no, porque están ahí, dando vueltas. Además, yo he leído poco y eso es lo que se suele decir, no, que para aprender a escribir hay que leer, mucho. Yo sobre todo revistas de monte. A mí me gustan los ochomiles: el Shisha Pangma mucho. Es el más pequeño de los ochomiles, 8.027 metros, y tiene un nombre que llena la boca al decirlo. Shisha Pangma. María y yo solemos jugar a ese juego, a que hacemos una expedición a un ochomil y a que hablamos por radio. Está bien, a veces. Si no se te congelan los pies, o las manos, o los dedos de las manos, que es lo más común. A mí me gustan los ochomiles. El Shisha Pangma, y también el Nanga Parbat. El Shisha Pangma es malo. Ha matado a mucha gente. También el K2. Pero el nombre del K2 no me gusta, tan pequeño, tan científico. El Annapurna sí, y el Lhotse y el Manaslu también, pero menos. María siempre ha leído más que yo. Tiene una habitación llena de libros y con una cama y con un sillón. También me gusta mucho el bastón. Y por eso dejaba abiertas las puertas del taller casi siempre. Cuando había viento no. El bastón me lo regaló Ángel. Luego se murió. Ángel era marino. Segundo oficial. Era inteligente Ángel. Pero le gustaba la carpintería y tenía un poco de envidia. Cuando estaba en tierra iba más que yo a la carpintería. Y me contaba qué chicas, allí, en Australia. Ahora creo que está cerrada la carpintería. También cuando hace sol. No quiero ni pasar por allí. Creo que están medio podridas las puertas. También me gusta el reloj de cuco. Sólo se ha parado una vez. Cuando murió nuestro padre. Bueno, el reloj se paró al de una semana de morir nuestro padre, pero como dice María, decirlo así es como decirlo con más cariño: el cuco se paró cuando se murió nuestro padre. María dice que hay formas y formas de decir.