Un tranvia en SP
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Lucas, el anciano viajero que sue?a con alcanzar las cumbres m?s altas del Himalaya a pesar de la fragilidad de su mente. Marcos, un m?sico que busca su lugar en el mundo y encuentra el amor de Roma. Y Mar?a, la hermana de Lucas, escritora an?nima en busca del instante feliz que da sentido a la vida.
Esta novela es tambi?n el lugar de encuentro entre la juventud y la vejez, un espacio lleno de humor, ternura, sabidur?a y asombro, una manera de contar, directa y cristalina, el nacimiento del amor, el avance de la enfermedad, la pr?ctica de la convivencia y el valor de la buena compa??a. Y adem?s, una exploraci?n sutil y directa de las ilusiones y los deseos, no s?lo de los personajes, sino los del propio lector tambi?n.
Lo que la cr?tica ha dicho de Un tranv?a en SP:
«Continuamente se escucha la m?sica alegre y p?cara, un ritmo excitante, audaz, que te hace sentir un temblor de satisfacci?n.»
Jos? Luis Padr?n, P?rgola
«Una historia maravillosa. En cada p?rrafo hay mucho que disfrutar, que paladear, que leer una y otra vez.»
Lutxos Egia, Deia
«El libro de Elorriaga no tiene ant?doto. Conviene arriesgarse o renunciar a tiempo.»
Rosa Aneiros, La Voz de Galicia
«He dejado las ?ltimas p?ginas para leerlas en un sitio tranquilo. Y tanta historia para que al final, en lugar del llanto me aflorara una incontenible sonrisa. Se lo tengo que agradecer a Unai Elorriaga.»
Amagoia Iban, Egunkaria
«Ha sido una sorpresa impresionante. Una gozada. El libro es un estallido continuo, una serie de peque?as explosiones: una enorme cantidad de im?genes e ideas. Hay que subrayar la poes?a que emana de muchos de sus p?rrafos, el amor que se vislumbra alrededor de los personajes… Unai Elorriaga dar? que hablar.»
Alberto Barandiaran, Nabarra
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Y se acercó a la avenida pensando en todo eso, y no se oía música. Tenía los cuadros en la mente, pero un trozo de cerebro se daba perfecta cuenta de que era demasiado tarde y de que no se oía música y de que Marcos debía de estar en casa ya. Por eso se asustó Roma cuando vio una guitarra en el suelo y cuando vio, al lado de la guitarra, a Marcos, de rodillas, leyendo un libro irlandés.
«Tener un gramófono en cada tumba o guardarlo en casa. Después de la comida, el domingo. Pon al pobrecillo bisabuelo. ¡Craa-haarc! Holaholahola mealegromuchísimo craarc mealegromuchísimodeverosotravez holahola gromuchi copzsz. [1] Recordar la voz como la fotografía recuerda la cara.»
Roma abrió los ojos como se abren los cubos de basura, y se le llenaron de hormigas, rojas y negras, malas algunas, amables en general. Sin pensarlo mucho, o habiéndolo pensado demasiado, Roma se puso delante de Marcos, esperando. Marcos siguió leyendo hasta que se dio cuenta de que alguien le estaba mirando. Levantó los ojos y se le llenaron de hormigas, rojas y negras, comunes dos o tres, librepensadoras la mayoría.
– ¿Roma? -dijo.
– Roma -dijo Roma.
Cuando el día empieza
a dejar de ser día
Encendieron la televisión y vieron al Papa. El titular era El Papa en la India. Cami naba por una explanada importante (despacio, eso sí); por una explanada que podía ser el propio aeropuerto o la parte delantera de un palacio. Lo acompañaban políticos hindúes o actores contratados para la ocasión. Lo que más se veía por la televisión era el calor de la explanada, y el Papa, vestido con la sabiduría de todo protocolo (setecientas diez capas), debía de perder de tres a cuatro kilos por cada paso y medio que daba. Tendría sed seguramente.
Durante el mismo día había visitado la tumba de Mahatma Gandhi. En una explanada más ancha y más calurosa. Eso vieron, al menos, la angustia de Marcos y la angustia de Lucas. Llegó el Papa hasta Gandhi y empezó a tambalearse, a marearse, hasta perder el equilibrio. Apareció una mano por la izquierda de la pantalla; sostuvo al Papa.
– Ya jubilarán a ese hombre algún día -dijo Lucas.
– No se puede jubilar -María.
– ¿Por qué?
– El cielo de la India también: no hay otro -María.
– Bien a gusto pasearíamos el Papa y yo -explicó Lucas-: Alrededor de la estación. Despacio, eso sí.
– Los ojos de los hindúes -gritó Marcos-, fíjate en los ojos de los hindúes.
– Le hablaría de Rosa -Lucas-, al Papa.
– He empezado a escribir un cuento -le dijo María a Marcos.
– Ya era hora. ¿Y?
– Bien. Al principio es un cuarto de baño, y una chica hablándole al cuarto de baño; al final todo lo contrario.
Lucas gritó Marcos, Marcos, Marcos, desde el sofá, como si le tuviera que decir algo importante. Marcos llegó corriendo y se sentó al lado, como diciendo qué pasa o como diciendo no tendrás algo malo. Lucas le dijo que había catorce grados en Lisboa y tres en Dublín. Que en Viena habían reunido a los mejores músicos del mundo para formar una orquesta extraña a favor de algo. Que un político le había tirado el micrófono a otro. Que en Australia habían necesitado un camión lleno de bomberos, dos ambulancias y cuatro artificieros para rescatar un koala de un precipicio.
Lucas dijo todo con ilusión, como si fuera uno de los organizadores del concierto o, más aún, como si fuera uno de los músicos; uno de Belgrado, por ejemplo. O si no del mismo Belgrado, de las afueras de Belgrado.
Marcos agarró el cuello de Lucas, de la misma forma que se agarran los cuellos de los koalas a punto de despeñarse. En Australia.
Lucas estaba solo delante de la televisión. Eran las olimpiadas, los saltos de longitud. Lucas se divertía como siempre, calculando la distancia de los saltos antes que los jueces. Al final ganó Thompson. Después dudó: no estaba seguro si se llamaba Thompson, o se llamaba Smith, o Reynolds. Pero pensó que no, que claro que se llamaba Thompson, y se acordó del inglés que conoció de joven, que también se llamaba Thompson. Se le ocurrió que el de la televisión podía ser un nieto del inglés. Pero el saltador era negro y el amigo de Lucas pelirrojo, y más tarde se acordó de que lo habían fusilado en Madrid y de que no tenía hijos. Novia sí; novia sí tenía, en su pueblo, en Cardiff, y fue el propio Lucas el que le escribió a la chica, que era pelirroja también. Lucas siguió recordando, y recordó que el pelirrojo no se llamaba Thompson, sino Johnson, y que era un buen chaval y que siempre parecía que tenía el pelo limpio, aunque no tuviéramos tiempo de lavarnos.
– Ha ganado Jackson -le explicó a María cuando entró en la sala.
– Ha ganado Johnson el salto de longitud -le dijo a Marcos tres horas después, cuando llegó a casa.
Antes de conocer a Lucas, Marcos no sabía que en el mundo había catorce montañas de ocho mil metros. No sabía dónde estaba Katmandú. No sabía lo que podía ser una cosa llamada Annapurna. Pero nada más conocer a Lucas supo que el Shisha Pangma era el más pequeño de los ochomiles y que tenía una forma curiosa y un peligro importante también; supo que una expedición japonesa pasó de largo al lado de unos colombianos que se morían en el segundo campamento, y supo que alguien había dicho que el Nanga Parbat (8.125 metros) era como una hiena, pero que no se reía y que tenía colores diferentes, y que en eso no se parecía a las hienas.
Lucas llevaba días nervioso; la televisión no hacía más que anunciar un reportaje sobre la última expedición al Shisha Pangma. Y cada vez que veía Lucas el anuncio, llegaba a contárselo a Marcos tres veces.
Al final contagió a Marcos, claro. Y esperó el reportaje con las mismas ganas que Lucas. Pero la víspera del programa Lucas amaneció con dolor de garganta, y con un poco de fiebre, y no pudo mirar al Shisha Pangma con toda la atención que hubiese querido.
– Que de joven escribías -le dijo Marcos a María-. Me lo ha dicho Lucas.
– Bueno… -María.
– ¿Y ahora?
– Por favor.
– ¿Por qué por favor?
– Ahora no tengo…
– No vas a tener. Un cuento aunque sea.
– Por favor, Marcos.
– He conocido a una chica hoy -dijo Marcos.
María. Ficciones
Aunque se lo explicara, no lo entendería mi madre. «Tonterías», diría. Diría que tengo que estar con ella, «sobre todo ahora», diría. Me diría que ahora que se ha muerto mi padre. Y volvería a decir «tonterías». No lo entendería. Mi madre.
Y yo le seguiría diciendo eso, que tengo que andar en tren, que tengo que probar todos los trenes que pueda. Y para eso, le diría, tengo que salir muy pronto de casa. Hasta tarde. Y que muchos días no vendré ni a comer. Y mi madre no lo entendería, y me diría sólo las gallinas andan así, todo el día fuera de casa. Le tendría que volver a explicar que una vez tuve una especie de impresión en un tren y que tengo que buscar en los trenes. «Porquerías», diría ella, y entonces me arrepentiría de haber empezado a hablar con mi madre, porque es ridículo decir que tuve «una especie de impresión» y porque, aunque lo hubiera dicho mejor, no lo entendería mi madre, y diría «tonterías», o diría «porquerías».