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El astillero

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El astillero
Название: El astillero
Автор: Onetti Juan Carlos
Дата добавления: 16 январь 2020
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El astillero - читать бесплатно онлайн , автор Onetti Juan Carlos

En la presente novela, el protagonista regresa a la ciudad que le expulsara de su seno, enfrentado a dos proyectos quim?ricos. Obra maestra de Onetti, El astillero instaura, en el espacio corro?do de depredaci?n y deterioro que enuncia su t?tulo, una alegor?a de la condici?n humana que es o puede ser a la vez la alegor?a de un pa?s y un tiempo concretos y una visi?n refleja de la esencial precariedad del hombre. …Entre sus novelas, probablemente es la m?s equilibrada, la m?s perfecta. El mundo entero de Onetti y el de Santa Mar?a est?n aqui, su fascinaci?ndoble por la pureza y la corrupci?, por la dulzura de los sue?o y la herrumbre siniestra del desenga? y fracaso, todo resumido, concentrado en una peque? ciudad inexistente y en unos pocos personajes, sobre todo en Larsen, tambi? apodado Juntacad?eres o Junta, el h?oe o contraheroe m?s querido por Onetti.

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SANTA MARÍA-II

La última lancha de la carrera pasaba hacia el sur por Puerto Astillero a las dieciséis y veinte llegaba a Santa María cerca de las cinco.

Era lenta como la primera de la mañana; entoldada bajo la lluvia, iría arrimándose a cada desembarcadero para dejar huevos, damajuanas, cartas y saludos, algún mensaje confuso que se balancearía sobre el agua encrespada antes de intentar el arribo a la orilla. Pero a las cinco, a pesar del mal tiempo, aún habría luz en Santa María, curiosos en el muelle. Y él no deseaba -sobre todo sabiendo que iba para nada, que su viaje sólo era una pausa sin sentido, un acto vacío- tener que caminar sobre las piedras del puerto y las rectas rampas de las callejuelas con los ojos buscando miradas de asombro o burla o simple reconocimiento, con la boca apretada, lista, cargada de ordenados insultos, con la hipocresía de la mano escondida en la solapa, del dedo que rascaba el gatillo y lo seguiría rascando con fingida furia, pasara lo que pasara.

«Y tal vez, además, ni siquiera pueda encontrar a Díaz Grey; tal vez haya reventado o esté en la colonia ayudándose con un farol a esperar que una vaca o una gringa bruta se resuelva a largar la placenta. Es así de imbécil. Si voy a buscarlo, justamente hoy, con este tiempo sucio, sin que nada me impida postergar el viaje a no ser la superstición de que un ciego movimiento perpetuo pueda fatigar a la desgracia, es porque tiene más que nadie eso que por apresuramiento estoy llamando imbecilidad.»

Así que caminó por la calle enlodada, erguido en el viento, defendiendo el sombrero con dos dedos, de Puerto Astillero a la fonda de Belgrano. Subió a su habitación, se estuvo examinando en el espejo, decidió afeitarse y cambiar la corbata. «Eso que viene sin interrupción de aquella cara chica y tranquila, y vaya a saber cuál es la palabra. Las ganas de tenerle lástima, de palmearle el hombro, y decirle hermano, Díaz Grey.»

Bajó a tomar el vermut con el patrón y estuvo mirando desde el mostrador los grupos en la sala, llena de humo, de humedad y mal aire. Vio un hombre viejo y dos jóvenes, con sacos de cuero y capotes encerados; estaban cerca de una ventana, tomando vino blanco; uno de los muchachos separaba regularmente los labios y exhibía los dientes; limpiaba el vidrio de la ventana con el antebrazo, sonriendo a cada espasmo hacia los amigos y hacia el atardecer gris y arremolinado.

– ¿Qué pueden pescar con este tiempo? -comentó Larsen compasivo.

– No crea -dijo el patrón-. Depende de las corrientes. A veces, cuando el agua se enturbia, se cansan de sacar pescado.

Cuando el reloj alto, con un borroneado aviso de aperitivo en la esfera, marcó las cuatro y media, Larsen se golpeó la frente y puso los dedos sobre el mostrador.

– Gott - se enderezó el patrón con una servilleta-. ¿Qué se olvidó?

Larsen sacudió un rato la cabeza, sonrió después con heroísmo.

– Casi nada. Tenía una cita muy importante esta noche en Santa María. Y la última lancha se fue hace rato. De veras, algo especialmente importante.

– Ah -dijo el patrón-. Entiendo. A mediodía vino la Josefina y me contó, confidencia, que don Jeremías llegaba esta noche a Santa María. A medianoche.

– Eso -confirmó Larsen-. Y ahora no hay nada que hacer. ¿Tomamos otro vasito?

– Dieciséis y veinte la última lancha. Uno se queja, pero había una por semana y después dos. Cuando tuvimos dos, acá mismo hicimos una fiesta -llenó los vasos, parsimonioso, con una contenida alegría-. Quién sabe. Perdone -alzó su vaso, tomó un trago y fue a sentarse con los pescadores.

Solitario en el mostrador, volviendo la cabeza hacia la tormenta y el río, hacia el origen impreciso del olor a podredumbre, a profundidades excavadas, a recuerdos muertos que se habían filtrado en el salón del Belgrano, Larsen pensó en la vida, en mujeres, en el ronquido del viento a través de las ramas peladas de los plátanos, sobre la casilla de perro gigante de los fondos del astillero. «Ahora, por ejemplo, cuando todo empieza a terminar; la loca de la risa en la glorieta y el bicho éste con un sobretodo de hombre sujeto por un gancho. Son una sola mujer, lo mismo da. No hubo nunca mujeres sino una sola mujer que se repetía, que se repetía siempre de la misma manera. Y las maneras posibles eran pocas y no pudieron agarrarme desprevenido. Así que todo, desde el primer baile en un salón de barrio y hasta el fin, se me hizo dulce, cuesta abajo, y yo no tuve que gastar otra cosa que tiempo y paciencia.»

Sonriente, enganchado en el pulgar el vaso vacío, el patrón regresó al mostrador.

– ¿Sirvo otra?

– No gracias -dijo Larsen-. Es mi medida.

– Como quiera -pasó inútilmente la sucia servilleta sobre la madera seca-. Algo hay. Si es tan importante, como yo creo, que lo vea esta noche al señor Petrus… No será muy cómodo, pero no hay otra cosa. Los amigos vienen de Míguez, más abajo de Enduro, donde entra la costa.

– Conozco -dijo Larsen, indolente, perfilado, el cigarrillo colgándole de un lado de la boca.

– Si se anima… Les hablé y, por ellos, lo llevan con gusto hasta Santa María. Van a bailar un poco y no tienen toldo impermeable. Vea si le conviene; es gratis.

Larsen sonrió sin volverse, sin contestar a las miradas y los tímidos cabeceos de los tres hombres.

– ¿Lancha de vela?

– Tienen motor -dijo el patrón-. La Laura, la tiene que haber visto. Pero claro que si no hay necesidad no van a gastar combustible.

– Gracias -murmuró Larsen-. ¿A qué hora salen?

– En seguida, estaban por irse.

– Perfecto. Présteme cincuenta, si puede y quiere, hasta el lunes. El lunes arreglamos.

El patrón abrió la caja y golpeó suavemente contra el mostrador el billete verde. Larsen asintió con la cabeza y lo fue envolviendo en dos dedos. Sin prisa, disimulando el taconeo, rebajando su importancia, con las manos en los bolsillos del abrigo y el cigarrillo casi convertido en ceniza colgando de su boca benévola y fraternal, se acercó a los pescadores, que se pusieron de pie, sonrientes, cabeceando. Así empezó el viaje de Larsen a Santa María.

Hagen, el del surtidor de nafta en la esquina de la plaza, creyó reconocerlo; debe haber sido aquella misma noche; era lluviosa y ningún testimonio indica que Larsen haya hecho más visitas a Santa María, desde que se instaló en Puerto Astillero, que la última y esta otra, más confusa y ofrecida a las conjeturas.

«Me pareció que era él por la manera de caminar. Casi no había luz y la lluvia molestaba. Y tampoco lo hubiera visto, o creído verlo, si no es porque en el momento, casi las diez, le da por atracar al camión de Alpargatas que debió haber pasado a la tarde. Empezó a los bocinazos hasta que me hizo salir de Nueva Italia, y nos estábamos insultando con el chofer, cuando le dije «Pare un momento», y me quedé con el caño en el aire, mirando hacia la esquina por donde me pareció que lo veía venir. Ya le digo que había vuelto a caer agua y allí el farol alumbra más nada que poco. Venía empapado y más viejo, si es que era él, ayudándose al caminar más que antes con los brazos, la cabeza con el gacho negro doblado hacia adelante; con lo que ya se hacía imposible, entenderle la cara, porque la lluvia le golpeaba de, frente. Suponiendo que fuera. Decían que estaba, en la capital, y le puedo asegurar que no vino en la balsa del mediodía ni en la de la tarde; y si vino por tren a las cinco y siete, difícil que no me haya enterado. Fue menos de media cuadra, entonces, con luz y lluvia en contra, desde la esquina donde están rompiendo la ochava para poner, dicen, una vidriera de gomería como si no hubiera bastantes, hasta que me lo escondió el automóvil del doctor y es forzoso que se haya metido en un zaguán. No me puedo confundir porque lo que había de farol brillaba en la chapa de bronce, aunque parece que no la hizo limpiar desde que le dieron el título. Si dobló en aquella esquina no venía del muelle ni de la estación. Sólo media cuadra, menos; y lo estuve viendo con las desventajas que dije. Pero, sin jurarlo, me pareció que era él, que reconocía sobre todo aquel trote retobado, menos saltarín ahora, y algo que no puede explicarse en el braceo y la cuarta de puños que se sobraba de las mangas. Pensando después, pero sólo como capricho, me convencí casi porque cualquier otro, lloviendo y con frío, andaría con las manos metidas en los bolsillos. Él, no; si era él.»

La hora en que Hagen tuvo su dudosa visión de Larsen coincidía con el momento en que normalmente el doctor Díaz Grey, luego de la indiferente lectura en la cena, prolongada en la sobremesa solitaria, mientras la sirvienta recogía los platos, alisaba la carpeta y le aproximaba el mazo de naipes, comenzaba a pensar qué convendría intentar para dormirse, qué combinaciones de drogas, ritmos respiratorios, trampas de la imaginación. Tal vez no fuera él mismo quien pensara sino una puntual memoria, dentro de él pero independiente desde años atrás. Siempre, con un corto desafío sin objeto que lo rejuvenecía, planeaba no hacer nada, esperar inmóvil e indiferente el alba, la mañana, otra noche que encajara en ésta.

Si ningún enfermo lo hacía llamar, si no lo obligaban a traquetear con una cómica velocidad en el automóvil de segunda o tercera mano que había terminado por comprar, aquélla era la hora en que cargaba de discos sacros el fonógrafo y se ponía a combinar solitarios con los naipes, concediendo a la música, invariable ya hasta en su orden, sabida de memoria, no más de la cuarta parte de un oído, mientras dudaba, con leve excitación, entre reyes y ases, entre seconal y bromural.

Cada uno de los discos del inmodificado programa nocturno, cada uno de sus ambiciosos crescendos, de los fracasos finales, tenía un sentido claro, expuesto con mayor precisión que todo lo que pudiera incorporársele por la palabra o el pensamiento. Pero él, Díaz Grey, este médico de Santa María, solterón, de casi cincuenta años de edad, casi calvo, pobre, acostumbrado ya al aburrimiento y a la vergüenza de ser feliz, no podía prestar a la música -a esa música, justamente, elegida un poco por bravata y por el deseo perverso de saberse cada noche, pero protegido, al borde de la verdad y de un inevitable aniquilamiento-, más que la cuarta parte de un oído. A veces, con una deliberada picardía sin gracia, silbaba entre dientes la música que estaba escuchando, mientras cambiaba de columna, con orgullo y decisión, un siete o una sota.

Aquella noche, la de Hagen o cualquier otra, a las diez, Díaz Grey oyó el timbre de la calle. Mezcló los naipes sobre la carpeta como si quisiera embarullar pistas e interrumpió el disco que estaba sonando. «Cuando no usan el teléfono, a esta hora, es el caso grave, la desesperación, la necesidad de atrapar al médico, el supersticioso alivio de mirarlo y hablarle en seguida. Tal vez Freitas, no le queda más de una semana; y entonces, digitalina porque está prescripto, y hablar del lino con las bestias de los hijos y de un caballo de carrera, puro, con el menor. Si muere de madrugada, les voy a mostrar mi fatiga y mi insomnio y mi paciencia hasta que salga el sol.» Pasó del comedor al consultorio y cuando estuvo en el vestíbulo gritó a la mujer que empezaba a taconear en la escalera del altillo:

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