Amor, Curiosidad, Prozac Y Dudas
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Luc?a Etxbarr?a ha construido una novela sobre la dif?cil b?squeda de la identidad femenina al margen de convenciones absurdas y esterotipadas, con un estilo personal?simo, esculpido a golpe de gui?os y ambivalencias en el lenguaje de lo cotidiano.
El libro re?ne tres historias, donde cada una de ellas corresponde a una de las hermanas Gaena. Al principio nacieron como historias aisladas, pero luego quedaron fusionadas dando lugar a esta obra. Son tres historias de tres mujeres, tres hermanas, con personalidades muy diferentes, pero con un nexo de uni?n entre ellas. Cristina es politoxic?mana, promiscua y a veces atenta contra su propia vida, pero desde que Lain le ha abandonado su vida ya no es la misma y se siente naufragar. No sabe d?nde agarrarse. Su hermana Rosa, mayor que ella, le envidia porque su padre le prefer?a a ella, por eso se dedic? a hincar los brazos para ser una buena estudiante, conseguir una carrera y lograr el ?xito, su ?nica raz?n de ser. Es una alta ejecutiva cuya vida se cierne vac?a m?s all? de su labor profesional. Su vida es gris y es adicta al Prozac. La mayor de todas, Ana, es una pija. Se cas? con un buen marido y se dedic? siempre a tener una gran casa y una hermosa familia. No entiende a sus hermanas menores. Pero ha sufrido una p?rdida y trata de comunicarse con sus hermanas, mientras tanto supera sus d?as con anfetaminas y somn?feros.
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El autobús se detiene en la siguiente parada. Nos levantamos y nos dirigimos hacia la puerta. Antes de bajarnos, Line le dirige al jovencito indie pop la más dulce de las miradas, digna de una colegiala virgen que quisiera ligarse al capitán de fútbol de su instituto. Él sonríe a su vez.
– Decididamente -suspira Line-, ellos lo tienen más fácil.
Como todas las mañanas a las ocho y veinte, dejo el coche en el aparcamiento y paso por la plaza de la Luna camino de las oficinas en que trabajo. El cielo muestra un aspecto tan gris como mi propia vida. Llueve.
Me gusta sentir las gotas golpeándome la cara, el viento que revuelve los mechones huidizos. Dentro de veinte minutos me encerraré en un despacho, para todo el día. Ya no habrá viento ni agua, sólo aire acondicionado. Temperatura constante e invariable: veintidós grados centígrados. Como reza el manual de Seguridad e Higiene en el Trabajo.
Enfundada en mi abrigo de piel de camello, el frío no me afecta, como tampoco me afectan las barbaridades que me dicen los cuatro viejos verdes que han venido a buscar prostitutas.
La plaza es el hogar de un grupo indefinido de politoxicómanos que se alimentan de lexatin y rohipnol, diazepán y optalidones, prozac y naxtrelsona, heroína y bollos. Caras delgadas y pálidas, bocas contraídas y amargadas, duros y de gesto estilizado. Las narices se alargan, los pómulos se marcan. Son las huellas de una batalla constante, perdida de antemano.
Se arrastran por las calles con los ojos vacíos, se empujan los unos a los otros y examinan los teléfonos públicos para conseguir monedas de cinco duros. No parecen particularmente desgraciados. Rebuscan en la basura y musitan conversaciones entrecortadas que mantienen con ellos mismos. Gritan a los coches aparcados y les cuentan su vida a los semáforos en rojo.
Desde el centro de la plaza se baja por una escalera a unos soportales que ofrecen un refugio a estos zombis urbanos, con el suelo lleno de cagadas de paloma, escupitajos, chicles, colillas, jeringuillas y trozos de papel albal.
Allí duermen los que no han tenido valor para levantarse, envueltos en un amasijo de mantas sucias, acurrucados los unos contra los otros, con los huesos ateridos por la humedad. No les preocupa el futuro, el agua caliente, las sábanas limpias o la televisión.
A veces contemplo a esos chicos y chicas de edad indefinida y me digo, Rosa, creo que lo que hacen con su vida no es peor que lo que tú has hecho con la tuya. En casa dispongo de agua caliente, sábanas limpias, lavadora y televisión con antena parabólica. Pero apenas tengo tiempo para mí misma. Doce horas diarias de mi tiempo están hipotecadas para conseguir el dinero que pague esos lujos de que no puedo disfrutar. Doce horas diarias de mi tiempo enclaustrada en un despacho de nueve metros cuadrados, batallando contra el Lotus, sometida a una presión de treinta mil atmósferas.
Yo no podría hablar con los semáforos, aunque quisiera. Puedo alardear de una amplia cultura general. He leído a la mayoría de los clásicos. Saqué la carrera con media de sobresaliente. No cometo faltas de ortografía y jamás se me escapa un acento. Puedo recitar de memoria la lista de los emperadores romanos y la de los reyes borbones y sé que Dacca era el nombre de la antigua capital de Bangla Desh. Poseo una licenciatura en exactas y soy capaz de averiguar la raíz cuadrada de un número de cuatro cifras sin necesidad de utilizar lápiz y papel.
¿Qué significa la geografía cuando podemos hablar con gente del planeta entero a través de nuestras redes de computadoras y nuestros módems? ¿Qué es la historia cuando podernos recibir setenta y cinco canales de televisión a través de la antena parabólica? ¿Quién se acuerda de Ovidio cuando Richard Gere cobra seis millones de dólares por película? ¿De qué sirve la aritmética cuando una computadora puede realizar operaciones de veinte cifras en décimas de segundo? ¿Qué sentido tiene la vida de una mujer de treinta años brillante, profesional, bien pagada y sola?
Recuerdo el cómo, el cuándo, el dónde y el porqué. Pero no podría describir los detalles. Fue como tenía que ser, como siempre había deseado que fuera. Nadie escribió la escena: me la dictó el deseo con su propia voz. La primera vez que me acosté con Iain estaba borrachísima. Esto no tiene nada de particular, porque, por lo general, la primera vez que me acuesto con alguien estoy borrachísima. Si no, no lo hago. Me acuerdo de que llegamos a su casa en taxi y de que yo caminaba por la acera recién regada con los zapatos en una mano y una botella de champán en la otra, una botella que me había llevado de la fiesta en que habíamos estado, la fiesta en que conocí a Iain, todo ojos azules y sonrisa de niño, maneras delicadas como una flor de seda y una voz que acariciaba los oídos como el susurro de las olas. Nada más verle pude sentir el deseo revoloteando en torno a mí. Casi pude ver al mismísimo Cupido. Y no sé cómo me encontré tumbada en su cama, ni me preguntéis cómo había llegado hasta allí. El intervalo que transcurre entre el taxi y su cama se perdió en mi memoria entre brumas etílicas, y lo primero que recuerdo después del taxi es el fresco contacto de las sábanas limpias y los cuatro ángulos de la cama difuminados gracias a la luz mortecina de las velas. Él me colocó boca abajo, me puso las manos en la espalda y las sujetó con una de las suyas. Después escuché un tintineo metálico, algo parecido al sonido de un llavero, sentí cómo me sujetaba por las muñecas y escuché un crujido de acero cerrarse alrededor de ellas: unas esposas. Quizá si hubiera bebido menos se lo hubiese impedido, pero estaba como una cuba, y él era tan mono y tan encantador, y en la fiesta me había gustado tanto y, para qué vamos a negarlo, la cosa no dejaba de tener su morbo; así que no me quejé ni cuando me esposo ni cuando me vendó los ojos con un pañuelo. Y de repente, a pesar de la borrachera, me volvió el sentido común a la cabeza, de pronto, como una corriente eléctrica, y caí en la cuenta de que apenas sabía quién era aquel tío, de que nadie me había visto irme con él. Acudieron a mi mente todas las historias de psicópatas que había visto en el cine, que había leído en esos libros baratos de tapas blandas que se compran en las librerías de los aeropuertos. Y me vi a mí misma descuartizada en pedacitos, diseminada en diferentes bolsas de basura a lo largo de todos los contenedores de Madrid. Intenté tranquilizarme y recordarme que eso era algo que sólo ocurría en las películas y que no conocía a ninguna que hubiese acabado descuartizada por echar un polvo con un desconocido. Pero luego me vino a la mente una historia que me contó Line acerca de un tío que se folló una noche y de cuya casa había tenido que salir por piernas porque se empeñó en pegarle mientras follaban. Y según estaba pensando en esto escuché un zumbido a mi espalda, un ruido constante y machacón que se interrumpía a lapsos para volver a reiniciarse con renovada energía, y me dije a mí misma: éste es el fin, ése es el zumbido de la sierra eléctrica. Nadie me había visto salir de la fiesta. Mis hermanas pensarían que había desaparecido en uno de mis cuelgues de costumbre, en el bar buscarían a otra camarera que hiciera mi turno, y pasarían al menos quince días antes de que alguien se decidiera a buscarme. Y en quince días el tío ese ya habría podido comerme entera, como Jeffrey Dalimer, el Carnicero de Milwaukee, aquel que guardaba troceadas a sus víctimas en el congelador para poder devorarlas poco a poco. 0 como Richard Trenton Chase, el Asesino Vampiro, que mezclaba los órganos y la sangre de sus víctimas en una licuadora y luego se bebía el batido resultante, para evitar, según él, que la sangre se le convirtiera en polvo. Y además vete tú a fiar de un británico, cuya historia está plagada de psicópatas desde Jack el Destripador: los Ladrones de cadáveres de Edimburgo; Brady y Hindley, los Asesinos del Páramo; Peter Suteliffe, el Destripador de Yorkshire; Fred y Rose West, los dueños de la Casa de los Horrores de Gloucester; John Duffy, el Asesino del Ferrocam*1… En el Ulster y Escocia, en Manchester y Gales, los británicos deben de poseer, en Europa, el récord de mayor densidad de pirados por kilómetro cuadrado. La falta de luz y el frío, supongo, los vuelve perversos y reconcentrados. En España se lleva más el matarife impulsivo, ese que sale a la calle escopeta en mano a vengar afrentas maceradas en odio durante años, como en Puerto Hurraco o en Chantada. Si nos llevamos a alguien por delante, nos encargamos de que todo el mundo se entere. Allí no, allí llevan una vida aparentemente normal, y luego, cuando se descubren cinco cadáveres emparedados en los muros de una casa, en el barrio comentan que nunca lo habrían esperado de aquel vecino modelo, un poco reservadillo quizá, como el chico aquel que me había ligado, que parecía tan mono y tan inocente y que me tenía allí, con una sierra eléctrica zumbando a mi espalda, y atada a la cama, sin poder moverme.
Intenté relajarme. Ese chico no podía ser un psicópata. ¿Con esa cara de niño? ¿Con esos modales? ¿Qué traumas iba a arrastrar una monada como ésa? Qué razonamiento más absurdo. No hace falta ser horroroso ni grosero para ser un psicópata. Al Asesino de la Biblia, aquel que se cargó a cinco chicas en Glasgow (y al que nunca encontraron, por cierto), lo describían como un hombre muy atractivo, y por eso sus víctimas se dejaban acompañar por él, sin conocerle, a pesar de que estaban avisadas de que había un estrangulador rondando por la ciudad, porque el tío era tan guapo y tan educado que nadie podía sospechar de él. Exactamente igual que Iain. 0 como Ronnie York y Jim Latham (pero aquéllos eran yanquis), a quienes les atribuían siete víctimas en una especie de juerga que se corrieron pasando de un estado a otro, llevándose por delante, a golpes o a machetazos, a todo incauto que se les hubiera puesto por delante allí donde no hubiese testigos. Eran extraordinariamente guapos -uno, rubio de ojos azules, el otro, moreno de ojos negros- supongo que tan guapos, o más, que Iain, y gracias a aquel atractivo se explicaba el enjambre de jovencitas que habían acudido al proceso. Y aquel zumbido que amenazaba a mi espalda era sin duda el de la sierra eléctrica, una sierra eléctrica idéntica a la que había usado Dennis Ni1sen, el Estrangulador de Musswell Hill, para despedazar y mutilar los cadáveres de sus trece víctimas hasta dejarlos reducidos a minúsculos pedacitos que luego hacía desaparecer por el sumidero del lavabo. Y yo no podía moverme porque estaba esposada y no podía ver nada porque tenía los ojos vendados. Sólo una gilipollas como tú se va tranquilamente a la cama con un desconocido y encima permite que le espose y que le vende los ojos sin oponer resistencia. Empecé a revolverme con todas mis fuerzas, pero resultaba imposible desasirse de las esposas, y, de paso, quitarme la venda de los ojos. Intenté incorporarme, pero la cama era demasiado blanda. Resbalé sobre el colchón. Me sentía aterrorizada. Gruesos goterones de sudor me caían por la frente. Notaba cómo tropezaban al llegar al pañuelo que me impedía ver. Las esposas estaban bien apretadas, probablemente para impedir que pudiera quitármelas, y el roce del acero me hacía daño en las muñecas. Intenté gritar, pero estaba tan aterrorizada que me resultaba imposible. La voz se me quebraba y al llegar a la garganta se contraía en un pitido agudo. Pensé en hacerme pis encima, que es lo que los expertos recomiendan para desanimar a los violadores, pero tampoco podía, quizá porque estaba muy ocupada revolviéndome, intentando librarme de toda la parafernalia sado light.